domingo, 30 de octubre de 2016

Sobre la legitimidad democrática



Sabemos que una cosa puede ser legal en un momento determinado sin que sea legítima. La esclavitud o el régimen franquista, por poner dos ejemplos muy básicos. El problema de la democracia representativa es que, en el momento en que deja de ser representativa, deja de ser democracia, esto es, el poder del pueblo.
Echando la vista atrás, a los inicios del parlamentarismo, comprobamos cuánto ha cambiado esto de los votos y las cámaras de representantes. En la Edad Media, por ejemplo, el rey hablaba con su reino en las Cortes, donde iban la nobleza, el clero y las ciudades. Éstas enviaban unos emisarios con un mandato muy claro sobre qué hacer y qué no apoyar. Este mandato imperativo los hacía muy poco flexibles, y a cada nueva oferta del monarca, debían volver a sus lugares de origen para preguntar sobre qué hacer. La representatividad parlamentaria solventa este dilema eliminando el mandato imperativo. Así, quienes son elegidos pueden votar lo que les plazca, sin tener que rendir cuentas a su electorado. Y esto es así porque el sistema parlamentario comenzó siendo muy poco democrático. Tras las revoluciones burguesas de finales del XVIII y el XIX se establecieron sistemas en Estados Unidos y en Europa donde sólo votaban los más ricos, existía un sufragio censitario que apartaba de la decisión a la gran masa, por supuesto, mujeres, extranjeros y muchos campesinos que no cumplían con el censo suficiente. De esta forma, la distancia entre votante y representado era muy pequeña, lo más probable es que uno conociera al otro personalmente, fueran amigos, o se invitaran a las bodas o a los bautizos. El votante podía estar seguro de que su elegido actuaría como él mismo en caso de duda. Es su representante.
En las democracias de masas del siglo XX y XXI este mecanismo de identificación se ha roto, la mayoría de los votantes no sabe a quién vota, porque sólo se preocupa de saber a qué partido vota. Muchos se desconciertan cuando no encuentran la papeleta de Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias en su colegio electoral, ignorando que cada circunscripción tiene su propia lista.
Los resultados de las elecciones no eligen directamente el gobierno, sino que son al poder legislativo. Y luego, las Cortes, elegirán al presidente. Todo este embrollo no es sino muestra de una desconfianza hacia el electorado, asegurando así, una corrección –tras la corrección del sistema electoral–. Los partidos de masas, además, introducen otro factor inquietante. Legalmente, los partidos deben ser democráticos, sin que se especifique cómo deben funcionar para ser considerados como tales. No hay obligación de primarias, ni de congresos ni nada. Así sale lo que sale.
En el impase de las últimas dos elecciones muchos se han puesto nerviosos y creen que lo importante es dar estabilidad al gobierno. Pero, personalmente, creo que es una opción posible. Otros podemos creer que se debería seguir votando hasta que se llegara a una mayoría suficiente. El aparato del partido socialista ha realizado una maniobra muy arriesgada, que lo ha puesto en entredicho ante sus propios seguidores. La Junta gestora ha presionado para cambiar del “no” a la abstención, cayese quien cayese. Muchos han visto una traición al electorado pensando que si se ha votado a Pedro Sánchez con la promesa de un “no” a la investidura, una abstención es una estafa. Otros seguro que votaron al PSOE a pesar del “no” de Pedro Sánchez y están encantados con la jugada de la Junta gestora. No lo sabremos nunca porque no se ha preguntado a las bases.
Supongo que tendrán sus razones. Como en muchos otros momentos: la OTAN, la reforma laboral, la bajada de impuestos…; los gobiernos han traicionado las promesas electorales. Razón de Estado, sentido de la responsabilidad… Son maneras que evidencian la falta de contacto de los dirigentes con los dirigidos. ¿Qué hacer ante estos cambios de parecer?
Hay mecanismos para, digámoslo así, dar un tirón de orejas al gobierno de turno. Los norteamericanos renuevan la mitad de la cámara a los dos años, los distritos uninominales señalan con el dedo al senador o congresista que no defiende a los suyos. Dentro de la cámara están las interpelaciones y las mociones de censura. Fuera, sólo queda el activismo, en especial cuando los grandes partidos se ponen de acuerdo y los ciudadanos –algunos, evidentemente, no todos– quieren mostrar su descontento.
El Partido Popular no tiene, ni por asomo, la conformidad de la mayoría de los españoles. Ni siquiera de los votantes. Sólo tiene más votos que cada uno de los demás partidos, si tuviera más que el conjunto, ya sería gobierno desde hace meses. No sé de dónde sale la certeza de que la lista más votada es la ganadora, y mucho menos, la obligación moral de que deba ser la que gobierne. Una segunda vuelta podría ser un camino más claro. En la primera, votas con el corazón, en la segunda, avergonzado, votas la segunda mejor opción, o la menos mala, según sea el resultado.
