domingo, 29 de octubre de 2017

Mi desarraigo



Supongo que tendrá algo que ver que vivíamos en un mundo globalizado, en el que se van uniformando los gustos y los deseos, los comportamientos y las ambiciones. Y por eso precisamente es tan difícil encontrar una identidad que nos valga para ir tirando, tampoco hay que forjarse un carácter como aspiraban algunos filósofos del mundo clásico. Muchos eligen una opción política, pero parece imponerse algo mucho más personal, como la opción sexual, o más difuso, como es el amor al terruño. Hace ya algún tiempo que Manuel Castells nos advirtió del poder de la identidad. Y, si bien es cierto, que parece que está tomando importancia como movimiento reactivo (frente a la globalización, frente a la crisis, frente a las migraciones o como añoranza de un mundo más manejable, la aspiración a fabricarse una identidad es bastante más antigua y parece que tenemos incorporados una cierta tendencia a identificarnos como seres únicos, o, al menos, parte de un grupo definido frente a otros.
                De las múltiples facetas o roles en los que nos enfrascamos en el día a día, parece que alguna sobresale como definitoria. Uno puede ser, a la vez, padre, profesor, hincha de algún equipo de petanca o manitas con la madera tallada. De todas esas características, se elige una como estandarte. Usualmente nos presentamos como dicta nuestra profesión, o, en estos tiempos de crisis, de nuestra ocupación. No tiene por qué ser excluyente ser practicante en el sentido de ATS con el sentido religioso, pero especificamos un rasgo para dejar a los otros como el fondo de una figura definida. A fin de cuentas, trabajamos muchas horas al día y eso, queramos o no, imprime carácter.
Además, creo que no todos tenemos una identidad monolítica y estable a lo largo de nuestra historia vital. A menudo vamos matizando y girando, tomando distintas veredas y redefiniéndonos. De hecho, normalmente nos vamos manejando saltando de una identidad a otra. Somos trabajadores frente a los parados, españoles frente a los extranjeros, del Barça frente a los madridistas, hombres frente a mujeres, aficionados al reguetón frente a los flamenquitos. Un poco en el sentido cuántico, tenemos todos los estados a la vez y sólo aparecen cuando se nos pregunta. 
Más difícil para mí es identificarme con un paisaje. No siento para nada la necesidad de arroparme con una bandera. Y digo más difícil porque, a pesar, de jugar mucho con la memoria y dedicarme profesionalmente a la historia no termino de entender a flor de piel esa emoción que a muchos arrebata ante, por ejemplo, Suspiros de España. Entiendo que pueda pasar, no me parece que sea una opción totalmente irracional –aunque todas las emociones pueden devenir delirio–. Lo que me pasa es que tengo más interiorizado el desarraigo.
Quizás me sienta un hombre de frontera. Como hijo de maestro, entre mis iguales estaba con un pie en la sala de profesores; como individuo más cerca del mundo de los libros, ya fueran ingleses, madrileños, americanos o franceses. La música con la que acabé identificándome se hacía más allá de nuestras fronteras, me ha emocionado más un canadiense rural que el quejío flamencoide de muchos cantantes locales. No es tanto un sentimiento de snobismo y de desprecio hacia lo propio como una apatía. Estudié la carrera fuera y nunca se me ha dado bien eso de integrarme. No es un problema si no te impide desarrollarte como persona.
Estoy en contra de aquellos que ven en lo andaluz algo reprobable, una cultura inferior, o mejor, una incultura generalizada. No hay que avergonzarse del acento que uno tiene –y yo, por lo visto, lo tengo muy marcado–, sino de hablar mal, de no hacer las concordancias, de exponer confusamente las ideas o aparentar hablar fino a base de colocar eses silbantes a cada instante. Pero una cosa es no sentir vergüenza y otra muy distinta estar orgulloso de ello. No creo que sea un mérito haber nacido en una calle frente a la estación de mi pueblo.
Dicen que la infancia es la patria del hombre. Tampoco tengo asumida mi infancia como el lugar al que volver con nostalgia positiva. No puedo decir que fuera una mala época, pero, cuando echo la vista atrás, tampoco acabo por reconocerme en aquel chico con gafas tan oscuras que parecía que iba a vender cupones. Entre eso y que tampoco tengo grandes aventuras que recordar, puedo decir que el desarraigo también es la característica de la patria de la infancia. Tengo amigos, algunos de ellos desde mi juventud. Y son muy buenos[1]. Pero no marcan un amor hacia los paisajes que compartimos, por mucho que me entre la nostalgia y la morriña de los bares y las noches.
Me parece genial que alguien pueda sentir su patria, esa tierra de sus padres, como si fuera carne propia, que la sienta en sus entrañas. Que quiere mostrarlo a todos mediante una bandera, no me molesta. Cualquier bandera para mí no es más que un trapo, pero entiendo que alguien pueda ver un símbolo. Lo que me parece muy triste y peligroso es que se saquen para estar en contra de. Se sacaron en las copas de fútbol, porque estábamos ganando partidos a otras selecciones. Y se enseñorean ahora como rechazo al independentismo catalán. Lo mismo se puede decir de las senyeras y esteladas cuando se sacan como muestra de diferencia y exclusión.
Grave es que intenten totalizar a la población bajo una bandera, hacer excluyentes las naciones, hablar en nombre de la patria. La nación, la patria, la comunidad son entes abstractos que hablan un idioma muy extraño. Por lo visto sólo lo conocen ciertos iniciados que saben interpretar, como los sacerdotes, los designios de la Nación. Ellos son sus representantes, aunque no les hayan encargado expresamente en las urnas. Desprecian las opiniones de aquellos que no los han votado porque no son verdaderos españoles, o verdaderos catalanes, o vascos vascos. Las patrias están sirviendo para ocultar lo que nos une, como cortina de distracción o como marca de superioridad social, como venganza.
Visto lo visto, tampoco me urge cambiar de idea y buscar una identidad con el paisaje y la nación. No me hacen falta patrias. Si las naciones llevan a las guerras, seguiré contento en mi desarraigo.


