domingo, 27 de abril de 2014

El poder de la calle



Las personas que vivimos en pueblos y ciudades utilizamos la calle para muchas cosas. Es cierto que no les prestamos mucha atención y creemos que son sólo los lugares donde viven otras personas y se encuentran los establecimientos que buscamos. Las calles son todo eso que nos impide llegar a donde queremos y a la vez nos encauzan en pos de nuestro destino. Hay calles bonitas, calles a las que tenemos asociados ciertos recuerdos y vivencias, y calles por las que pasamos sin prestarles atención. Sólo cuando han derribado un edificio y aparece el solar es cuando caemos en la cuenta, ¿qué había ahí? Mirar fotografías antiguas es un auténtico desafío a nuestro cerebro. El encuadre de la foto oculta tantos referentes que a menudo somos incapaces de reconocer un portal por el que pasamos todos los días de nuestra niñez.
Las celosías de los balcones permiten mirar la calle sin ser vistos, las terrazas de los bares y cafeterías sirven para que te vean disfrutar de un combinado o de un té con leche. En la calle jugamos de niños y paseamos de mayores. En la adolescencia aprendemos que una calle es un lugar donde ver a otros y donde te ven. Como los antiguos, pasear tras de alguien te puede unir de manera especial, estás “saliendo con” alguien. Las calles también te permiten escapar de otro alguien. Tenemos ropa “de salir”. Cuando vamos de marcha, “salimos”. Más aún si utilizamos la calle para beber y conversar. Es el botellón.
La calle es el sitio para pasear, conversar, ligar, pelearse las bandas callejeras. Es el sitio donde se celebran las festividades del pueblo. La primavera se viste de estreno y se viste de nazareno. Esta feliz coincidencia nos hacía caer en la cuenta de que el domingo de Ramos, quien no estrena no tiene manos y quien estrena se condena. Parece muy evidente que la celebración religiosa se ha superpuesto a la celebración pagana y popular. Sin embargo esto es un viaje mucho más complejo.
A menudo se quejan en la capital de la cantidad enorme de manifestaciones que cortan el tráfico del centro. Durante la semana santa es lo que ha pasado en la mayoría de los pueblos, al menos en el mío, que se está convirtiendo en la localidad con mayor número de procesiones en el año. Parece un símbolo del poder de la Iglesia. Y nadie se queja. Ni de la cera que hace chirriar las ruedas de los coches, ni la falta de aparcamiento, ni que te rodeen y no puedas atravesar una calle.
Es la tradición, dicen, aunque el paso lleve sólo dos años en la calle. Y es la tradición porque el pueblo lo ha querido así. Por mucho que el poder intente imponer un sentimiento –religioso, patriótico, cultural o lo que sea-, es el pueblo soberano, individuo a individuo, quien santifica las fiestas arreglándose, vistiéndose de estreno. Y está claro que la gente apoya las procesiones. Con fervor, con religiosidad, con la angustia de que se te salte una, o no alcances a verla en la Cuesta del Barrio.
No me gusta la Semana Santa. Y creo que a los cristianos tampoco debería gustarles. Es idolatría, confundiendo, como decía Machado, a ese Jesús del madero con el que anduvo en la mar. Y a la jerarquía eclesiástica también puede resultarle incómoda. Las procesiones las organizan las Cofradías, que a menudo pugnan con los obispos por cuestiones más o menos capitales.
Y la semana que viene llegará el primero de mayo y con fecha tan señalada también llegarán las manifestaciones de trabajadores. La pregunta que se me viene a la cabeza es, ¿por qué tiene tanto éxito una procesión y tan poco una manifestación? En principio ninguna de ellas parece conseguir ningún objetivo a corto plazo. Los penitentes rezan por una promesa, los líderes sindicales también las hacen. Sin embargo las manifestaciones no tienen el enganche popular que sí poseen las imágenes sagradas.
