lunes, 29 de diciembre de 2014

Cumpliendo un año



Parece mentira pero hace un año que comencé este blog. Hacía tiempo que quería empezar uno con estas características. Quizás fue Fernando Broncano y su post semanal quien me dio la idea para el formato definitivo. Robé el título a Andy Warhol. Creo que he acertado, lo mejor del blog.
Durante este año me ha dado tiempo a escribir sobre muchos temas y a repetir mis obsesiones. Más que convencer a nadie me preocupa poner en orden mis pensamientos. Tenía miedo de quedarme sin temas sobre los que hablar, pero llegaba el domingo por la mañana y durante el desayuno –el único tranquilo de la semana-, charlando sobre lo divino y lo humano con Mercedes, siempre terminaba de salir alguna cosa interesante a la que darle vueltas.
No pensé que fuera a tener mucha repercusión, si acaso algunos amigos y algún curioso, pero he llegado a superar las tres mil visitas. Interesantes sí que han sido los comentarios que me habéis hecho, valorando inmerecidamente las entradas. Se ve que conozco a gente muy amable. Gracias. Algunas veces pensaba que iba a gustar más alguna entrada y pasaba desapercibida. Otras veces sucedía lo contrario. En fin, se ve que no tengo criterio.
El motivo principal que me lleva a escribir es la indignación. Adam Smith, en Teoría de los sentimientos morales, un libro menos leído que La riqueza de las naciones, sostenía que la ética se basaba en el sentimiento de simpatía (empatía quizás diríamos ahora) hacia la víctima de una injusticia. A esto le llamo yo indignación, que resulta más contundente. Indignación ante las decisiones políticas y sobre todo ante las coartadas ideológicas que son capaces de hacer que las víctimas compartamos la visión de los verdugos.
Criticar es fácil, y divertido. En estos tiempos inciertos hay sectores, como la iglesia que lo ponen tirado. Sería un no parar. No obstante, tengo por costumbre dudar de lo que nadie duda, y por eso analizo hasta la obsesión algunas expresiones, algunos argumentos, algunos dogmas. No es que llegue a ningún sitio la mayoría de las veces, más bien me convierto en un obsesivo que veo neoconservadores en todos lados.
El lenguaje me tiene subyugado, las vueltas, las etimologías, las metáforas… Quizás sea el nexo de unión entre tantas tonterías que tengo por la cabeza. Cuando escribo sociología, cuando estudio los imaginarios, el secreto, cuando reflexiono sobre política. Pero también es lenguaje cuando escribo reseñas, microrrelatos o poemas. Lenguaje, esa vieja hembra engañadora.
Este año han sucedido algunas cosas muy interesantes para un sociólogo, en especial la irrupción de Podemos. Las reacciones ante esta propuesta han sido un caldo de cultivo especialmente interesante. Que el establishment no tuviera todavía creada una respuesta ha provocado una avalancha de insensateces que ponen de relieve, no lo que se piensa, sino lo que creen que pueden pensar los votantes. No sé qué me da más miedo de lo que dicen los políticos, que lo crean de verdad o que piensen que lo creemos los demás.
Tengo que confesar que nunca he pretendido ser coherente, no echo en falta ningún centro de gravedad permanente como Batiatto. Creo que es bastante sano desdecirse. Como decía Groucho Marx, estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros. No quiero decir que haya que ser un chaquetero y bailarle el agua a nadie para congraciarte y no tener enemigos. Lo que creo es que hay que ser lo suficientemente inteligente para cambiar de ideas cuando descubres otras mejores. Lo hacemos con los coches siempre que tenemos oportunidad, ¿no vamos a hacerlo con las ideas?
Me gusta la ironía, es cierto. Y un poco el sarcasmo, pero prefiero un guiño cómplice, saber que estamos hablando de la misma cosa. No pretendo ser polémico por llevar la contraria y parecer el más ocurrente del patio del colegio. Pero es que defender al empresario emprendedor, al deportista, la cultura del esfuerzo y todas esas cosas comienzan a ser tan lugar común que me asusto un poco y critico.