[1] Que no se me enfade nadie, pero un saludo especial a una pareja a la que quiero especialmente y no se lo digo muy a menudo, ole Rafa y Estrella. Sois grandes.

miércoles, 25 de octubre de 2017

Reseña Ana Pérez Cañamares: “regreso a nosotros”. Ya lo dijo Casimiro Parker, 2016




La canaria Ana Pérez Cañamares nos presenta su último poemario, tras una incursión en el mundo de los aforismos (Ley de conservación del momento, Isla de Siltolá) y de los relatos (En días idénticos a nubes, Baile del Sol). La poesía, en general toda la actividad literaria, de Ana Pérez Cañamares tiene un componente claramente combativo y comprometido, que es especialmente visible en su estupendo Economía de guerra (Lupercalia). En el volumen que nos ocupa podemos apreciar un claro cambio de dirección, pero no de sentido. Este es un poema de amor, de celebración de la pareja, de “regreso a nosotros”, sin que se abandone una posición comprometida con la realidad. Abunda en la poesía amatoria una sarta de lugares comunes que tienden a definir el amor como una lucha: conquista y rendición. Gran parte de la tradición lírica se basa en una concepción casi masoquista de la pareja y de dependencia física y emocional de la mal llamada media naranja, una sumisión que puede acabar con la completa disolución del amante en el amado.
            “Te pido: no me adores
            he conocido por dentro
            la frialdad de las vestales
            y sé que el mármol deja
            un paisaje calcinado”
            Nada de este imaginario aparece entre los versos de Ana Pérez Cañamares. Son poemas de amor e independencia.
            “A solas con tu cuerpo:
            cuánto me emociona su otredad
            su radical diferencia que salva
            su ser distinto y no contrario
            su ser opuesto y no enemigo

            mi espejo despojado de pelea”
            Si el lenguaje es la casa del Ser para Heidegger, en las relaciones, el otro es “casa”, como en el juego: “casa: tenías manos de albañil.” Ese refugio que es el amor proporciona el punto de partida y el apoyo para iniciar la resistencia frente al mundo, lo que da sentido a las revoluciones. Más que una fortaleza aislada frente a la hostilidad de la realidad, el amor es la energía para el compromiso. No se recalcan los problemas que pueden surgir de la convivencia, sino la capacidad que tiene esta para contrarrestar la fealdad del mundo.
            Los poemas se suceden sin títulos agrupados en tres grandes bloques. Si la primera parte del volumen parece dedicada al recuerdo y la reconstrucción de cómo llegaron a conocerse y formar la pareja
            “he visto la hoguera
            en tu campamento
            y trato de evitar
            que mi huracán la apague”
            La segunda parte es la celebración física del amor, mucho más sensual:
            “Me tocas como lee
            un ciego el Quijote