Escucho por mi pueblo que las manifestaciones son sectarias refiriéndose a las banderas que ondean –de ciertas centrales sindicales o republicanas-. Y poca gente se ha parado a pensar que un hombre torturado con todo lujo de detalles de su pasión puede intimidar, salvo que caigamos en la cuenta que los penitentes pueden recordar a los miembros del Ku Kux Klan. La religión parece ganar a la política y a las reivindicaciones.
En realidad creo que habría que afinar un poco más. Si contáramos los con la misma vara que a los manifestantes, además de surrealistas luchas de cifras (el Nazareno ha tenido dos mil hermanos según la Cofradía y novecientos cincuenta según la policía…), podríamos llevarnos la sorpresa de que no hay tanta diferencia. Los manifestantes van todos juntos, llevando pancartas y los penitentes van separaditos, bien organizados. Tiene más glamur un estandarte SPQR que una cartulina pidiendo menos recortes. Pero el número puede ser muy parecido. La diferencia es que las manifestaciones no tienen público y raramente la policía antidisturbios golpea a los procesionantes (en todo caso se lo hacen ellos mismos como los picaos de San Vicente de la Sonsierra).
Debemos, pues, distinguir entre participantes (penitentes) y espectadores (público). En la Semana Santa, o en los Carnavales, los participantes van ataviados de manera especial, podríamos decir disfrazados. Quizás por eso les es más fácil ser protagonistas. En una manifestación se va a cara descubierta (porque será ilegal ir embozado o con máscaras) y quizás haya un poco de pudor, mientras que siendo el público que mira una cabalgata, una procesión o una manifestación no haya que pasar vergüenza.
Sin embargo, hasta que no comprendamos qué hace que la gente salga a la calle con las procesiones –y no es sólo por tradición, ni por religión solo, ni por obligación- con ese fervor, difícilmente entenderemos al ser humano. La segunda manifestación en número de personas de Sevilla fue cuando béticos y sevillistas protestaban de que sus equipos bajaran a segunda división. No podemos decir que son estúpidas supersticiones. No lo son. Pueden gustar o no, pero ahí están.
Las mareas blanca y verde, las santificaciones en Roma, los carnavales, el desfile del Orgullo Gay son formas de estar juntos, de reconocer-nos. ¿Por qué salimos? Porque toca y porque nos lo pasamos bien juntos. Aunque los pies nos duelan, aunque no nos comprendan, aunque no sirva para nada más que para hacerlos, aunque nos cueste dinero. Deberíamos aprender de cómo se organizan, de cómo convocan, de cómo se movilizan. Y preguntarnos por qué el próximo primero de mayo, quince mil personas se desplazarán a Alcalá de los Gazules para ver a Kiko Argüello mientras que otras diez mil se manifestarán en Cádiz.
El pueblo habla en la calle, abre su corazón a una imagen, a un escudo, a unas siglas. La calle es también el foro, el ágora, donde se hacen visibles los problemas y las soluciones. En la calle nos conocemos y nos reconocemos. Arde la calle.

domingo, 20 de abril de 2014

El sistema no funciona



En una de esas imágenes que circulan por las redes sociales han montado una fotografía de Karl Marx diciendo, “¿Crisis, qué crisis? Se llama CA-PI-TA-LIS-MO”. En el fondo tiene razón, este sistema no funciona. No funciona. Nos venden que la ley de la oferta y la demanda es la mejor manera de redistribuir bienes y servicios y que los precios se consiguen equilibrar de una manera casi mágica en su punto óptimo. Nos dicen que cualquier intervención –del Estado, de los sindicatos- desvía de su recto camino el funcionamiento económico.
No me estoy refiriendo a las desvergonzadas teorías que hablan de que los ricos deben hacerse más ricos para que el dinero, como si fuera agua, se derrame hacia abajo a los menos desvaforecidos. Tampoco me refiero a esos “sinvergüenzas” de medio pelo que se enriquecen obscenamente como el que retrata Scorsese en El lobo de Wall Street. No quiero tampoco ser el apocalíptico marxista tipo abuelo Cebolleta. Más que una reflexión teórica completa, de análisis pormenorizado de las tendencias económicas, sociales y políticas, quiero hacer patente algo que debería ser muy evidente, pero no lo es.