Sé que algunas veces no dejo clara mi postura, y parece que ataco una cosa que al final parece que defiendo. Quizás sea porque me gusta darle la vuelta a las cosas y ver los matices. También porque me encuentro en una contradicción teórica y existencial. Desde mi posición ideológica el concepto de masa me inquieta, me resulta desagradable. Desconfío de quienes desconfían de la gente. Yo soy muy gente. Y es extraño, porque siempre he sido y me he sentido como un rarito. Por eso es casi un axioma para mí considerar que los comportamientos de las personas normales obedecen a una cierta inteligencia, podríamos decir. Si la gente prefiere asistir de público a procesiones en lugar de manifestarse por sus derechos alguna razón habrá. No podemos recurrir siempre a la alienación, a la falsa conciencia, a considerarlos borregos estúpidos, muchedumbres heterodirigidas. Por eso es tan contradictorio defender la capacidad individual frente a lo establecido por la tradición, desconfiar de lo establecido y a la vez confiar en la capacidad democrática de las personas de evadir al poder macro y micro.
En todo caso, son motivos para reflexión, al menos para mí. Confío poco en los liderazgos, poco en las élites revolucionarias, y nada en las élites que tienen que educar al populacho.
Lo que sí me planteo a menudo es qué necesidad tengo yo de pontificar sobra nada. No soy especialmente habilidoso en lo social, me equivoco demasiadas veces juzgando las cosas, soy un gran desastre gestionando mi propia vida, ¿cómo me atrevo a decir qué tienen o qué no tienen que hacer los demás? Afortunadamente no creo que tenga ninguna capacidad de influir en nadie.
De todas formas, muchas gracias a todos.

martes, 23 de diciembre de 2014

Fragmentos para una teoría política (4). Teoría política de la rotonda.



Es bien sabido y lo habré repetido miles de veces que las metáforas no sólo sirven para embellecer un texto lírico, sirven sobre todo para que nos expliquemos el mundo. Decimos un dolor sordo y no pensamos en deficiencias auditivos, aunque todos entendamos perfectamente a qué nos referimos. Todos tenemos días con el ánimo alto y días de bajón, aunque nadie cambie de medida su espíritu. No hay zapatos de tanto tacón para las alegrías y las tristezas interiores. Lo que ocurre, y esto lo han explicado bien muchos (Emmánuel Lizcano, P. Ricoeur, Lakoff y Johnson, Nietzsche...) y muchísimo mejor antes que yo, es que hay metáforas algunas muy brillantes que nos sorprenden, mientras que otras las tenemos tan asumidas que ya no pensamos que sean metáforas. Conquistar a una dama, tener un secreto que te carcome, incluso tener un punto de vista no es literal. Definía Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo la palabra “literalmente” como: “adv. En sentido figurado”.
Usualmente, pues, distinguimos esas metáforas muertas -o zombies, como diría Lizcano-, de las metáforas vivas, que son las que nos llevan literalmente de un lugar (o campo semántico) a otro, porque metáfora significa precisamente eso. Hoy voy a proponer una metáfora que nos lleve del campo de la circulación vial al de la organización política.
Imaginemos que las calles son metafóricamente las vías que nos llevan a conseguir nuestras aspiraciones, deseos y objetivos en la vida. Unos toman un camino mientras que otros deciden transitar por el opuesto, quizás varios pretendamos llegar al mismo destino utilizando rutas alternativas, y quizás todos estemos empeñados en ocupar un callejón estrecho. El problema de la tránsito puede llegar a ser paralizante, no tanto en las vías de poca anchura -su problema sería de circulación lenta-, sino en las encrucijadas.
