miércoles, 30 de junio de 2021

Reseña de Fernanda Mugica: ‘Un billete de mil australes encontrados en un libro de Carl Sagan’. Liliputienses Editorial. 2021

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Fernanda Mugica nació en 1987 en Mar de la Plata. Lleva publicados Alberta (2014), Duraznos (2015) y la primera edición de este libro en 2018. En la actualidad se dedica a la docencia. Esta propuesta parte de una poética de lo cotidiano, casi de lo banal, para rodearse de artefactos pop y de mitología adolescente, tal como entendemos la mitología adolescente de origen anglosajón.  El choque entre la experiencia literaria y las expresiones conscientemente poco líricas es parte del encanto de este poemario de nombre extenso y provocador.

Provocador su primer poema, en el que podemos leer: “ahora soy un zombie / miro las cosas con sensualidad / retrospectiva no descarto volver a la vida / porque de la vida no me fui / por motivos banales” (i). La figura del zombie supone en el cine actual la posiblidad de tener un enemigo con lejanos rostros humanos pero totalmente deshumanizado. Es un contrincante con el que conectamos de manera casi metonímica, pero al que podemos destrozar sin piedad. No es el instinto animal que llevamos dentro, es mucho más. El drive instintivo, el impulso vital va cruzando los versos, “y nos comunicábamos como los animales / domésticos –un ladrido al pasar y volver de inmediato / a nuestra vida armada en otra especie” (ii).

Casi podemos leer una poética en alguno de los poemas, por ejmplo,“la anécdota es inverosímil / transcurre una y otra vez / tiene la consistencia de lo que tiende a / de lo que nunca cae” (iii). Y, a partir de ese argumento inverosímil –y a veces onírico–, “voy a aferrarme a cosas / que ninguna máquina puede / todavía / hacer por mí” (iv). La mirada poética de Fernanda Mugica es la del extraño. Resulta congruente citar al gran astrofísico:

“desde fuera y afuera

como el planeta tierra

en esas fotos domadas desde muy lejos

en el universo

un billete de mil australes encontrados en un libro de Carl Sagan

en realidad ya estamos muertos

pero no parece que brillemos

como esas estrellas que dejaron de existir hace miles de años” (tampoco subestimes la belleza de la coca cola)

Hay que reconocer que el nombre de Sagan forma también parte del universo pop, como la coca cola, o la bella durmiente: “–la bella durmiente del bosque, / santa Isabel de Hungría que hilas para los pobres /…/ ella teje a las apuradas / –no hay ingenio que valga– / faltan 122 días para su muerte” (vi). Aunque no solo de fetiches de la cultura popular se nutren estos poemas. De vez en cuando, domina un tono más lírico (“solo la nostalgia de los demás nos ofende”, vii), o se interna en la confesionalidad del yo (“traje mi cabeza a la playa / en casa no estaba bien /…/ me da pena / sacarla a pasear / con correa / antes salía sola pero / tuvo un accidente”, viii).

Tampoco falta el sentido del humor que ataca a la propia identidad, que se vale de ella para mostrar la desubicación propia de estos tiempos inciertos: “a veces necesito pronunciar mentalmente la palabra concha / no como una interjección o una queja sino como un / sentimiento una serie de vidas en que me siento concha /…/ el lenguaje se abre / una playa con cuerpos desnudos que no se desean” (el núcleo duro).

En el trasfondo están las relaciones humanas, la necesidad de conexión, de tacto, de amor y de sexo, de cuerpo y de respiración: “ya sé que en realidad no quería más / atravesar tu cuerpo / como si fuera mío / despejar un campo de minas / sin detonar ninguna / sacarte / la mierda contra mi voluntad porque no salía sola” (buscaminas). Es en estos momentos cuando advertimos más claramente la hondura del poemario: “fuimos puentes secretos entre un montón de gente, / pasadizos, palabras congeladas / del milenio anterior / yendo a parar al vaciadero” (xiv).