No nos podemos rasgar las vestiduras ni decir que es un gobierno de perdedores el que se forma con la alianza de varias fuerzas políticas. Se hace en bastantes comunidades autónomas y ciudades y fue la estrategia liderada por el PSOE en las elecciones municipales contra la UCD, aquel famoso “pacto de izquierdas”, que en mi pueblo, por ejemplo, dio al PSOE la alcaldía. De esta manera quizás haya un grupo de votantes que esté indignado cuando, sacando más votos que cada uno de los contrarios, no alcance gobierno. Pero se conseguirá que muchos más estén relativamente satisfechos de haber evitado el gobierno más rechazado.
Si sumamos todo esto no sé de qué extrañarse de que se convoque una manifestación contra la investidura de Rajoy. Se podrá estar de acuerdo con ella o no, se apoyará o se rechazará, pero hay que aceptarla como método democrático y como sistema de seguridad de los ciudadanos cuando un gobierno plantee leyes que les perjudique. Como el foro de la familia manifestándose contra las leyes de igualdad de Zapatero. Estaban en su derecho a manifestarse y mostrar su extremo rechazo. De esa forma dejaban muy claro al Partido Popular cómo conseguir sus votos. Eso es una excelente forma de entrar en la agenda política.
Criminalizar la protesta es una estrategia muy rentable para los gobiernos neocon, empezando por Thatcher. La Dama de Hierro acabó con el poder de los sindicatos combinando una estrategia mediática de difamación con cambios legislativos que imponían multas que debían pagar las organizaciones convocantes de las movilizaciones. Así, les restaban apoyos y fondos. La llamada Ley Mordaza del PP va en la misma línea. Y el caso de, no sólo los diarios digitales como OKDiario, LibertadDigital y demás, sino también de El País, son una muestra muy rastrera de manipular a la opinión pública. Estas consignas aparecen repetidas en muchos lugares y asumidas como lógicas por gran parte de la audiencia. Misión cumplida.
Imagino que el PSOE habrá valorado la posibilidad de un gobierno corto de Rajoy que les devuelva a la Moncloa en un par de años, porque unas terceras elecciones supondría el derrumbe total frente a Podemos. Pablo Iglesias, por supuesto, intenta ganar las elecciones, o, al menos tener mayor margen de maniobra. El Partido Popular recoge las nueces y, sin desgaste ninguno, consigue el gobierno, gracias a la abstención del PSOE o con unas nuevas elecciones. Si somos bienpensantes, todos pretenden ganar para llevar a cabo sus propuestas, las mejores para el bien de España. Si somos malpensados, seámoslo para todos, cada partido quiere alcanzar el poder para satisfacer sus más bajos instintos. Los partidos que ya han gobernado están demostrando de qué pasta están hechos y lo tolerantes que son con la corrupción propia. Unas nuevas elecciones suponen un dinero de gasto. No votemos, como hacemos con el rey y como hacen los dictadores. Pero no digamos que es una democracia. Y, por llevar la contraria, dicen algunos analistas económicos que la bolsa y la economía está subiendo porque, al estar el gobierno en funciones, no les cambia las reglas del juego continuamente. Al tener menos incertidumbre consiguen mayores beneficios.
Ya he comentado muchas veces el caso de Podemos, del que se puede decir la mayor barbaridad que la gente creerá que es cierta. Que si son golpistas, chavistas, que quieren los tanques o que no son democráticos. ¿Es democrático presentarse diciendo que van a votar “no” y luego cambien? Si Pablo Iglesias y los suyos son niños consentidos que patalean, el PSOE es un niño obediente al que se le riñe y que se comporta como quieren los mayores. Los aparatos de partido son los que han dado el golpe de timón acordando dar el visto bueno a un gobierno de corruptos, ¿eso es democrático? Es, por lo visto, democrático, tener una mayoría que las urnas no te han dado y eso que el sistema bonifica a los ganadores.
La mayoría de los españoles no queremos a Rajoy en el gobierno, algunos pueden tolerarlo, pero aquellos que lo rechazan están en su derecho constitucional y democrático a manifestarlo en las calles. Lo que no sé es lo que pasará cuando tengamos que manifestarnos, no por algo abstracto como una investidura, sino por algo que nos afecte directamente. Tampoco podremos porque nos habrán puesto a la prensa en contra, no tendremos seguro que se haga cargo de las multas y no podamos perder la seguridad de un puesto de trabajo. Dejaremos a los legisladores hacer y deshacer conforme a los grandes intereses que les presionan y les financian las campañas.
Es mejor que los niños no nos metamos en cosas de mayores, que no entendemos de política, dejemos a los sensatos, a los de siempre, que nos llevan el país divinamente. Yo pensaba, seguramente estaré equivocado, que la democracia es algo más que un voto cada cuatro años, que es tomar conciencia de lo público, que todos somos políticos y no sólo los profesionales.

