lunes, 21 de julio de 2014

Segundo Premio



¡Hay que ver cómo viven los ricos! No recuerdo a quién se le ocurrió aquello de que existe una vida más barata, pero no es vida. Tiene toda la razón. Cuando veo por televisión o cuando ojeo una revista me asombra cómo la ciencia, la tecnología y el arte están a disposición de hacer de la vida de los pudientes algo sublime. Iba a escribir “soberbio”, pero el adjetivo se suele aplicar más a los sujetos que disfrutan de esos placeres que a los placeres mismos.
Cachivaches que te hacen todo, friegan, limpian, mantienen todo en un impoluto orden y limpieza –que al final sólo usan las empleadas de los hogares de estos pudientes–; cremas y afeites que hacen de tu piel una delicia para los sentidos; artilugios a cuatro ruedas que te transportan a otro planeta; obras de arte sutiles que decoran las estancias de mansiones que uno no puede ni imaginar. Todos estos productos son los responsables de concentrar la atención de toda una clase de personas. Las personas con clase… y con posibles.
El resto de los mortales estamos muy lejos de este tipo de vida. No podemos ni siquiera asomarnos a los cafés decimonónicos que mantienen su decoración exquisita y preparan unos cafés espresso cuyo sabor no podríamos olvidar en nuestra vida. Y más un servidor, que se siente intimidado en una terraza de verano, como si el camarero fuera a venir hacia mí a decirme, con voz muy queda, “señor, no puede usted ocupar estas mesas, que están reservadas para clientes”. Esas cosas sólo las veo por la pantalla de la televisión.
Hay un tipo de programas que se dedica a mostrar a unos personajes que se enseñorean mostrando sus posesiones. Casas extraordinarias, coquetos hoteles, gusto exquisito en la moda… ¿Qué les lleva a mostrar sus hogares al personal común y corriente? ¿Están provocando la mirada de los ladrones de pisos? ¿Todos están intentando vender sus mansiones? A veces pienso que son agentes provocadores de extrema izquierda –más a la izquierda que Pablo Iglesias– que intentan indignarnos para prender la mecha de la revolución social a base de envidia.
Luego están las guías y las recomendaciones chic, aquellas que aconsejan los establecimientos de niñas bien cuyos nombres siempre son diminutivos pero cuyos apellidos son compuestos. Joyas diseñadas por Piluca, foulards realizados según dibujos de Chiqui, fragancias ideadas por Mamen de la Nuez y Rodríguez Vivanco. ¡Y qué decir del turismo enológico! Al goce de degustar buenos caldos (eso, en mi idioma se toma con cuchara en plato hondo) se une un paraje incomparable, el turismo rural y las bodegas de diseño.
Yo, lo siento, no soy capaz de distinguir un vino de 3 euros de otro de 25. Imagino que entrenándose en los cursos que estas mismas bodegas ofrecen puede uno degustar lo afrutado, lo empireumático, estructurado, generoso o redondo que puede ser un ribera del Duero. Tengo claro que sí, que hay matices importantes entre un cartón de vino de supermercado y uno bueno, pero no creo que merezca la pena esforzarse en paladear las diferencias entre uno de cien y otro de mil euros.
Lo realmente sorprendente es la cantidad de pijadas que hay para gente de dinero. Parece como si no tuvieran imaginación en qué gastarlo. Una vez me contaron de un tipo que había reformado una casa y había puesto grifos de oro, ¿qué satisfacción puede tener ducharse con un grifo de oro? Luego, por lo visto, se quejaba de que intentaba venderla y que el precio no compensaba.
Cristales de Swarovski, bolsos de Prada, zapatos de Pilar Burgos… ahí se nota que me falta clase. No conozco marcas de verdad, sólo de oídas. Gran parte de la educación de convertirse en hombre y mujer de clase es aprender ese tipo de cosas, los matices, las imitaciones, las modas… Ese tipo de educación no se adquiere en la universidad –y mucho menos en la pública–, no la enseñan profesores. Se tiene o no se tiene, dicen, pero en realidad es un entrenamiento minucioso que dura años y que siempre planea como una espada de Damocles sobre los miembros de la clase alta. Si pierdes ese algo especial, pierdes clase, acabas siendo un paria social, por mucho dinero que tengas.
Hace ya bastante tiempo que el sociólogo Thorstein Veblen designó a estos objetos, usos y gastos como consumo conspicuo. Lo que ofrecen no tiene nada que ver con la satisfacción intrínseca de degustarlo –lo que el bueno de Carlitos Marx definiría como valor de uso–, sino con el hecho de que sólo ellos pueden hacerlo. Son bienes posicionales, que te otorgan un status, una calidad especial que te aparta del resto de los mortales. Constituyen una especie de derroche que tienen que hacer como sacrificio al dios de la categoría social, al charme, para seguir perteneciendo a la tribu.
La última película de Scorsese, El lobo de Wall Street, ejemplifica magníficamente esta dinámica. El protagonista, que no pertenece por nacimiento a esta tribu, lucha denodadamente por conseguir entrar a través del éxito en los negocios. Cuando cree alcanzar su meta, el dinero es utilizado en derroche sin sentido, nos describe Scorsese. La moralina con la que acaba la cinta es, sin embargo, cuestionable: en lugar de mostrar cómo la clase alta no acepta recién llegados (como bien mostró en numerosas ocasiones P. Bourdieu), Scorsese, algo inocentemente pese a mostrar la ironía, muestra cómo el sistema funciona y encarcela a Jordan Belfort, que tiene que reciclarse para seguir dándose la buena vida.
Pero no nos vayamos del tema. Los conspicuos consumidores del Barrio de Salamanca y las boutiques de Serrano o del Passeig de Gràcia, no se libran de ser embaucados por personas como Jordan Belfort, que ofrecen grandes negocios con muchas ganancias y bajo riesgo (léase Gowex, por ejemplo). Gastan cantidades indecentes de dinero en tratamientos de belleza que rivalizan en exótico surrealismo, manjares de precios desorbitados que directamente saben mal, alardean de viajes infernales a lugares recónditos, se adornan con trapitos tan delicados que no resisten más que una sola ocasión para mostrarlos. Tienen sus propios cool hunters para que les hagan el shopping a su casa y los vistan de una manera estrafalariamente personal.
Cuando las personas normales vamos a la tienda de productos cosméticos sabemos que esa crema de menos de tres cifras no va a quitar la celulitis, y nos hemos acostumbrado a que la fruta y la verdura sepan a cartón. Es barato lo que compramos, y ya se sabe, no hay calidad. La única satisfacción es que a los que compran sin mirar etiquetas también los timan, también les venden el traje nuevo del emperador. Antes de que el mundo cambie, antes de la revolución y la justicia, ese es nuestro segundo premio.