El capitalismo como sistema no funciona, empobrece a las personas socialmente más vulnerables y en general envilece moralmente. Voy a poner sólo dos ejemplos que me vienen a la mente con asiduidad: la industria farmacéutica y el sector eléctrico español. En teoría las necesidades humanas son cubiertas por la actividad económica. Esta actividad se pone en marcha cuando cualquiera olfatea la posibilidad de ganar dinero satisfaciéndolas. Su motivación, nos repiten, no es ser filántropos, sino ser ricos. Son, somos egoístas inteligentes. Si alguien necesita pan, vendemos pan; si alguien quiere tabaco, vendemos tabaco; si alguien necesita asesoramiento, vendemos asesoramiento. En realidad parece que da igual si somos los que montamos la empresa o somos los trabajadores, nos necesitamos mutuamente, los del lado de la demanda (compradores, usuarios, pacientes) y los de la oferta (empresarios, patronos, obreros, trabajadores todos). Si esto fuera realmente así no veríamos muchísimas necesidades vitales sin cubrir.
La industria farmacéutica dedica una cantidad ingente de investigación y financiación a nuevos medicamentos anti-edad, anti-obesidad, anti-colesterol y deja sin investigar cosas mucho más urgentes. Alguno podría pensar que hablo de las enfermedades raras, que afectan a muy pocas personas y que en términos globales no tienen una incidencia grave –en términos globales, porque en términos personales, hablamos de vida o muerte-. Pero no hablo sólo de esas enfermedades, hablo de una vacuna contra la malaria, que mata todos los años a veinte millones de niños. ¿Por qué no se investiga? Porque no es rentable, siempre saldrá mucho más negocio de vender adelgazantes al primer mundo que vacuna contra la malaria a unos países que a duras penas podrían pagarlos.
Los tratamientos retrovirales para el sida son también prueba de que el sistema no funciona. El medicamento está disponible, su fabricación no es excesivamente cara, pero el sistema de patentes impide que pueda llegar a miles de africanos. No tienen dinero para comprar, aunque sí que lo tienen para pagar armas en conflictos armados creados artificialmente.
De acuerdo, la industria farmacéutica no es una ONG, busca sus beneficios para conseguir financiación de sus inversores. Y entonces yo me pregunto si esto debería ser así. Si no deberíamos arrebatar de las garras de estos imperios este negocio.
El tamiflu fue el medicamento que nos iba a librar de la epidemia de la gripe A. Curiosamente uno de los mayores accionistas era Donald Rumsfeld, exsecretario de Estado de los Estados Unidos. Los países compraron millones de dosis e incluso hubo críticas porque no se había adquirido suficiente para toda la población. Ahora ese medicamento se está caducando en los almacenes. Se demuestra, se debería demostrar que la industria –farmacéutica en este caso- influye poderosamente en los gobiernos, no sólo por la actividad de los lobbies de presión, también por conveniencia personal directa.
De esa conveniencia también sabemos en España cuando hablamos de las eléctricas. Aznar, González y muchos otros exministros y cargos públicos han entrado en los consejos de administración de las distintas compañías. Y como estamos comprobando, la reforma, las reformas del sistema energético no hacen sino enriquecerlas más y más.
Teóricamente el precio de un producto depende de su demanda, es decir, cuanta más gente quiera ese producto más subirá el precio. Sin embargo, con la crisis el gasto de energía ha ido bajando a niveles de casi una década mientras que el precio de la energía va subiendo y subiendo. Para colmo, la última va a subir el tramo de potencia para que paguemos más aunque consumamos menos ¿Cómo es esto posible?
De nuevo en la teoría, la mejor manera de acercar a productores y consumidores es una subasta. Y así efectivamente se compra la energía en España, con subastas. Sin embargo, la mecánica es tan compleja, que difícilmente nos podremos hacer una idea de cómo funciona. En conclusión sólo sacamos que la electricidad aumenta en cada ocasión. La de principios de años fue escandalosa. Tan escandalosa que el gobierno ha tenido que maquillarla.