lunes, 24 de octubre de 2016

La política de la nostalgia



En el universo de las emociones cada hombre es un mundo y, en ocasiones, una isla. Cada cual tiene sus propios sueños y resulta paradójico el poco interés que nos despierta el sueño de los demás frente al entusiasmo que ponemos cuando decidimos compartir los nuestros. Las palabras torpemente intentan recrear lo onírico y si de por sí son aquellas insuficientes en el mundo convencional, para la complejidad y falta de lógica de los sueños se ven absolutamente desbordadas. El caso es que cuando nos decidimos a narrarlos normalmente es porque nos han supuesto una emoción muy intensa que no se corresponde en absoluto con los mensajes que apenas balbuceamos a nuestro interlocutor. Sólo comprobamos con desilusión su desgana. No es completamente culpa de nuestra falta de habilidad como narradores, ni es totalmente la incapacidad del lenguaje para hacerse cargo del reflejo de lo que trascurre en nuestro interior, se trata, sencillamente de que el sueño toca unas fibras a las que sólo tenemos acceso nosotros. Nos resultan tan perturbadores porque entroncan con los más remotos deseos y frustraciones, con nuestra psique más básica. Y a ese núcleo central de nuestra personalidad difícilmente tienen acceso los demás. Tampoco es culpa suya.
                La nostalgia, en cambio, es una especie de ensoñación en cierta manera colectiva. La fascinación que ejerce el pasado tiene mucho de arcaico, de arquetipo de la formación del núcleo más interno de nuestra persona. El pasado, nuestra niñez, se tiñe de sepia para dotar a los recuerdos de una sentimentalidad agradable, unas emociones intensas y cálidas, pero, cuando se trata de la nostalgia, esas emociones son inofensivas. La nostalgia nunca versa sobre los traumas sino abarca juegos, paisajes descoloridos como las fotografías en una caja de lata. Un dolor amable al que recurrimos para buscarnos a nosotros mismos. La nostalgia está hecha del material con el que están fabricados los sueños. Canciones que hemos tarareado en nuestra adolescencia con cierta vergüenza se convierten en memorables hitos de nuestros ritos de paso. Juguetes, portadas de libros, anuncios… nos retrotraen a un estado de ánimo en el que perdonamos los deslices y las crueldades que cometimos como simples chiquilladas, los afectos, en cambio, nos dan mucho pudor, como saber que idealizábamos a actores o cantantes. Nos arrepentimos más de nuestro fervor por Mazinger Z que de haber quemado con un mechero a una mosca en la ventana.
Hay una nostalgia colectiva que se conjura en las reuniones de antiguos alumnos, en las cenas familiares o en los pregones de las fiestas populares. Son el momento de rememorar los paisajes de un mundo que compartimos y que ya no existe. No tiene sentido buscar lo que nos enfrenta en el hoy diario, preferimos echar la vista atrás y preguntar por una tienda que hace lustros que cerró, por el precio irrisorio de las chucherías, o por las excentricidades del profesor de ciencias. Una manera de construir, también, la identidad del grupo, de montar un puzle con incompletas piezas sueltas.
La memoria colectiva parte de unos objetos que se convierten en símbolos, como son los monumentos, ya sean los oficiales o los accidentales. Monumentos para la memoria son los horribles monolitos y las cancelas del bar donde había que esperar una hora para llegar a la barra durante las fiestas. Esta nostalgia colectiva tiene sus propias normas de construcción, obedece a unos rígidos cánones para el recuerdo. No sólo porque tiene que contar con el mínimo común denominador para ser recordado por todos, también porque se construye una tradición y las tradiciones cuentan siempre con guardianes celosos que velan por la ortodoxia.