            al final de la lectura
            no sabemos quién es libro
            quién loco, quién lector
            quien la obra maestra
            de quien”
            La tercera y última abarca otros aspectos de la convivencia: “allí aprendemos entre brumas / que dos exiliados hacen país”
            Es clara y explícita la influencia de Sharon Olds, sobre todo en su espíritu combativo. Aparecen entre los versos de vocabulario casi coloquial, pero a la vez muy cuidado, poemas breves en su mayoría, con imágenes muy potentes: “Busqué el fuego en las palabras / pero ardí en tu silencio”. Lo mismo se embarca en metáforas literarias, es decir, utilizando lo literario como metáfora de lo cotidiano (y no al revés, que suele ser más habitual),
            “Tú y yo somos dos poemas
            escritos en diferentes idiomas
            que nuestros cuerpos mudos
            se empeñan en traducir”
combativas,
            “aspirabas a la Revolución
            guillotinaste el tiempo”
comprometidas,
            “pero la cicatriz nos la mostramos
            como el pasaporte en una frontera”
que religiosas, como en el estupendo
             “Te rezo
            no como a un dios
            sino como a la vela
            ...
            te rezo
            como beata que siente
            la llama del deseo      
            arder en sus capillas”
            Poesía alegre y gozosa, en la que el amor no es una dependencia (“Si alguien me preguntara yo diría / que nuestro éxito consiste en dos fracasos”), es júbilo y disfrute. Un libro de energía muy vital sin el engolamiento de la falsa autoayuda que acostumbra a poblar la poesía de amor feliz. Un amor que se paladea en la madurez (Quedarse mirando tu cuerpo / después de hacer el amor: / el deleite es un diamante / sin codicia de avaro), que se recrea en los momentos cotidianos y no en la exigencia de aventura de la juventud e inexperiencia. Un amor sabio:
            “Lo que no nos decimos
            tiene más peso
            que aquello que nos decimos
           
            de los tuyos mis ojos
            aprenden un nuevo idioma
            con un abecedario
            escrito a lápiz sin punta

            lo deletreamos a cada instante
            y en momentos gloriosos enunciamos
            oraciones copulativas

            para que nadie nos lea
            nos ponemos gafas de sol”

domingo, 22 de octubre de 2017

La decepción y el desengaño



Esto de los idiomas tiene mucho de azaroso y de poético. Bucear en las expresiones proporciona las pistas, ovillos de hilo para ir saltando de concepto en concepto como si de la unión de todos pudiéramos sacar algo en claro de la verdadera naturaleza de las cosas. Estos ejercicios mentales, que adquieren categoría en manos de un filósofo, suelen llevarnos a cierta decepción cuando nos percatamos de que esas conexiones son más fonéticas que reales y que, por contra, a la gente le dan igual esas cuestiones.

Precisamente la palabra decepción tiene un falso amigo en el inglés. Aquello que fonéticamente emparentamos significa, realmente, engaño. Lo que no deja de ser interesante lo que de engaño tiene la decepción. Decepción propiamente sería disappointment, que nos suena a haber perdido el punto, fallar en la puntada. Es la decepción un sentimiento que conjuga el choque de bruces con la realidad cuando estábamos ilusionados en algo o en alguien, en un proyecto o en una persona. Muchas veces la culpa es nuestra, porque nos hemos labrado una imagen idealizada, con el filtro belleza, de ese lugar paradisíaco, de ese joven tan apuesto, de ese grupo tan prometedor en sus primeros discos… Nos habíamos engañado a nosotros mismos, nos habíamos querido engañar. Luego llega la triste realidad –la realidad siempre es triste o dura–, las sombras sobre las personas y la lluvia sobre los paraísos, la ramplona cotidianeidad. Un disgusto en el alma que dirigimos al sujeto de nuestra decepción.

Nos empeñamos entonces en probar que realmente ha cambiado en el último momento, que las lealtades que admirábamos eran falsa fachada, que había un insano empeño en mantenernos ilusionados con cantos de sirena. Partidos que sólo buscaban rentabilizar votos, amigos que estaban sólo por el interés, películas comerciales, amores de verano… Todos tenían ánimo dolente, intención de hacer daño. Podemos entonces quitarnos la venda y comprobar que en ese momento de traición se demuestra la máscara que siempre tuvo, que en esa debilidad estaba la falta de amor, que en esas palabras duras no había sino la verdadera realidad, la esencia de alguien malvado que se había creado una pantalla secreta que enviaba una imagen exquisitamente perfecta, pero hueca.