No es cuestión de analizar la factura energética, ni los mecanismos que han conseguido que tengamos que pagar la deuda, ni los castigos a las renovables, lo que pongo en cuestión es la falsedad de un sistema económico que iba a redistribuir a través del mecanismo del mercado. Un mercado que se basa en el precio. En el mercado eléctrico nunca sabremos cuánto vale crear la energía, a cuánto sale el kilovatio/hora. Esa no es la cuestión, como no lo era con el medicamento, la cuestión es cómo se consigue vender.
Estos son sólo dos ejemplos, cualquier sitio donde miremos encontraremos esta manera de funcionar. Los medicamentos, la energía, la leche, las armas, los ordenadores, la sanidad… todo el sistema consiste en gastar y gastar cuanto sea posible, recibiendo lo menos posible a cambio. La excusa es la libertad de comercio, de contratación y producción, vendiéndonos que es la mejor manera y cualquier manipulación que intentemos realizar sólo empeoraría la situación. Asociaciones de consumidores, regulación estatal, sindicatos, opinión pública sólo entorpecen el glorioso funcionamiento del mercado.
El precio no tiene nada que ver con la fabricación del producto sino con cuánto estamos dispuestos a pagar, o mejor, a cuánto nos pueden obligar a comprar. Este es un sistema mafioso que obliga a comprar, que crea las necesidades, que crea los cauces, que crea los mecanismos, violentos si es necesario, para no perder nunca.

sábado, 12 de abril de 2014

La enseñanza de la República.

Con motivo del aniversario de la proclamación de la II República he estado haciendo unas reflexiones sobre una especie de canon que se está estableciendo acerca de cómo hay que enseñar este periodo de la historia. Sin embargo, antes de empezar habría que hacer un planteamiento de base, para evitar discusiones estériles y debates manipulados ya desde su planteamiento. El sistema republicano de gobierno simplemente cuestiona cómo debe hacerse la designación del jefe de Estado. A diferencia de los sistemas monárquicos, la república se toma en serio la igualdad de todos ante la ley y no considera que un supuesto linaje de sangre pueda otorgar a una persona unas características especiales particularmente adecuadas para ostentar la representación de un Estado. Si somos capaces de elegir quién va a hacer las leyes en nuestro lugar, también lo somos para designar a quién represente al Estado. La continuidad de la patria, el símbolo excelso de la nación no tiene por qué encarnarse mágicamente en un líder carismático que durante toda su vida, antes incluso de llegar a jurar el cargo, lleve en sus genes las dotes de carisma, tradición y efectividad que se le presuponen a un rey. A Francia, Estados Unidos o Alemania les va bastante bien.
Por otra parte hay que considerar que la república es también un modo de pensar políticamente. Una manera de enfrentar los problemas públicos en la que todo es discutible y discutido, en la que todas las decisiones se toman por el pueblo y para el pueblo. Quizás no acabe con todos los problemas, pero está claro que sin república quedará algún problema por resolver, cómo el jefe de estado se perpetúa, sin que la ciudadanía pueda decidir al respecto.
Sin embargo, existe tendencia a identificar “república” con II República Española, asumiendo además, que todo régimen republicano terminaría con una guerra civil. Guerra Civil, por supuesto, que no comenzaron los republicanos, aunque terminaran acusados de rebelión militar. De esta forma se deja caer la idea subliminal que el “carácter” español es incompatible con un régimen republicano. Estamos hechos de fábrica para la monarquía.
Algunos de los tópicos que se han instaurado sobre el régimen del 31 tienen que ver con su legitimidad. Si bien la proclamación de la República fue espontánea tras unas elecciones municipales, la elección a Cortes Constituyentes respalda definitivamente, no sólo su legalidad, sino su legitimidad. Si no aceptáramos esta fuente de legitimidad, prácticamente ningún gobierno sería legítimo. También es un lugar común criticar la ley electoral porque permitía la creación de mayorías artificiales. Nuestro régimen actual electoral no es, desde luego un modelo de representatividad proporcional. 