A pesar del uso de la semántica desenfadada, provocadora, extraña a la lírica, rastreamos la verdad de los sentimientos, la verdad del hombre, tomados de uno en uno, como diría J. A. Goytisolo: “algunos hombres rana / se vuelven víctimas del pánico / y permanecen solos / en el fondo / por no verse capaces de volver” (narcosis de los gases inertes). No es ajena la propia reflexión metapoética –e irónica– del lenguaje, como si desplegara un mapa sobre una mesa para estudiar el territorio del Hombre:

“ese es el núcleo duro:

estamos en el centro de la perfección

/…/

La nuestra es una lengua de estados infinitos

/…/

porque el núcleo duro sos vos

el núcleo duro siempre vas a ser vos

 /…/

la nuestra no va a ser

nunca

una lengua

de estados infinitos

porque un día

vamos a caernos en el baño

y no vamos a poder

decir nada más”

miércoles, 23 de junio de 2021

Reseña de Ana Pérez Cañamares: ‘La senda del cimarrón’. Ya lo dijo Casimiro Parker. 2020

LA SENDA DEL CIMARRÓN, nuevo libro de Ana Pérez Cañamares


“Todo lo hacía mío por miedo al hueco”

Esta nueva entrega de Ana Pérez Cañamares se encomienda con dos citas, la de un partisano antifascista y una de Italo Calvino de Las Ciudades Invisibles y comparte imaginario poético con Maribel Andrés Llamero (La lentitud del liberto, MacLein y Parker, 2018). El poemario está dividido en tres partes siguiendo las tres acepciones del diccionario de María Moliner: 1) animal o planta salvaje o animal que ha huido y se ha asalvajado, 2) esclavo que huía y vivía por el campo y 3) holgazán, dentro del argot marinero.

La dicotomía entre lo doméstico y lo salvaje  domina la primera parte. La poeta parte de la contemplación procurando leer en la naturaleza circundante: “Asomada al futuro como a un pozo /…/ todo es otra manera de decirme”. Uno de los primeros seres con los que se topa es precisamente con su perro, “Recuerda, tú, recuerda: un día fuiste ángel. / Ser perro es ser memoria de ese tiempo”. La relación afectiva entre ambos es un ejemplo muy evidente de esta tensión entre lo salvaje y lo domesticado. Otros seres sobre los que sobreviene la reflexión son los pájaros (“Me enjaularon los pájaros y ahora / se me ha llenado el cielo de palabras /…/ Cómo cuida lo humilde en los milagros / que se camuflan de normalidad”; “Un pájaro aparece por una esquina de la nada. / Quizá por eso vuela, porque la conocen. /…/ Lo intuye el poeta cuando rompe el verso: / sin la nada, no hay cielo que cruzar”), animales más salvajes (“Dentro de mí se esconde una osa: / yo soy su cordillera y ella es mi alma /…/ Pero Dios, en el bosque, solo es rumor: / él pertenece a las ruinas estériles / y entre árboles la utilidad es una cuestión de vital elegancia”) o incluso un árbol (“Crecí al querer elevarme / sobre mi propio horizonte. / Pero por qué elegí ser un árbol / caminar con dolor en las raíces / si puede ser agua y su deriva / río que humilde desemboca”).

“Soy la culpable red de lo que hago.

soy la presa inocente de mis presas.

Soy la luz, el veneno y el temblor”

En un poema aspira a “Lo que sea que me saque de mi monoteísmo”. Y es cierto, advertimos un panteísmo que se encarna en los elementos naturales –incluso objetos–: “Y ahora soy como el perro hecho de trapos / que no distingue sopor de placer / que come de la mano equivocada / y ladra a todo aquel que no comprende”; “cuando dejen de fingir, los narcisos / se enfrentarán al desorden del calendario: / la cortesía ha pasado de moda / y la primavera solo vive en los refranes”. Refiere por su parte a la voluntad de permanencia (“Amamos la inmortalidad más que a la vida”) y de trascendencia en un momento de desencantamiento del mundo (“Ya no hay misterios / ni jeroglíficos ni incógnitas. / Al desierto no le crecen espejismos”). Ana Pérez Cañamares, cargada de lucidez y de realismo, no decae en la inacción, objetivos, aspiraciones, luchas deben seguir en la escritura como en la vida: “Una mujer camina sobre la nieve /… / Escribió poemas de alegría y triunfo. / No vino a atestiguar ningún vacío / y ahora su discurso será elegía / y duda entre el silencio y la palabra / porque habla demasiado tarde / es otra manera de matar la inocencia / es otra forma de hacerse cómplice”.