domingo, 13 de julio de 2014

Superpoblación



Seguramente sería estudiando geografía en el instituto con el malogrado Jesús Aguado cuando tuve conciencia de la superpoblación. Según Malthus, la población crece mucho más rápidamente que los recursos, así que llega un momento en que la miseria es inevitable. Sería también por aquella época cuando leía a Mafalda –me la aprendía de memoria con más interés que aquel horrible libro de texto—. Tenía un chiste en el que, leyendo una noticia sobre la superpoblación, preguntaba asustada si venía la lista de los que sobraban.
Esa es la cuestión clave de la superpoblación, poner el acento en que hay gente que sobra. Hay demasiada gente. ¿Cómo resolver el problema? Lo lógico sería eliminar población de manera sensata, es decir, que sean los más desfavorecidos los que desaparezcan. Que limiten su prole porque ellos no tienen cómo alimentarla y cuidarla; de otro modo la propia naturaleza lo arreglaría por las malas: guerras, epidemias, hambrunas… Teniendo en cuenta el aprecio que me tengo a mí mismo, tengo la impresión de que soy yo de los que sobran.
El mismo razonamiento vale para la crisis de los años 30, la que siguió al crack de 1929. Era una crisis de superproducción. Pero me pregunto, ¿cómo había exceso de producción y millones de personas sin acceso a bienes básicos? Muchos economistas hablaron de subconsumo.
¿Realmente sobra gente? No, rotundamente no. Si en lugar de hablar de superpoblación planteáramos la cuestión como de un reparto desigual de los recursos, la cosa cambia muchísimo. Nadie sobra y mucho menos nadie tiene derecho a decirle a nadie cuántos hijos debe tener. Si quienes controlan los recursos tuvieran limitadas sus ganancias los desfavorecidos no tendrían tan limitadas sus posibilidades. Pero es curioso cómo se puede obligar a millones de personas a reducir su sueldo a la mitad y no se puede plantar un gobierno ante las multinacionales o los fondos de inversión para que paguen un 10% más de impuestos.
Esta semana me sublevaba cómo los medios están empeñados en la consigna de desincentivar los estudios superiores. Hay demasiados universitarios y los puestos de trabajo están ocupados por gente con mucha más formación que la necesaria. Hay sobrecualificación. En principio no acierto a ver un problema económico para las empresas en la sobrecualificación. Es una putada para el que trabaja, que se ha currado una formación. Es frustrante no trabajar de lo tuyo, pero cumpliendo tu trabajo, la empresa va bien.
Parte del problema está en el tipo de estructura económica que están pensando para este país. España se está convirtiendo en un país de camareros, de los de bares y de los de hoteles, de animadores de resorts y guías turísticos. Quizás sea por eso por lo que insisten tanto en aprender idiomas. Está claro que para ese viaje no hacen falta abogados, ingenieros, investigadores, historiadores, sociólogos, médicos, enfermeros… como mucho socorristas y paramédicos.
No es cierto que sobren médicos o aparejadores, hacen falta incluso abogados. Lo que no hay es voluntad política de contratarlos. Se cierran camas de hospital, se reducen plantillas de profesores, maestros, incluso de policía. Sólo aumentan las del ejército, normal, con la que va a caer tienen que estar preparados.

