domingo, 27 de noviembre de 2016

Los caminos del deseo



Los caminos del deseo son inescrutables. Y las valoraciones al respecto, también: desde el nirvana que aspira a la negación total del deseo hasta el capitalismo furibundo del Black Friday que promete el nirvana a mitad de precio. Como diría Deleuze, no importa qué deseas, lo importante es desear.
                Me inquieta la cuestión del deseo por cuanto presenta una docilidad escurridiza. En español decimos que te entran las ganas, como si éstas estuvieran flotando en el espacio y te poseyeran. En cierta forma no le falta razón a la expresión lingüística, nos contagiamos de los demás, respiramos su deseo. El deseo, decía Lacan, es el deseo del Otro. Nunca comprendí si se refería a que deseamos al Otro o si deseamos lo mismo que el Otro desea. De todas formas parece como si conectáramos con una corriente que nos dirige hacia una diana concreta. Una diana que quizás no nos hubiéramos percatado que existiera.
                Pero, por otro lado, nada más íntimo que nuestro deseo. Aquel que nos motiva cada mañana, aquel que utilizamos como bandera o aquel que guardamos en nuestro interior y nadie conoce. Incluso el deseo que ni nosotros mismos conocemos guía nuestros pasos. Puede que, como sospechaba Freud, todos los seres humanos compartamos los mismos deseos, que, de una manera o de la contraria, seamos esclavos de esos impulsos hacia la creación o la destrucción.
El deseo es la base de nuestra libertad. Al final, podemos buscar definiciones muy altisonantes, podemos sospechar, como hizo Skinner, que no existía, podemos perdernos en mares de citas, pero nos basta saber que libertad es hacer lo que uno quiere. Y ahí tenemos el deseo.
Comprendemos con facilidad la obligación de hacer lo que uno no quiere. Más aún cuando nos obligan hacia algo que queremos no hacer. Ese mandato imperativo, explícito, brutalmente sincero puede tener la sanción de todo un ejército. Puede estar investido con la sacralidad, puede imponerse con la ley. Violencia expeditiva propia del Antiguo Régimen, cuando el rey absoluto te obligaba bajo pena de muerte a someterte a su regia voluntad. Contra ese imperativo es relativamente fácil oponer la negativa, al menos en el plano de la voluntad, quizás no lo sea tanto en la práctica, pero somos capaces de tener conciencia de que somos obligados y que ése, concretamente ése, no es nuestro deseo. El imperativo categórico kantiano nos ofreció la autonomía para oponernos basándonos en nuestra propia Razón. Los teóricos de la desobediencia civil nos explicaron cómo llevarlo a la práctica porque la ley, por muy justificada que pudiera estar, nunca puede estar por encima de nuestra conciencia individual.
Las dictaduras están acostumbradas a mandar y nos acostumbran a estar acostumbrados. Van un paso más allá que en el Antiguo Régimen, no sólo nos obligan a hacer o no hacer, también nos obligan a pensar de una determinada manera. La violencia es un recurso que siempre está presente, intimidando, pero que no puede ser el único para doblegar a una población entera. Se necesita un cambio en las mentalidades, una aceptación de esa dictadura. Normalmente se apoyan en cierta funcionalidad, en que han sido efectivas para un objetivo concreto: parar las hordas comunistas, salvar al pueblo del imperialismo, controlar la indisciplina social y la pérdida de valores… En un manual de 1931 para el profesorado de historia se justificaba la dictadura de Primo de Rivera como recurso momentáneo en circunstancias muy complicadas. Ese era también el caso de la magistratura romana denominada, precisamente, dictador.
Cuando son efectivas las dictaduras, sus propagandas y sus cambios ideológicos acaban por calar entre las personas que ven como normal la realidad tal como es descrita por la oficialidad. Viajar, leer, ver películas, estudiar historia… se convierten en actividades subversivas porque dan una alternativa, una utopía realizable a la que los regímenes dictatoriales temen. Sus pies pueden ser de barro, pero gracias a años de control ideológico, se acaban endureciendo y perviviendo años más tarde de la desaparición física del caudillo.
En el mundo que nos ha tocado vivir la situación de resistencia es mucho más difícil. Por un lado porque el control del pensamiento se hace mucho más refinado. Decía Baudelaire que el mayor acierto del demonio es convencernos de que no existe. Y parece que en las democracias occidentales no hay ningún tipo de censura y que cada uno puede pensar lo que quiera. Los sociólogos comprobamos que no es así, que curiosamente se imponen modos de aceptar la realidad muy convenientes a los sistemas políticos y económicos, que santifican unas estructuras sociales que son contrarias a los intereses de gran parte de los individuos que, aun así, son capaces de defenderlos con su vida. La conciencia individual que Kant había situado como juez supremo está comprada, al menos hasta cierto punto.