Situémonos en un cruce de caminos estándar, de cuatro ramales. En los tiempos en los que las comunidades estaban integradas por pocos individuos, no suponía ningún problema llegar a las intersecciones, probablemente no pasara nadie, o en los escasos momentos donde se coincidiera, un poco de cortesía sería suficiente medida para no interferir en las andanzas de nadie. O dicho de otra forma, en sociedades no masificadas, los conflictos de intereses serían muy bajos y no requerirían de coacción, regulación o violencia ninguna.
A medida que aumentara el tráfico, probablemente, repito, habría que tomar alguna decisión. Por ejemplo, una medida tácita de dejar paso a los que vienen por la derecha (y no voy con segundas), o, si me apuran, colocar señales de STOP o ceda el paso estratégicamente para evitar aglomeraciones.  Aquí podrían comenzar los problemas conceptuales. ¿Cuál sería el criterio para facilitar el tránsito hacia una vía desde otra? ¿El número de transeúntes, la importancia de la calzada, hacemos tabla rasa y ponemos todos iguales? Existiría, por supuesto, el problema añadido de que quizás en diferentes momentos habría diferentes direcciones preferidas y si a las nueve de la mañana, girar a la izquierda provoca un atasco; a las dos de la tarde, el tapón se produce girando hacia la derecha. Tampoco podríamos evitar conductores desaprensivos que no respetaran las minorías que se dirigen a otros ramales. Pasarían muchedumbres en una dirección y los espíritus libres que quisieran tomar una ruta diferente tendrían que esperar paciente o impacientemente al flujo de la circulación. Las señales, además, limitan o prohíben la libre circulación. Esta calle tiene una única dirección y esta tiene prohibido el paso.
A partir de aquí podemos suponer tres soluciones básicas. El guardia urbano, el semáforo y la rotonda. El guardia urbano implicaría un poder absoluto, que desprecie las normas tácitas de circulación, y se dejara llevar por ese instinto peculiar que tienen las personas con autoridad para saber qué hacer en cada momento por encima de las consideraciones y estimaciones que los propios usuarios de la vía pudieran tener. El señor guardia daría paso a los de la izquierda rápidamente por la mañana, los frenaría a mediodía y silbaría con decisión para aligerar a los de la derecha por la tarde. Hay quienes se sienten cómodos con esta opción. A veces hay que imponer la autoridad porque es la mejor forma de desenredar el caos circulatorio. Creo que la metáfora me está saliendo muy obvia. En momentos de extremo desorden, de peligro para la patria, no faltan quienes proponen una mano dura, con guante blanco, subida a un pedestal que, con cara de pocos amigos, oriente a los conductores, que por ellos mismos no saben, no sabemos ni qué queremos ni por dónde conseguirlo.
Mi experiencia con esta solución es interesante, Si bien parece que los guardias protegen a los peatones en los pasos de cebra cercanos a los colegios en hora de dejar a los pequeños y de recogerlos, no falta nunca la impresión de que siempre acaba dejando pasar antes a los que vienen del otro lado. Siempre está la tentación de hacer uso arbitrario de su silbato. Ya me entienden.
Por eso hay quienes defienden la necesidad de la regulación total de la libre circulación por medio de semáforos. Por turnos de (des)igual duración, los conductores podrán alcanzar su destino sin más problema que detenerse un tiempo, subjetivamente siempre excesivo, ante las lucecitas de colores. Por cierto, el color de las lucecitas y los muñequitos merecería también un análisis metafórico, porque, a ver, ¿por qué el rojo significa pararse, el amarillo precaución y el verde, paso libre? En caso de ver sangre roja, mi primer instinto sería salir corriendo, y desde luego, me pararía si me veo amarillo e iría despacio para contemplar los verdes prados. El semáforo implica que hay que esperar para conseguir tus aspiraciones. En otras ocasiones, nos entraría la felicidad difícilmente descriptible de encontrar cinco semáforos abiertos seguidos. ¿Es suerte? No, es el talento que tengo yendo a la velocidad correcta. El semáforo no elimina la necesidad del guardia, porque de alguna forma hay que comprobar que todos los usuarios cumplen la norma y sancionar de manera contundente a quienes se lo salten.