La segunda parte gira alrededor de la definición de esclavo fugado centra su atención en la realidad de la experiencia de ser mujer: “Y si mujer es la grieta en mi escudo / la cicatriz ensangrentada, los pueblos en llamas / que ilumina la aurora en mis tendones”; “Lo mejor de mí fue una vez bruja /…/ Pero volar es justo y necesario / si en el pecho os dejáis crea un cielo. / Seré ala y mediora para el vértigo”. Es un paso del yo particular al nosotras: “Nosotras que intuimos el patíbulo / a la vuelta de todas las esquinas /…/ Nosotras somos las supervivientes”, aunque no necesariamente utilice el número gramatical para tomar la voz: “Soy el esclavo arrancado a su paisaje”; “No hubo posguerra, solo evoluciona / las mil formas de crear dolor y muerte”. Esta sección recoge una de las facetas más interesantes de la poesía de Ana Pérez Cañamares, la que predominaba en Economía de guerra y no ha dejado de estar presente en el resto de poemarios, una voz que se alza, que denuncia, que señala, que combate: “Quien quiere matar encuentra ayudantes”. Una perspectiva social, una reivindicación de la memoria como pasado común: “Monumento a la ausencia y al silencio / que parecen desastres naturales / pero son atentado a la memoria”;  “Prefiero la memoria a la fantasía / lo posible se oculta a la Historia / o en lo frondoso del bosque común”; “Soy lo que fuimos / sois los que seríamos / somos los que somos / los que todo somos / si llegásemos a ser”. Es importante en esta encrucijada revindicar la palaba no solo como expresión de un yo pensante y sintiente, sino como eslabón de una cadena que ancla al pasado y conecta el nosotras (tanto como el nosotros):  “Las palabras son bajas de una guerra / que perdemos cada día contra el mundo / Que no se deja contar, solo se canta”;  “La soledad se sabe las canciones / de estribillos insistentes que se pegan a tu cerebro como un chicle a un zapato”. La dualidad entre el yo (de la vivencia) y el colectivo (de la experiencia compartida) lo tenemos en un verso: “Vivir una ciudad que solo agota / es como aborrecer el propio cuerpo”. Aquí identificamos la ciudad con el cuerpo de una manera muy explícita.

La cuestión de la articulación cuerpo individual, paisaje social es también una cuestión intergeneracional, el tesoro que pasa de madres a hijas, pero sobre todo, aparece como una incógnita referente a la fe. Las dudas, la sensación de precariedad frente al futuro, a la posibilidad, a la existencia de una continuidad. “Me debato entre la fe sin paracaídas / que me diga que hay un pueblo tras la curva / o rodar cuenta abajo la pendiente / en un vértigo de eras pasando ante mis ojos” dice en un poema, mientras que en otro procura busca un refugio,  “Pero me esfuerzo para tener lista / mi habitación del pánico secreta”. En otras, directamente, se actúa sin enemigo: “Por no tener, no tengo ni dios al que matar”.

La tercera parte se abre con un poema dedicado a la fibromialgia (“Al principio fue el verbo y el dolor”) y en ella se encuentran los poemas más relacionados con el dolor, con el sufrimiento. Sobre ellos, anuncia, “No hablo de tragedias sino de inutilidad”. Porque, a menudo, el poeta, como el místico, ha considerado el dolor como un aprendizaje, lo que le da sentido. Ana Pérez Cañamares lo asume de manera diferente: “El aprendizaje más largo –casi científico– / es no dejar que los ojos se cierren. / Ni al duradero dolor ni a la belleza efímera”. Su punto de partida es el reconocimiento de las condiciones concretas y partir de esa condición, como cuando se ofrece: “Ten mis ojos; están contaminados”. La condición puede ser de radical biológica, pero también lo biológico tiene un correlato social (“Resucitar resuelta extenuante / cuando quien lo hace es solo una mujer. /…/ En una de mis vidas aprendí el secreto: / si eres constante al fingir la alegría / ella te guardará fidelidad”) igual que identitario (“No la desprecies, diría / recuerda que yo fui la Gran Triste”). Una relación, quizás no problemática, pero sí en continuo cuestionamiento, del mundo y de las reacciones ante él: “Si la serenidad de hoy fuera un virus / saldría con mis dientes a la calle”;  “No me conozcas tanto, mejor huéleme”.