Se ha dicho que esta fue una república de profesores y maestros, un régimen de intelectuales. Y es cierto. La inmensa mayoría de los catedráticos, científicos y hombres de letras del país saludó al nuevo régimen y muchos se incorporaron a la política activa. En las Cortes Constituyentes salieron elegidos Ortega, Marañón, Sánchez Albornoz, Azaña, Madariaga, Fernando de los Ríos, Unamuno. No todos estuvieron de acuerdo con las medidas del gobierno (Ortega, Unamuno) pero otros las apoyaron (Valle-Inclán o Machado). ¿Cómo hay que interpretar esto? Muchos son los autores que utilizan esta característica como descalificación. Como si los intelectuales fueran siempre ratones de biblioteca sin relación ninguna con los problemas concretos de las personas comunes. ¿Qué podríamos decir de un sistema de partidos de masas como el actual? La República, en cambio, se entendió como una modernización y equiparación de España con el resto de Europa.
Uno de los tópicos más destructivos para la república fue la confusión entre su laicismo y el anticlericalismo. La identificación de los sucesos anticlericales como la quema de conventos durante la República con el laicismo del gobierno de la República fue un arma muy efectiva. El gobierno trató de evitar y castigar la quema de conventos, sin embargo, su fuerte determinación de separación efectiva de Iglesia y Estado, y sus medidas contra los privilegios seculares de la Iglesia les hizo, y todavía hace aparecer, como cómplices de esos desmanes.
A la II República se la califica a menudo como un régimen convulso, como si el malestar de las clases más desfavorecidas fuera causado por el cambio de gobierno, no por las desigualdades económicas brutales que se mantenían desde mucho tiempo atrás. Ante la implantación de la República, los grandes poderes económicos (terratenientes, industriales, financieros), siempre tan defensores de España, retiraron sus fondos de la Bolsa, redujeron los préstamos y créditos, hundiendo el sistema financiero. En casi ningún libro de texto se habla de las presiones y violencias por parte de patronos, terratenientes, las clases dirigentes y la iglesia.
También a menudo se habla de que las reformas desilusionaron a amplios sectores populares mientras que provocaban a las derechas. Falta de habilidad política, demasiado tibios para unos, extremistas para otros. Por lo que observamos, no todo el movimiento obrero rechazó la política del gobierno. No fue, desde luego, un capricho de niños consentidos el que los sindicatos se movilizaran para aligerar las reformas. Hay que tener en cuenta las condiciones terribles en las que se encontraban los jornaleros y los obreros de las distintas industrias. ¿Era el momento de realizarlas teniendo en cuenta la crisis mundial de 1929? En realidad, la pregunta debería ser, ¿cómo se pudo esperar tanto para emprenderlas? Tenemos el testimonio de Buñuel en su documental sobre las Hurdes, tierra sin pan. ¿Cómo esperar? Una lección que sufrimos hoy en día.
Un importante sector de la historiografía, representado por ejemplo por Stanley Payne, consideran que nadie luchó por mantener la república, ni la derecha -lo que es evidente por sus planteamientos y por haber protagonizado un golpe de estado-, ni por las izquierdas -poniendo de ejemplo la Revolución de Octubre-, ni el exterior. Desde posiciones que se autodenominan liberales -léase Libertad Digital y similares-, se acusa a la izquierda de haber acabado con la república en la Revolución de Octubre. Esto supone, en primer lugar, un serio disgusto para los que aclamaban a Franco como cruzado y liberador de España de la república atea, masona y comunista. 