De todas formas, el semáforo tiene también la pega de que es más difícil de rectificar, la maquinaria burocrática encargada de programar los tiempos suele ser bastante ineficiente y entorpece la circulación cuando no da tiempo suficiente a unos que lo necesitan, y deja estancados a otros que están esperando. Hay que coordinar los distintos semáforos para que la circulación sea fluida y sobre todo, es una organización muy rígida que no se adapta a las necesidades puntuales de colapso en momentos concretos. Y es que, además, da muchísimo coraje estar esperando en el semáforo a las tres de la mañana cuando tú sabes perfectamente que nadie va a cruzar.
La metáfora del semáforo conecta con la regulación de la economía, con la estupidez de la burocratización y con las mentalidades cuadriculadas que siguen una norma independientemente de si son necesarias o no. Es evidente que necesita un mantenimiento, un coste que debemos sufragar entre todos por el bien común. Los impuestos.
Por último está la rotonda. En la rotonda tenemos un artilugio muy sencillo que elimina la necesidad de tener un regulador, ya sea humano, ya sea mecánico. No hacen falta semáforos, no son necesarios guardias, todos entramos en la rotonda y podemos simultáneamente, y ese es gran acierto de este invento, alcanzar el desvío que queramos sin entorpecer a los demás. Está claro que deberemos ralentizar nuestra marcha, no podemos encadenar éxitos como con la ristra de semáforos en verde, pero con un poco de educación el flujo de intereses puede ser más armonioso. Es imprescindible, de todas formas, que todos respetemos el funcionamiento de la rotonda. No podemos tomarla como una simple desviación de la línea recta, debemos dejar paso a los de la izquierda -al contrario de lo que hacemos en condiciones normales-, y debemos ocupar nuestro sitio en el carril interior o exterior dependiendo de hacia dónde nos dirijamos, señalar con antelación para dejarle claro al resto de conductores nuestras intenciones, etcétera. No es el libre mercado de la conducción salvaje en el que el todoterreno asusta al utilitario, y tampoco es la regulación por la regulación del semáforo. Admite, además, sistemas mixtos, pero lo grandioso de la rotonda es que permite una sensación de mayor fluidez. No elimina todos los problemas, porque somos muchos en la sociedad y muchos lugares donde ir, pero ninguno de los otros sistemas lo hace. Es cierto que puede taponarse alguna salida si todos quieren salir por la misma, pero ese es el mismo problema para los semáforos, con el agravante de que se te cierra y te quedas estorbando a los conductores que se dirijan a otro sitio. Es relativamente barato, no necesita una supervisión continua, sólo comprobar que la gente no obstaculiza la rotonda aparcando, pero, indudablemente, necesita de un poder superior que la mande construir. Puede ser un ayuntamiento, la comunidad autónoma, el ministerio de fomento, o incluso una junta ciudadana que plantee la necesidad de ese círculo.
La rotonda, además, tiene la indudable ventaja de que puede ser decorada, con árboles, estatuas, monumentos..., incluso conozco casos en los que se ha plantado un huerto urbano. Aunque, paseando por algunos pueblos, como el mío, la estética más que una ventaja, es un punto en contra de las rotondas.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Francisca Moya Pérez: "Las soledades son horas"


Hay que saludar como una buena noticia la publicación de esta que es la segunda novela de Francisca Moya Pérez. Si en la primera, Perdón por el tiempo (Alhulia, 2009) se apuntaba con firmeza una narradora de grandes cualidades poéticas, en esta segunda, Las soledades son horas (united p.c., 2013) se confirma una escritora de una importante fuerza lírica y expresiva.
Francisca Moya Pérez (Linares, Jaén) se licenció en Filología Hispánica por la Universidad de Granada. Después de desempeñar diversos oficios temporales, actualmente trabaja como profesora de secundaria.
