lunes, 10 de julio de 2017

La compulsión a confesar



El psicoanalista austríaco Theodor Reik tituló uno de sus estudios La compulsión a confesar. Siguiendo las teorías de Freud, consideraba que el tartamudeo o el ponerse colorado son signos de neurosis porque entran en conflicto el deseo de confesar y el castigo que se autoinfringe el paciente para evitarlo. Lo que me pregunto es de dónde viene esa necesidad que tienen –tenemos– algunos para confesar, para decir que nos impide callarnos a pesar de que nos jugamos mucho y estamos escarmentados la mayoría de las veces.
                Ese deseo impaciente por soltar las cosas a la cara, como si nos estallara una bomba en las manos y tuviéramos que enviarla al enemigo porque nos va la vida en ello. Curiosamente nos urge decir una crítica, una apostilla, un detalle que afea. Consideramos nuestra obligación poner a la gente en su sitio y, por el contrario, no nos pellizca la misma urgencia un comentario positivo. Entonces ponemos todos los filtros sociales. No vayan a pensar que se coquetea, que se hace la pelota… La hipocresía como una carga social insoportable. Nos callamos entonces.
                Y más allá de estas impertinencias, ¿por qué hablamos? ¿Para qué tenemos que escribir, decir lo que se nos pasa por la mente? Perdemos un tiempo precioso sentados, dándole vueltas a las palabras para que nos obedezcan y expresen ese sentimiento tan matizado que nos sobrevuela. Comentamos cualquier programa de televisión con el interés que, a menudo, no merecen. Aportamos nuestro punto de vista, aunque nadie nos lo haya pedido. Y así nos manejamos en la vida social.
                Las conversaciones llegan a convertirse en pequeñas batallas por el tiempo de parlamento. Más que atender a lo que se está discutiendo, prestamos toda la atención a percibir las pausas que nos permitan introducir nuestro discurso. No es necesaria una situación de conflicto agrio, puede pasar entre amigos, con la familia, entre íntimos. Como se decía antiguamente, un diálogo de besugos.
                Con los medios digitales es aún más fácil satisfacer nuestra compulsión. Los tuits, relámpagos inmediatos de nuestra indignación, las entradas a Facebook, los subtítulos en Instagram, los comentarios en los muros ajenos. Y los blogs, ese gran invento en el que muchos podemos escribir y escribir parrafadas sin que nos podamos asegurar de ninguna forma que alguien nos presta atención. A veces, ni nos importa. Solo se trata de volcar lo que tenemos que decir, con la ventaja de que así nadie nos interrumpe. Los videobloggers, los youtubers aún lo tienen más sencillo, ni siquiera tienen que pararse a teclear coordinando sujetos y predicados, eliminando términos repetitivos, cuidando las formas. Ellos pueden ser naturales, improvisando, groseros, campechanos…
                Pero la necesidad es la misma, hablar aunque nadie nos escuche.
                La reacción a algo que nos indigna, las ocurrencias, estar enamorado… Entonces llega esa sensación, el impulso de encontrar un entorno donde poder expresarnos. Aunque sea un muro con un espray. Más allá del deseo de reconocimiento, de la autoría, del orgullo por decir lo que queremos. Pesa más la inquietud por no quedar callados. El amor no puede ocultarse, y lo que callan las palabras lo delatan los ojos y las mejillas.
                Lo más llamativo es la necesidad de confesar algo que nos deja en mal lugar. Quizás sea por justificarnos, por conseguir la absolución religiosa o social, por resarcir el crimen. Otras veces será el orgullo del ángel rebelde, la vanagloria de ser malvado. La iglesia católica y el psicoanálisis han labrado un modo de vida de ello. Ofrecen la redención a cambio de la explicitación del pecado, examen de conciencia y dolor de corazón. El trabajo psicoanalítico para hacer brotar lo que el Superyó mantiene en la sombra. Largas sesiones de acceso a la verdad oculta en el inconsciente.
                Y, sin embargo, sin mediar tanta parafernalia ni tanta teatralización, con sus escenarios codificados, el confesionario y el diván, continuamente las personas tendemos a confesar nuestros pecados y pecadillos, nuestras miserias y vilezas. Y si no lo hacemos, en muchas ocasiones, es porque ponemos el filtro racional ante las consecuencias y el castigo.
                Mucho se ha hablado de que no existe el crimen perfecto y que los asesinos tienen la debilidad de dejar pistas a la policía porque, en el fondo, desean ser descubiertos. Un descuido, una colilla, unas huellas, una llamada incluso. Como si el equilibrio del universo dependiera de ser castigado.
                Por supuesto la confesión va por barrios. Y seguro que hay personas que no tienen  necesidad ni de comentar los resultados de la liga y otras que están deseando una cola esperando al autobús para iniciar el relato de sus aventuras y desventuras. Con un poco de paciencia y un mínimo de atención estaremos al día de infamias propias y ajenas, de bajezas morales y de arrepentimientos. Y no faltarán los maravillosos seres angelicales que nunca han roto un plato y no paran de justificar cualquier rendija que cuestione su integridad. Y ya se sabe, excusatio non petita
                El silencio en una conversación puede ser algo tenso, pero, a poco que nos demos cuenta, no es necesario el danzar en un diálogo. Es casi más agradecido dejar que nuestro interlocutor cuente, explique y dé detalles mientras nos limitamos a asentir con la cabeza y mostrar un rostro acorde a las circunstancias. Nos ganaremos la fama de buenos conversadores, atentos compañeros y mejores amigos.