En primer lugar, aunque no fue una república de todos y en prácticamente todo el espectro político encontramos resistencias, hay que tener en cuenta que la República no se hundió por su problemática interna, sino que la echan abajo los militares tras una guerra civil. La II República tuvo sus apoyos en partidos de izquierda y también algunos de derechas. Vivió unos momentos muy duros, con unas desigualdades insoportables para la mayoría de la población y contó con unos gobernantes que asumieron con coraje la tarea de cambiarlos. Durante la II República se cometieron muchos errores. Y de eso precisamente trata el régimen republicano. En la posibilidad de enmendarlos, de corregir y ampliar. Y si un gobernante resulta incapaz de resolver la situación, entonces existen los cauces legales para cambiarlo y así el pueblo puede expresar su voluntad soberana. La dictadura y la monarquía tienen en común precisamente lo contrario, ofrecen un mandatario elegido por dios mismo, encarnación de la patria y del pueblo al que gobierna considerándolo por siempre un menor de edad que no comprende lo que quiere. La descalificación de la República, de cualquier república, pasa por mostrar su fracaso. Y el fracaso de la república de 1931 se debió principalmente a la voluntad de unos que, creyéndose salvadores de la patria, decidieron saltarse la legalidad, dar un golpe de estado y comenzar una larga y sangrienta guerra que acabó con un régimen dictatorial del que nació accidentadamente la monarquía que tenemos. No cualquier república, dice el lema, pero ninguna monarquía.
Para terminar me gustaría recordar cómo acababa un manual para profesores datado en la II República:
“La República representa un régimen político de libertad y de dignidad. En España está aceptado por la inmensa mayoría de los ciudadanos que sabrán enaltecerla con las virtudes y la unión de todos y defenderla con sus votos y, si es preciso, con su sangre.”
Salud y República.

domingo, 6 de abril de 2014

La “cultura del esfuerzo.”


En estos días inciertos se ha renovado el clásico tópico “la juventud está pervertida” por otro nostálgico que nos advierte que se ha perdido la “cultura del esfuerzo”. Se repite tanto que mis sentidos arácnidos se disparan y me pongo inmediatamente a sospechar que hay gato encerrado. Me pasa lo mismo con la diferencia entre igualdad y equidad, pero eso es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.
¿Qué significa una cultura del esfuerzo? Así, a bote pronto, tiene un regusto religioso que no logro identificar bien. Por un lado parece que tiene un aroma afrutado, como de purgatorio, en el que tenemos que pasar por una serie de penalidades para conseguir redimir el pecado original. Un pecado original que en nuestro caso tiene que ver con la vagancia y la comodidad, entendidas como una imperdonable mácula. No es exactamente la pereza –grandioso pecado capital-, pero se le emparenta.
Por otro lado, se aprecia un resabio a roble puritano, a esa manera tan americana de entender la vida como una carrera hacia un triunfo. La búsqueda de la felicidad, suelen decir, pero acaba por consistir en una acumulación incesante de riqueza, influencia y poder. Un reconocimiento en vida, donde todas las mujeres te deseen y todos los hombres te envidien.
“Cultura del esfuerzo” para el trabajo, para los estudios, para mantener la línea, para conservar un matrimonio, para sacar al país de la crisis.
Entonces, ¿a qué viene eso de la “cultura”?, ¿quién la propone? Pues ahora mismo pienso en dos tipos de personas. Los empresarios como aquel que se ha hecho rico gracias a una cadena de supermercados que rima con “prima donna” y los encargados de rehacer las leyes educativas del partido en el gobierno –que esto se parece más a Penélope que a un desarrollo democrático.