Algunos poemas abundan en el tema de la escritura, como oficio, como escape, como esencia: “Es panegírico siempre el poema / como mínimo llora el instante”; “La poesía es mi pancarta / es mi celda y es mi procesión”; “Esta es la gran tragedia del poeta: / el poema es el fósil de la poesía /…/ Aunque luego seamos poeta y lector / de esos desagradecidos que usan paraguas”; “Publicaré un cuaderno en blando /…/ Lo van a leer y me van a desear / igual que quise abrazare y no puedas”. Por último, una vuelta a la condición inicial, a lo más básico (“Vivo apartando las moscas del deseo”), a lo más evidente (“De mi perro soy la niña feliz”), a los recuerdos (“Mi madre enciende el fuego por mi mano / Y las ascuas hacen nido en los pulmones. / El mejor combustible es la nostalgia”), a la rueda cíclica del mundo:

“Las sábanas que tapan a niños

las sábanas que envuelven cadáveres.

Las sábanas que son las alas

con las que Amor levanta vuelo.”

domingo, 20 de junio de 2021

Pedagogías (y II)

Valoraba el otro día la cuestión del lenguaje. Una lengua puede ser más o menos abstracta, más o menos machista[1]. La clave está en el uso que se le da a las expresiones. Mucho se critica la tediosa enumeración de todos y todas, cuando de siempre los discursos han comenzado con un prolijo, “señoras y señores”, aumentado con la presencia de diversas autoridades con diferente trato de cortesía. Un escueto “admirado público” hubiera resuelto la cuestión con elegancia y economía. Sin embargo, se insiste en “excelentísimo señor alcalde, ilustrísima presidenta, etcétera” y se termina con un “señoras y señores”. Se hace así porque se quiere insistir en recalcar la presencia de diferentes personalidades con diferente graduación. Siempre recuerdo la expresión machadiana de “corren por mis venas gotas de sangre jacobina” y nadie le espetaría que habrían de correr por venas y por arterias. No se especifica, no se precisa porque el uso poético del lenguaje no lo hace necesario. Una hiponimia es tan expresiva, o más, que la ortodoxia médica y anatómica.  Es por razones parecidas por lo que la ministra de Igualdad recalca “todos, todas y todes” si su auditorio está integrado por  personas de género masculino, femenino y no binarios. Un gesto que sería interpretado como cortesía –al modo que un “gracias” en otro idioma cuando hablamos para un auditorio multinacional– si no fuera porque todo vale para ridiculizar el llamado lenguaje inclusivo.

Seguro que en la mayoría de las ocasiones nos entendemos utilizando el masculino genérico, pero si lo que pretendemos es superar la asunción casi inconsciente de que lo masculino es genérico, como si otras alternativas fueran excepciones, entonces deberíamos ir buscando fórmulas lingüísticas para ello. En principio parece que las mujeres son la mayoría de las personas que viven en el mundo. Si representamos un ser humano con rasgos étnicos europeos estamos demostrando que la imagen arquetípica es colonial, porque estadísticamente hay más orientales que europeos, por ejemplo. Es el lenguaje y el uso que se le dé. Que te llamen guapa, o guapo, no siempre es un piropo más o menos apropiado. A veces comprobamos que es una forma de insulto, de menosprecio, de burla. Sobre todo para los que sabemos que no se cuenta entre nuestras cualidades.

Un asesinato, con su premeditación y todo, puede tener consideraciones distintas si se trata de un terrorista que pretende un objetivo político, o si se trata de un narcotraficante en un ajuste de cuentas, o un enajenado en un brote psicótico. No se trata, como pretenden algunos, de que sean crímenes de autor, en los que, injustamente, se cargan las tintas dependiendo de su autor. Asesinatos terroristas en España los hubo durante larguísimos años y, aunque, en número total las carreteras se cobraran más vidas, todos estuvimos y estamos de acuerdo en que deben, debieron y deberán ser castigados con mayor severidad que un asesinato relacionado con una pelea. El límite es complejo, por supuesto, porque están las peleas entre grupos de hooligans, que únicamente se diferencian del terrorismo en que se matan entre ellos. En el caso de la violencia machista se trata de identificar como terroristas aquellos actos que pretenden hacer daño a la mujer, porque, en primer lugar, venimos de una justicia patriarcal, que se traduce en algunas decisiones judiciales sorprendentes una vez que las leyes de hayan adaptado; y se traduce en la repulsa hacia la víctima que hace una parte de la sociedad. De la víctima en general y de algunas con especial escarnio.