El cuerpo, de todas formas, es capaz de sentir que algo no funciona: el estrés, las migrañas, el sentimiento de tristeza son formas de resistencia contra ese férreo imperativo. El deseo que se revuelve en nuestro interior nos avisa de que somos partes de un mecanismo. Y nos negamos. El problema es que ahora también nos obligan a sentir. Hay sentimientos que debemos tener, otros que debemos reprimir. Todos con una actitud positiva ante la vida, con emprendimiento, con el deseo sexual encaminado en unas direcciones (¡viva el poliamor!) y restringido en otras (la pareja tradicional es una imposición machista), iniciativa empresarial… Este es el pensamiento único que nos intenta programar las células de la piel para que se nos ericen de placer ante el chocolate y se pongan como escarpias frente al terrorismo. Una vez establecido el patrón de sentimiento, basta con nombrar la libertad y se derriten los corazones; basta nombrar el terrorismo para que estemos todos en contra; basta apelar a la dignidad de la muerte para que todos debamos sentirla…
No nos paramos a pensar si los discursos son coherentes, si no nos estarán imponiendo unos estilos afectivos, una manera de manejar los sentimientos como quien dirige una empresa, gestionando eficientemente nuestros placeres y desengaños. No podemos negarnos porque no nos obligan a hacer. No les hace falta, ya nos han convencido en el pensamiento y han doblegado a sentir la repulsa y la atracción…
Un asco.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Ciento volando



Un conocidísimo experimento psicológico consiste en mostrar a niños una nube de algodón y prometerles que si aguantan sin comerla el tiempo en el que los experimentadores salen de la habitación, podrán tener más chucherías. Les dicen que pueden comerla si quieren, pero si son capaces de esperar tendrán una recompensa mucho mayor. Es una medida bastante evidente de la capacidad que tienen unos de demorar la gratificación frente a los impacientes que no pueden reprimirse. La verdad es que inspiran ternura los intentos que hacen algunos niños para aguantar sus instintos. Tararean, tocan la nube, la huelen… Muchos no tienen remedio y se la zampan al poco tiempo.
                Por lo visto han comprobado en estudios a largo plazo que aquellos que supieron aguantar han conseguido mayor éxito en la vida. No me he detenido a comprobar cómo han medido el éxito ni en qué consiste. Me intriga cómo han conseguido aislar otras variables como el grupo social de procedencia, o cualidades que pueden ir parejas a la capacidad de demora de gratificación, como la inteligencia, la impulsividad o el hambre.
                Lo que parece muy claro es que el ascetismo mundano hace triunfar en el mundo actual. No tener espíritu de sacrificio te condena en vida a llevar una existencia pobre y sin esperanza de prosperidad, ni en los negocios ni en la vida emocional. Es lo que sería el ethos del protestantismo que corre parejo al capitalismo.
                Sin embargo, esta manera de concebir la actitud correcta ante la vida es contradictoria con el viejo refrán castellano del más vale pájaro en mano que ciento volando. Es verdad que hay refranes para casi todo y su contrario, pero quizás sea que las exigencias de la vida hace unos siglos eran muy volátiles para arriesgarse a una recompensa posible pero no segura. En el caso del experimento parece que los niños sí que estaban persuadidos de que los científicos iban a cumplir su parte del trato. Pero, ¿y si no todos estuvieron seguros? ¿Fue una cuestión pragmática la del toma el dinero y corre o fue inconsciencia? Esta época tampoco da para mucha más confianza. La volatilidad del mercado es seña de identidad de estos tiempos líquidos donde todo lo sólido se desvanece. Quizás haya que repensar el experimento en este capitalismo tardío.