Momentos de celebración colectiva, los juegos florales, los pregones, las exaltaciones, la publicación de memorias ofrecen el reflejo más canónico de la creación y conservación de la nostalgia colectiva como el sueño de una identidad para un pueblo. En estas magnas ocasiones se congregan los fieles amantes de la localidad, en estas celebraciones se escoge a un personaje que debe conmover a estos fieles a partir de un pregón, alternando originalidad y continuismo. Tienen que mantener el equilibrio entre la fidelidad unos estándares de retórica y encontrar una manera original con la que emocionar a los congregados.
Y no sólo es cuestión de hacerlo con las palabras de la tribu, tienen que aparecer, casi obligatoriamente, los “monumentos” de la memoria colectiva, aquellos aspectos de los que el pueblo se enorgullece, se mantengan o se hayan perdido. Si están en peligro, mejor, porque así se emociona el público y se mueve a conservarlos: ciertos vocablos, retazos del tejido urbano, antiguas profesiones, juegos infantiles…
Hablo por mi pueblo, Rota, muy especial en muchos sentidos. Nos gusta pensar que somos conocidos por nuestras calabazas, pero mucho me temo que estamos en el mapa por albergar una base naval fruto del tratado con los Estados Unidos en 1953. La relación entre las dos comunidades no ha sido de total identificación, en cierta manera nos hemos comportado a espaldas una de la otra. Eso no quiere decir que no tengamos una memoria sobre la Base naval y sobre los americanos, vocablos como “chopatrol” o “pica” designaban en nuestra niñez a la patrulla costera (“shore patrol”) o al furgón de la policía militar que recogía (“pick up”) a los borrachos y pendencieros.
No es arriesgado pensar que marcaron nuestra identidad los productos que llegaban de los americanos, como aquellos bolígrafos negros con una faja de aluminio del US Government de la misma forma que los dulces de Cositas Buenas, el vendedor ambulante que nos deleitaba con las sultanas y los borrachos. Estos recuerdos de los americanos no suelen aparecer en los pregones, como si la memoria los hubiera borrado, no merecen estar junto a los amaneceres con la imagen del Nazareno en el antiguo muelle, o las correrías para alcanzar los higos en las parcelas de un vecino cascarrabias.
Parece que no cabe duda de que hay una idealización de la nostalgia, unos patrones específicos que tienen que activarse y otros que suprimirse para dar coherencia a esa identidad colectiva que nos afecta a los habitantes del pueblo. Es curioso comprobar cómo todos los pueblos acaban pareciéndose en sus tradiciones y en sus semblanzas, sólo hay que cambiar los nombres y los apodos y son intercambiables los pregones. Hay, podría decirse, una política común, una estrategia establecida para hacer resonar los corazones y hacer saltar las lágrimas de emoción de la nostalgia. La nostalgia oficial se convierte en un cliché de emociones aprendidas.
Pero, como decíamos al principio, los sueños propios pueden ser muy intensos en emociones para el soñador mientras que, para el oyente, normalmente, son tremendamente prosaicos. Así las tradiciones propias y las ajenas, así la nostalgia.