Por supuesto que no se trata de dar por sentado que una mujer que asesina a sus hijos es una trastornada con tratamiento psiquiátrico mientras que todos los padres lo hacen por violencia vicaria. Para eso están los juicios que determinen las motivaciones y las circunstancias. Lo que no podemos perder de vista es que la batalla del lenguaje es fundamental para clasificar los hechos, porque describirlos es crearlos. Unos hijos son secuestrados o desaparecidos, dependiendo de cuál sea la hipótesis de investigación. Y los medios de comunicación y nosotros como medios de comunicación también debemos cuidar las expresiones para que quede muy claro cuando se trate de una violencia hacia la mujer a través de los hijos. Esta precaución y este rigor son formas de “educación” de la sociedad. Al menos, debemos no trivializar el asunto.

La cadena perpetua, revisable o no, es una estrategia pedagógica de muy poca relevancia cuando el maltratador y asesino acaba por suicidarse. Sin embargo es una de las soluciones preferidas para los que prefieren obviar los hechos y refugiarse en la maldad del ser humano como una constante que afecta a hombres y mujeres. Cuando tertulianos, editoriales o personas anónimas en Twitter saltan rápidamente a contraponer un asesinato machista como el de Tenerife con otros filicidios cometidos por mujeres niegan la diferencia estructural entre hombres y mujeres. Daría la impresión de que a las mujeres no se las condena, que no hay mujeres en las cárceles. El feminismo molesta y cuanta mayor sea el horror machista, más prisa hay por matizar, por contraponer, por puntualizar que la violencia no tiene género.

Tampoco es una estrategia educativa efectiva minusvalorar el peligro o tachar a las que alertan del problema de feminazis. O recordar cualquier caso que pueda poner en entredicho el terrorismo machista, como hubiera sido cruel e inhumano recordar que ETA asesinó a algunos traficantes de drogas y que eso sirviera de disculpa para su terror. Todo este movimiento responde a una incomodidad personal y política que aprovecha el feminismo de la izquierda para cargar con todo sin importar que haya vidas humanas en juego.

 



[1] El profesor Emmánuel Lizcano demostró que las metáforas que se utilizaran para explicar las matemáticas hacían impensable ciertas operaciones. Por ejemplo, si restar es “quitar”, no se puede pensar en quitar más de lo que hay. Es absurdo y, en parte por eso, el cero y los números negativos tardaron en llegar a occidente y eso explicaría la dificultad de muchos estudiantes para entender los números enteros en operaciones tan simples como la suma o la resta.

miércoles, 16 de junio de 2021

Reseña de Coriolano González Montañez: ‘Padre (2002-2016)’. Ediciones La Palma. 2020

Padre (2002-2016) - Ediciones La Palma


Nació en Santa Cruz de Tenerife y es profesor de lengua. Su primeros poemas fueron antologados en El viaje (19842000), después vinieron Las montañas del frío; El tiempo detenido (2006), Otra orilla (Cuadernos de Guillermo Fonte) (2008); Retorno (The dream is over); Calatonia (El viaje), La luz y Cuadro y votos de viaje (1988-2009), Mapa del exilio (2018) y Mapa de la nieve (2018). Está en varias antologías y ha obtenido varios premios como el Pedro García cabrea o Julio Torra. Según el autor, “Padre (2002-2016) es una obra integrada por veinticinco poemas que hablan de mi padre, desde el instante preciso de su muerte hasta el momento en que sus cenizas son esparcidas 14 años después”. Según se indica, algunos poemas ya fueron incluidos en otros libros, pero hay bastantes inéditos. Cariolano González divide el volumen en dos grandes bloques, en los que se valora más la continuidad orgánica que la mera sucesión cronológica. Los poemas abarcan desde el “instante preciso de su muerte hasta el momento en que sus cenizas son esparcidas catorce años después”.

La muerte es un destino que habremos de sufrir, primero como espectadores para luego ser alcanzados por ella. Como bien expresa el poema, “La muerte sucede en lo cotidiano, en un morir lentamente, en un deseo de no nombrar la palabra muerte y la palabra que la nombra no exista. (…) Así me sobrevino tu muerte”. La muerte es, sobre todo, la interrupción de toda conversación, el final físico de la interpelación mientras que los que quedamos alrededor cargamos con las preguntas y todo que necesitamos compartir: “Tú te quedaste atrapado en un silencio profundo y yo con tantas cosas que contar y recordarte; en un silencio redondo, sin esquinas, y yo sin poder encontrarte, enredado –como siempre– en el tiempo y en las sombras”. Acierta el autor a destacar la sutileza de los otros silencios, destacando el recuerdo de aquello que se pierde (“Y le hablo a ese único resto de vida que queda en ti. Quiero recordarte que también hubo días llenos de otros silencios y que, por un instante, no son memoria”), aunque se intuye el temor a que el olvido que fue se repita. Es ahí donde la figura se revuelve en aquel niño, “Es ahora un niño quien entra en la casa y te llama (…). Un niño que encubre el dolor y que imagina cómo vuela a un mundo poblado de sueños”.