                También contradice el experimento la máxima del carpe diem, aprovechar el momento, vivir sin pensar en el mañana. Lo curioso es que ambos mandatos coexisten en el mundo actual. Por un lado prácticamente te exigen el ahorro, la hipoteca, la previsión en un plan de pensiones, y por otro te arrastran al consumo y a vivir el día a día, sin esperar al mañana. Amazon Premium, comida instantánea, lo quiero aquí y ahora…
                Realmente no sé cómo vamos a lidiar con dos exigencias tan contradictorias y con tanto poder en el imaginario. El ser humano tiene una realidad bastante compleja, ignoramos cuál es su esencia y siquiera si tiene una. Decidir sobre la existencia de una naturaleza humana es un debate que suele acabar demostrando, como casi todos los debates, cuál es la ideología política de los contendientes antes que sacar en claro algún aspecto de ella. Tendemos a pensar, sobre todo en una gran tradición en sociología, que el ser humano es polivalente, que su mente es tan plástica que cualquier bebé se adaptaría a las normas sociales del grupo humano donde naciera. Este es un gran a priori muy complicado de demostrar. Pero lo cierto es que tenemos una variabilidad cultural, dentro de una misma sociedad, y sobre todo, si comparamos unas con otras. Parece ser que ni los sentimientos más básicos son compartidos por todos los seres humanos. Pico della Mirandola, en quizás uno de los textos más hermosos e inspiradores, defendía que la naturaleza humana no estaba decidida de antemano y que podíamos aspirar a ser como ángeles o reducirnos a vivir como las bestias. ¿Hasta qué punto podemos decidir sobre nuestro destino? ¿No estamos condicionados en un extremo por los genes y en el otro por el ambiente en el que nos criamos? Como sociólogo y como historiador me gusta pensar que los ambientes determinan de una manera muy clara muchos de los comportamientos y las imaginaciones –lo que los historiadores llamaban no hace mucho, las mentalidades– de los hombres. Digamos que mi aportación es clarificar en qué medida lo hacen.
                Por otro lado es más que evidente que no podríamos hacer cosas que los genes no nos permitieran. Los genes determinan si somos gusanos o humanos, el horizonte de posibilidad nos lo marcan los cromosomas, pero un filtro nuevo, la sociedad en la que nacemos, marca la dirección del cambio. Refuerza o reprime. Genéticamente estamos programados para aceptar esa influencia –si no lo estuviéramos, nunca podría ser efectiva–. Hay, desde luego elementos que permanecen estables a lo largo de la historia de la humanidad. Lo que nos hacen entender las tragedias de Shakespeare, y otros que hacen incomprensibles la preocupación por la honra del Barroco. Por eso unos vemos que el mundo siempre ha sido mundo y otros vemos qué modernos eran los antiguos.
                Sin embargo creo que se comprueba que hay tendencias distintas en momentos diferentes de la historia de la humanidad. Sociedades que premian la rapacidad y otras que conviven con la pereza. No puede ser que todo un país esté íntimamente ligado genéticamente unos con otros. Deben existir unos condicionantes que inclinen, aunque no arrastren hacia la previsión o hacia el goce inmediato.
                Lo que no creo es que se haya dado en muchas ocasiones una contradicción tan evidente, no entre unos sujetos y otros, sino entre las propias exigencias del sistema social y económico, que necesita a la vez, el ahorro de las familias y el gasto, que proclama la recompensa inmediata y que entrena para su demora. Que te alienta a hipotecarte y te culpa de la crisis, que te muestra los triunfadores y sus lujos y que te recrimina que intentes vivir por encima de tus posibilidades, que tengas iniciativa –empresarial, por supuesto– y que vivas conforme a lo establecido…
                Quizás debiéramos aprender de los pájaros, que no están en mano, sino volando a cientos.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Cyborgs emocionales



Resulta, en cierta manera, pasmoso la manera en la que nos estamos acostumbrado a manejarnos con los sentimientos a través de las redes sociales. Una tecnología relativamente reciente, y que, además, se va renovando cada poco tiempo. Hablar del messenger es como hablar de encender la cocina con leña. Lo más difícil, a priori, es conjugar nuestro creciente analfabetismo con el uso de tecnologías que utilizan la palabra escrita. Las estadísticas dicen que los españoles leen cada vez menos, la experiencia docente es desoladora en este sentido. Un vocabulario más que reducido, ausencia de signos de puntuación y, lo más preocupando, una comprensión lectora que en la mayoría de los alumnos raya en el surrealismo
            Pero el caso es que nos vamos acostumbrando a mandar mensajes por guasap para dar información y para asuntos con alto contenido afectivo. Se tontea por las redes, se expresa preocupación por la tardanza, se comprueba que el amor sigue existiendo
            Quizás lo más importante es cómo el contacto por el mero contacto se convierte en algo valioso. En la edad media de las tecnologías de la información, la llegada de los móviles y sus desorbitadas tarifas significaba estatus sólo por su mero uso. Eran las conversaciones de nuevo rico que comenzaban, ¿a qué no sabes desde dónde te estoy llamando? El contenido informativo de la llamada era irrelevante, se trataba únicamente de constatar que no se encontraba uno en casa y que tenía la cobertura y la tarifa suficiente como para desperdiciar desde un sitio insólito la factura del teléfono. Esa función testimonial se ha sofisticado algo y la mantienen los selfies con paisaje al fondo, esa subespecie de fotografía turística en la que el estar ahí importa más que el ahí.