jueves, 20 de octubre de 2016

Reseña de Sara Castelar Lorca: El corazón y los helechos. La Isla de Siltolá. Colección Tierra. 2015



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 Con la certeza de Rilke de que la belleza es el inicio de lo terrible arranca el cuarto poemario publicado por Sara Castelar Lorca. Nacida en Hannover, granadina pero residente en Sevilla, combina su labor de escritura con los talleres de poesía, la crítica y la delicada editorial Karima. Después de El Pulso (2010), Verso a tierra (2010) y La hora sumergida (2012), Sara Castelar se interna en un volumen con evidente unidad temática y compositiva. Unidad que no monotonía porque, si algo destaca en su poesía, es la imaginación. Imaginación, principalmente porque multitud de imágenes se suceden entre sus versos. Imaginación por esa cualidad de sorpresa que desprende su escritura.

A diferencia de El pulso, por ejemplo, donde los poemas se articulaban en longitudes más amplias, aquí aparecen poemas de diferente formato, predominando la menor extensión sin llegar a ser micropoemas. Haciendo gala de una libertad compositiva alterna ritmos y longitudes, capaz de ir retomando las metáforas para completar, que no agotar, los recursos expresivos de éstas. Sin llegar al maremágnum críptico de muchos surrealistas, Sara Castelar va saltando de campos semánticos logrando una expresividad sensorial e intuitiva. El objetivo no es construir en el poema un artefacto a desentrañar, sino atacar directamente al corazón sin pasar por el filtro de la razón, el aluvión de imágenes y metáforas (como en el IV poema de la primera parte) transmiten una experiencia sensible muy poderosa, más que buscar su simbolismo, lo onírico, que también subyace, está al servicio de la transmisión de ese estado de ánimo que requiere el poema.

“Para que nadie anuncie el abandono
de la campana inversa que sostiene tu verbo
y seamos la carne de lo oculto.
Para que los perdidos rocen lo indeleble
de aquello que no pesa
y cabe,
como el aire,
en el pequeño espacio de tu mano,
ya cuenco
ya semilla.

Para que los ciegos nombren los colores del canto
y fluya la memoria;
el racimo.

Para que nunca,
para que el hombre caiga de los clavos
y los cuerpos suenen en el germinar del mundo,
para que tú,
para que la pureza exista;
que mis ojos no enturbien el poema” (Warning)

Influencias confesas de poetas místicos y meditativos como J. A. Valente, Rilke, San Juan de la Cruz, Octavio Paz, Gonzalo Rojas y también Italo Calvino. Sara Castelar juega con la ausencia de puntuación y mayúsculas, que juega a su favor en esa invitación al mundo onírico del que se sirve para transmitir su emociones.

El libro está dividido en tres partes, la primera, “El corazón y los helechos” está compuesta por nueve poemas numerados. El ámbito poético se localiza entre las horas del día, la mañana, la noche, allí se cobijan el dolor, las lágrimas, el frío y el invierno. Los helechos son una imagen potente, son una de las plantas más antiguas que sobreviven y su ciclo reproductivo es bastante complejo:

“El lugar salvaje donde brotan
el corazón y los helechos” (III)

La segunda parte, “Aire”, alarga su aliento en versos más largos y poemas más largos que aparecen nombrados individualmente con su título: A vece sucede que vivimos. Hay algunos más crípticos como El circo.

En la última parte, “Alter-Ego” se aprecia la sombra habitual de García Lorca así como influencias del rock, como Jim Morrison (imposible no asociarlo a Los jinetes erráticos) o Morrysey, de The Smiths (“Tu lágrima, qué hermosa sepultura de la fragilidad”). Destacamos las 14 Cartas de amor a un suicida, poema largo divido en fragmentos de una intensidad dramática importante.

No se puede evitar cierto romanticismo (“Siervo corazón que venera su jaula”, VIII) así como la trascendencia que cierra a menudo los poemas en sus últimos versos (“El amor es un niño, en la extensión terrible / de lo tierno y su perenne golpe”, VIII) Sara Castelar hace gala en estos pequeños poemas de una gran intensidad expresiva y emotiva, un mundo poético propio que se desarrolla coherentemente a través de los poemas del volumen.