“No importa, si tanto amor, si tan pocas palabras” resume con rotundidad poética Coriolano González. La memoria es la vuelta de la moneda de la ausencia, y por eso se rescatan las reflexiones sobre las huellas que deja: “Que sea tan intenso tu recuerdo, que me olvide de tu nombre, de tu rosto, de ti para siempre, para luego, definitivamente, recobrarte único e indivisible, tú, eterno, no muerto, no vivo, adormecido en la cortina de mis ojos, ya inmortal”.

El dolor es el lenguaje más duro de una ausencia, más aún de una muerte: “Ms venas tienen el color del dolor”. El dolor de lo que no va a volver. Tampoco volveremos nosotros: “lo que entendí y me hizo sentir dolor fue descubrir que la infancia se había acabado como se acaba la rutina y aparece el recuerdo (…). Porque ya jamás volveré a mostrarte aquel territorio lleno de senderos y horas, aquel territorio mítico de una infancia de la que te llevaste la parte que solo para ti fue creada”;  “Y sé que no tendrá el color de siempre, que jamás volverá a ser claro como los días de la infancia, porque este vino que beberé, que ya no es tuyo, que ya no es mío, tendrá el sabor de la pena. Y este vino me llenará de vida o de muerte, que ya nada las distingue”.

La segunda parte comienza con la presencia física del cuerpo y el rito que le rodea: “¿Por qué la humillación del velatorio / El cuerpo rendido, mancillado, abandonado /…/ Solo en las cenizas se encarna la plenitud del ser que habitó” (Acerca del cuerpo). Los momentos trascendentales son mucho más que una muesca en el tiempo, suponen un renombrar, una reestructuración de lo que nos queda por vivir, del calendario, como bellamente expresa el poeta: “Desde que tenía memoria / el tiempo de vida se contaba / Carnaval en Carnaval, / de verano en verano, / de Navidad en Navidad; / pero ya he olvidado cómo se hacía. // Ahora solo encuentro una forma: / antes y después de tu muerte, padre” (Calendario).

Los recuerdos asociados a un padre son principalmente la relación de la infancia, y el territorio que se marca, la casa familiar, como un monumento más que como un escenario: “La casa fue derruida para construir otra / que se llevará sus recuerdos, sus sombras. // Nada permanece ya / para la luz atraviesa los cristales…” (Poema de cristal). Marcar el tiempo, esa es la función del monumento y es la trágica consecuencia de sufrir la pérdida: “Ignora que ha empezado / a descontar el tiempo / que le ha sido concedido. / En ese instante eternizado / mira perdido, quizá ensueñe un futuro / lleno de luz” (Miradas).

En los poemas, la emoción se transmite de una manera contenida, no hay gritos ni llantos estridentes, hay una aceptación sólida (“Una muerte te trajo y la muerte te llevó / sin envejecer”, Cumpleaños) mientras que, subterráneamente van descendiendo las dentelladas del dolor: “Pero opté por el silencio, el descubrimiento / y el asombro de unos versos eternizados” (Un poema). La fase de ira, suele decirse, que aparece cuando no queda otra manera de negociar la muerte. En un sentido freudiano es una labor pendiente, fundadora del ego, en estos poemas, el sentido es distinto: “Padre, vengo a matarte. / El recuerdo no puede seguir sosteniéndose / sobre una vela que cada noche se enciende / solo para iluminar tu fotografía” (Padre). Se habla de un dolor y una necesidad.

“La abrazó como quien no es consciente

de que alguna vez aquel polvo

formó un cuerpo. La besó” (Urna)

El recuerdo fluye a través del yo. En lugar de recrear un panegírico de las hazañas, de la biografía, del paisaje de una vida, es el poeta el que toma la voz de la narración de sus entrañas, de cómo afecta, de cómo se transforma día a día, año tras año en este intervalo hasta que se cierra el proceso: “Catorce años aguardando, aguardándonos. / Quitaron la tapa. Te cojo con mis manos, / te lanzo con fuerza al viento, / te lanzo con rabia” (Valle de Ucanca).

“O quizá te lleve

o te confundas o te pierdas

cuando lleguen las lluvias y las nieves.

O quizá no” (La piedra del valle)