            En aquella época pretérita aparecieron las llamadas perdidas, los toques, que era una costumbre, mucho más económica, de hacer notar a tu interlocutor que seguía existiendo la relación. Dejando aparte los rácanos y ciertas compañías de nueve cero algo, que hacían un llama/cuelga para forzar la llamada del receptor y así lograr que fueran ellos los que pagasen, la llamada perdida es un ejemplo muy evidente de esa necesidad de proxemia que Michel Maffesoli –felicidades en su cumpleaños– había advertido en las sociedades neotribales.
            La necesidad de explicitar ese estar juntos la vivimos y la sufrimos en los correos de memes, presentaciones de power points con música chill out y en los grupos de WhatsApp, los chistes y las ocurrencias que abultan nuestro tráfico de datos y saturan la memoria de los móviles. Que no te incluyan en estas cadenas de vínculos virtuales es sinónimo absoluto de que estás fuera del grupo real. Incluso podemos decir que tienen tanta validez, al menos emocionalmente hablando, estar incluidos en las redes virtuales como las reales.
            Hay un fenómeno del que los usuarios de Facebook se quejan a menudo. Es el de ser incluidos en grupos sin pedir permiso. Aterradores grupos donde se reenvían y comparten multitud de fotografías, datos irrelevantes, convocatorias o noticias sin prácticamente relación ninguna. ¿Qué pretenden esos usuarios adictos a la formación de grupos? Quizás estén intentando engrosar su cuenta de followers, pero también es posible que necesiten el seguimiento como Energía Emocional. El término es del sociólogo Randall Collins y hace referencia a ese subidón que sentimos en muchas ocasiones cuando nos motivan positivamente o nos indignan.
            Las redes están agrupadas por grupos de intereses comunes, y también por grupos de indignaciones comunes. Los famosos trolls o haters, aquellos usuarios que se dedican a crear malestar entre los otros son también, tristemente, un reflejo de este uso emocional de los recursos virtuales. Personas que se toman su tiempo –otros son pagados– para expresar que tal entrevistada es patética, que no pierden ocasión de insultar y ridiculizar a quien se ponga por delante.
            Estas prácticas, no debemos olvidar, son efectivas si nos las creemos. Un poco como los insultos (de nuevo Randall Collins), que sólo nos duelen si nos los tomamos en serio. Aquel que piense que a base de me gusta se cimenta una amistad está un poco desubicado, pero es cierto que una amistad sin me gusta es menos amistad.
            Para mí resulta fascinante la creación de protocolos de buena vecindad, de urbanidad en las redes, las formas de comportamiento aceptables y las no aceptables. La pena es que nos centremos sólo en la capacidad para hacer el mal, el chismorreo malintencionado, el cyberbulling, la suplantación de personalidad y todas esas cosas de las que nos advierte la Unidad de Delitos Informáticos de la Policía Nacional.
            Es curioso que todavía no hayan traspasado al imaginario afectivo estas nuevas formas de relación. Sí que han dado el salto al humor, numerosos monólogos reflexionan sobre la irrupción del WhatsApp en las parejas, ponen en evidencia mediante la carcajada del me-río-porque-es-verdad que nuestros modos de comportamiento y nuestros modos de sentimiento se han visto trastocados por los pequeños inventos que caben en nuestros bolsillos.
            Una palabra amable, un guiño, un ladeo de cabeza al cruzarnos transmiten esa complicidad que nos reconforta por las mañanas, nos da la impresión de que vivimos en un espacio habitable, mientras que un gruñido, un cruzarse de acera, una mala palabra, un gesto hosco nos devuelve a un pequeño infierno helado, inhóspito y sin posibilidad de redención. Lo maravilloso de este principio de milenio es que rápidamente vamos incorporando a nuestra sensibilidad no sólo el calor físico de un abrazo, sino que extendemos nuestra red neuronal a través de la web y sentimos a través de emoticonos, la dulce sensación de tener nuestro lugar en el mundo. Cyborgs emocionales que reciben energía a través de las redes, aunque estemos a cientos de kilómetros, aunque uno te desee felicidades a las tres de la mañana y tú no lo leas hasta las siete de la tarde.
            Pues, por eso mismo, gracias a todos por vuestras felicitaciones virtuales.