 Tan grande puede llegar a ser que devolvemos el dolor convertido en rencor y cicatrices. La primera víctima siempre es el amor.

Es un juego de autoseducciones y autoengaños del que salimos con la piel muy fina, escarmentados para la próxima relación… O no y nos convencemos de que fue un desliz, que hemos sido nosotros que teníamos el listón demasiado alto, que esas cosas pasan y no hay que darles mayor importancia. Con algo de precaución volvemos a estar ilusionados. Así hay quienes permanecen toda su vida en una montaña rusa de entusiasmos y tragedias, tropezando una y otra vez con las mismas fantasmagorías.

Pocas veces, sin embargo, nos miramos como seres decepcionantes. Y es posible que nos hayamos decepcionado propiamente en múltiples ocasiones. Solemos tender a perdonarnos, a ver como excepciones sin importancia en la imagen idealizada que nos gusta tener en el espejo. Sí, es cierto, nosotros podemos ser la decepción para otras personas. Y no sólo para esos padres que nunca están satisfechos con los logros de sus hijos porque aspiraban a la realización vicaria, a través de sus vástagos. Quizás el ser consciente de que nuestros pequeños gestos o nuestros importantes actos, nuestras erradas decisiones puedan provocar la caída del velo y la desilusión en los demás. Sin condenarnos a los trabajos forzados de estar cumpliendo las expectativas de los demás, seamos conscientes de que si sabemos que hemos tenido razones para ello, que no hemos sido responsables más que en parte de la imagen idealizada que otros quieran ver en nosotros, el mismo proceso puede haber sufrido el otro. El que esté libre de desilusiones que tire la primera piedra.

Necesitamos esas mentiras para vivir, esos placeres del engaño. Por eso nos advertía Mark Twain que a la gente no le disgusta estar engañada, sino saber que estaba engañada. Y por eso la segunda víctima suele ser el mensajero. El real, ese amigo fiel que nos pone sobre la pista, o el metafórico. Somos capaces de enfadarnos con nuestros ojos por descorrer el velo de la duda, maldecimos el momento en el que volvimos temprano a casa o emprendimos el viaje de nuestra vida.

Ficciones para vivir en unas ficciones, creer en la magia y en los Reyes Magos, confiar en el destino que nos tiene preparados un final de cuento, sueños dentro de un sueño… Peligrosas ficciones que entusiasman a bandadas de banderas, paraísos terrenales con derecho de admisión y peaje, burbujas de intimidad rellenas de aire tóxico… Bienvenidos los desengaños de esas ficciones si no nos dejan caer en la depresión en el cinismo. Recibir la fresca brisa de la realidad nos despeja, ayuda a despertar la conciencia y a tomar los caminos sabiendo de sus pedregosas inconveniencias.

El nuestro es un mundo de imágenes, de máscaras, de dobleces, de trampantojos. La duda no nos puede llevar a una habitación sombría, al calor de una pequeña estufa, pensando sobre nosotros mismos y temiendo la tormenta que espera acechante afuera. No podemos cerrar las ventanas, la puerta del patinillo y mirar con suspicacia las manchas de la piedra pensando que son señales de brujería. Debemos dejar entrar el aire frío de la noche, sentir, de vez en cuando, cómo sopla el viento helado sobre las mejillas, incluso como las manos se quedan frías en la nieve. Porque también está el olor a recién llovido, y los gritos pueden ser cantos, y las palabras, bendiciones.

Si sabemos mirar el desengaño como quien quita el polvo de un viejo mapa en el que se confunden las líneas con las motas, sufriremos decepciones como vacunas que nos librarán de males mayores. Si nos complacemos en la maldad de un mundo de apariencias, iremos destilando veneno directamente a nuestras venas y seremos incapaces de ver la bondad del mundo. No sólo será el daño de la herida del mal, sino la condena a no ver los amaneceres tras las tormentas.




Quizás así nos libremos de tener el espíritu revenío. Mientras tanto, voy a mudarme a la Huerta del Desengaño, que, por cierto, está en Sanlúcar de Barrameda.