La estructura de Las soledades son horas juega precisamente con esos los conceptos de este título de tantas resonancias místicas (San Juan de la Cruz y luego, Juan Ramón). Por un lado, el leitmotiv de la soledad de unos personajes que van deambulando por paisajes humanos y relaciones, crisis y tragedias. Por otro lado, el tiempo como eje vertebrador de la narración. Francisca Moya consigue encajar con maestría la urdimbre entre el tiempo personal, íntimo y el tiempo universal, del calendario y los relojes. El capítulo 15, titulado precisamente “07/07/2007” lo ejemplifica con claridad. Es el treinta cumpleaños de Luis que coincide con una fecha especial para el calendario convencional.
Una de las herramientas con las que se consigue esta doble incardinación es el recurso a la prensa, las “nadacrónicas”. Estos son toques de realidad que anclan la acción en un tiempo concreto, de la actualidad, del mismo modo que la sitúan en un futuro tan real como el de una ciencia ficción clásica.
Los personajes tenían en la primera novela, además de un certero retrato psicológico, una carga simbólica y poética. En esta segunda novela, los protagonistas -femeninos- parecen adquirir definitivamente un carácter de símbolo que se reflejaría en su propio nombre. Peligro, Júbilo, Cádiz… Este es uno de los grandes aciertos de la autora, que juega precisamente con la creación de estas expectativas para presentar, sin embargo, unos personajes femeninos muy perfilados en el aspecto humano y para nada estereotipos simplificados con un concepto.
Los personajes masculinos, atormentados, vapuleados, muestran, en contraste con las mujeres, una falta de decisión. Son arrastrados por las circunstancias, por las pasiones, mientras que son las mujeres, Júbilo o Peligro, Cádiz o Micaela las que actúan con firmeza. Incluso los animales domésticos, perros o inseparables tienen su personalidad y su participación en la acción.
Calificar la escritura de Francisca Moya Pérez de prosa poética nos puede llevar al equívoco. Son pequeñas historias donde lo cotidiano es relatado desde un lenguaje tan lírico que contrasta con la dureza de los padecimientos de los personajes. Es una novela dura, muy dura, ya inmersa en un contexto de crisis, no sólo económica, también emocional, psicológica, total. No habla un Platero pequeño, peludo y suave, sino unos personajes que deambulan en un mundo de desánimo, depresión, de carencias, de desamor y de muerte. Escenarios cotidianos que sirven de telón para una serie de dramas personales. No es la dureza de Jesús Carrasco (Intemperie) o de Rafael Chirbes (En la orilla), más cercana al tremendismo. Aquí el drama y la tragedia no necesitan un paisaje de páramo para hacer sentir su impacto. Temas de fondo, la depresión económica o la violencia machista aparecen mostrados con inteligencia y sensibilidad fuera de los tópicos y panfletos.
De especial brillantez son las interrupciones de la autora en la narración, encajando una cesura más que poética en momentos clave. El capítulo 11, “Conclusiones infantiles” es quizás el mejor ejemplo. Con el mismo aliento poético están los conceptos que Francisca Moya nos regala, las “nadacrónicas”, o la “semipresencia”.
Los paisajes, las casas, los lugares son también herramientas para sintonizar los estados de ánimo de los personajes: el piso de las chicas, la ciudad de Córdoba, la prisión, la casa heredada... Y como también es marca de la casa, una sutil ironía aliña el relato. No se puede evitar la sonrisa pensando la recolocación de los profesores como agentes antidisturbios.
Nos hemos encontrado con una novela de madurez de una autora de la que estamos impacientes por recibir nuevas entregas. “Amores fingidos son veneno” concluimos con la novela. Amores fingidos, decepción, soledad, muerte, pérdida... para unos personajes para los que difícilmente encontraremos una cura a pesar de la esperanza. ¿Quién no pediría en el herbolario una dosis de lágrimas para cuando somos incapaces de llorar? Las soledades son horas, no sólo un espacio sin nadie más, son un tiempo que atravesamos todos. Las soledades son horas, y son unos personajes y una voz que difícilmente olvidaremos.