Por lo que me toca estoy más sensible a los asesores pedagógicos que siempre me dan miedo. Con la mala conciencia, además, que siempre tiene uno que se dedica al sistema educativo como parte de los Aparatos Ideológicos del Estado. El término “cultura del esfuerzo” –que tomo el esfuerzo de poner siempre entre comillas-, empezó a ponerse de moda para contrarrestar la mala influencia de la LOGSE, que, asústense, permitía a los alumnos pasar de curso con todas las asignaturas suspensas. No voy a entrar aquí a discutir si la educación comprensiva o el constructivismo tienen razón de ser, sólo recordar que Japón tiene también promoción automática en la que todos los alumnos pasan de curso y tienen un sistema educativo más que eficiente, que aunque parezca lógico a los japoneses, es más bien un misterio. La “cultura del esfuerzo” se resumía en poner un límite al número de asignaturas que un alumno podía suspender y pasar de curso, pero entraba en contradicción con el hecho de que sólo se permitía, con la nueva ley, una repetición por curso…
Además, esta nueva mentalidad se supone que premiaba los mejores resultados de los alumnos que “se esfuerzan”: becas, plazas en la universidad, bachillerato de la excelencia… Así se ponía freno a esa mediocridad del sistema educativo que igualaba siempre por abajo. El caso es que los resultados cantan –y cantan un himno religioso-: los mejores resulta que son alumnos de clase social acomodada con alguna excepción, y los centros privados –y también algunos concertados-, los que más eficientemente consiguen ese “esfuerzo” de los alumnos. Y como no quiero dedicar todo a la educación, ¿qué más añadir?
Cuando los empresarios hablan de la cultura del esfuerzo resuenan en nuestro interior los malos tiempos de la posguerra (que no la hemos vivido muchos, pero flotaba en el ambiente de nuestra niñez), de la privación, de la resignación y la conformidad. Ahora son los tiempos del yogur y las natillas en la nevera, de los videojuegos en la consola y los malos resultados en PISA. 
Los empresarios se quejan de poca implicación en la empresa, de poco esmero en el desarrollo de las tareas, de dejadez, de falta de voluntad, de absentismo, de desinterés. ¿Y qué pretenden con las condiciones laborales que imponen? ¿Pretenden identificación con una empresa siendo fijos discontinuos? Eso no lo consiguen los equipos de fútbol ni con primas millonarias. ¿Quieren esmero en un puesto de trabajo en el que apenas se lleva uno un mes o dos? Un artesano de los antiguos necesitaba toda una vida para dominar una tarea. ¿Aspiran a la total entrega a base de bajar sueldos y exigir horas extras? Sigamos su ejemplo cuando venden una empresa si los beneficios no cumplen sus altísimas expectativas.
Que los empresarios se llevan las veinticuatro horas del día y los siete días a la semana pensando en la empresa es lógico, es suya. Y no olvidemos que pueden disfrutar de unas merecidísimas vacaciones con todo el lujo del mundo en cualquier parte del mundo. ¡Como todo el mundo! Pues resulta que no.
Muchos estamos orgullosos de haber conseguido lo que tenemos por nuestro esfuerzo, pero no olvidemos agradecer siempre la escurridiza mano de la suerte, de las circunstancias, de la ocasión. No hagamos pedagogía de ello. Ojo, no estoy diciendo que no haya que esforzarse en la vida, ni que las cosas valiosas no se alcancen sin un esfuerzo. Lo que me escama es hacer de ese peaje una cultura. Como ya he reflejado alguna vez no creo en el espíritu olímpico del  "más rápido, más alto, más fuerte". Creo que debemos entrenarnos muchas veces porque en ocasiones la vida es tan puñetera que no alcanzamos lo que queremos en el instante que lo queremos. Aprendemos a ser pacientes, a invertir tiempo, trabajo, inteligencia para lograr objetivos a largo plazo. Pero creo que de eso no hay que hacer un estilo de vida deseable. Es como si para evitar la salmonelosis nos acostumbráramos a comer productos en mal estado cada día en cada plato.
Tristemente, la mejor forma de lograr los frutos del esfuerzo es poseerlos de antemano. Parece como si sólo adelgazan los que nacieron delgados, sólo lograran buenas posiciones sociales los que nacieron en buenas familias, sólo puntúan alto en los tests los que no los necesitan para conseguir un buen puesto en un buffet. La única forma de hacerse rico es nacer rico. Así se da la paradoja de que sean éstos los que pidan el esfuerzo de otros. Un esfuerzo que beneficia más a los primeros que a los segundos. No deja de ser curioso que pidan esa “cultura del esfuerzo” aquellos que no han necesitado ninguno.