Como decía, el problema de la sobrecualificación es sencillo: que la gente no estudie carreras. Te dicen que son caras, que sólo se paga una parte del costo por alumno, que las matrículas deben subir más, que si la formación profesional ofrece unos módulos muy adecuados al mercado laboral… Pero el caso es que están cerrando módulos y pasándolos a la concertada. Mucha gente se va a quedar fuera.
La cuestión es ahora, ¿quién debe abstenerse de estudiar carreras? La respuesta del PP y similares: los que no puedan pagársela. Sus chiquillos no van a tener problemas, ni siquiera si no les da la nota de corte. Para eso están las universidades privadas.
La excepciones están sólo para los mejores estudiantes, que, como perdonando la vida, obtendrán una beca miserable conseguida y mantenida con el susto en el cuerpo, con miles de requisitos académicos y no académicos. El que consiga terminar la carrera con una beca será con notas soberbias. Debe ser también un ser excepcional, porque tendrá que combinar los estudios con trabajos esporádicos, los veranos sin pendientes para poder ganar un dinerillo. Y por supuesto, nada de academias para mejorar el inglés y tener el B1 ó B2 (que ahora te piden para terminar un grado o para irte de erasmus). La vida dedicada al estudio. Así podremos hablar de la cultura del esfuerzo y ponerlo de ejemplo de que si se vale, se consiguen las cosas
Al terminar tendrá que peregrinar al extranjero para conseguir currículum y experiencia. A la vuelta conseguirá un puesto de becario en las empresas que se arriesguen. Será todo beneficio. Vivir para la empresa, que prescindirá de sus servicios cuando menos se lo espere. Es que sobran licenciados, graduados, doctorados….
No caigamos en la trampa de hablar de sobrecualificación, de superproducción o de superpoblación. Son manipulaciones semánticas que permiten dejar caer que sobramos, que el mundo no es para nosotros. ¿Por qué no sobran titulados de buena familia? ¿Es que ellos no cuestan dinero al Estado? Cuando pagan su matrícula, ¿no les pagamos también el 80%? Como en las películas americanas donde para salvar al muchacho –como decíamos cuando era niño­— mueren diez o quince orientales y unos pocos transeúntes. El mundo es para ellos, nosotros pedimos humildemente permiso y somos prescindibles.
Hay dinero para los importantes, los que no van a la cárcel porque son indultados. Hay de sobra para los sobres. Y un aforado más o menos no importa. Para los demás no es que no haya, es que no debe haber, porque así damos esperanza, y propiciamos aprovechados de las ayudas sociales, de las becas, vivir del cuento.
Si realmente el mercado regulara estas cosas bien, la gente por sí misma declinaría unos estudios que no les sirven. Pero es todo un engaño y tienen que utilizar todos los resortes del Estado para obligar a la gente. Los autoproclamados adalides de la libertad se empeñan en obligar a la gente a no estudiar carreras, a decantarse por una formación mínima, a emigrar. ¿Quién te ha dicho a ti que quiero que decidas una carrera por mí?

lunes, 7 de julio de 2014

Servir a dos amos. Fragmentos para una teoría política (3).



De pequeños aprendimos que no se podía servir a dos amos. Había que elegir dios o el dinero, porque si se escoge a uno, se deja de atender al otro, y viceversa. En política, sin embargo, mucho me temo que las decisiones sólo triunfan cuando sirven a más de un amo. No dudo que muchas de las teorías, explicaciones, propuestas tengan en su origen, un válido intento intelectual, moral, vocacional de servir de mejora para la sociedad; lo triste es que sólo salen adelante cuando, además de las finalidades primigenias sirven para conseguir otros propósitos más espurios. O al menos, sirven para satisfacer a diferentes grupos.
La mejor manera de verlo es con algún ejemplo. Me dedico a la enseñanza secundaria, la que está siendo vapuleada desde todos los puntos posibles. Recortes en salarios, aumentos de horas, despido de compañeros, cambios inverosímiles con la nueva normativa LOMCE… Para no parar. El caso es que como docente me siento bastante deslegitimado en muchos aspectos. Uno no se termina de acostumbrar a que cualquier fracaso de cualquier alumno sólo tenga una causa: el profesor. Como he visto en la publicidad de una Academia de Música (¡!???), si tienes problemas con las Mates o se te atraganta la Lengua… “el problema casi nunca eres tú”. Así, literalmente.
La administración parece apoyarte cuando “intenta” igualarte en la consideración de autoridad pública, pero si uno se fija bien, ante cualquier problema es conveniente tener todo atado y bien atado. Al final uno termina por practicar una enseñanza “defensiva”, más pendiente de evitar problemas que de enseñar. No estoy diciendo que todos los profesores lo hagamos bien permanentemente, y que todos seamos vocacionales trabajadores abnegados y sufridos, que llevamos nuestra profesión mitad monjes, mitad psicólogos, mitad asistentes sociales, mitad encantadores de serpientes.
El caso es que conozco a más de uno que es así de maravilloso, pero no se puede exigir ese grado de entrega y dedicación. Como padre lo que pido es simplemente un profesional que enseñe la Meseta, cómo funcionó el feudalismo y qué es eso del neocolonialismo. ¡Qué error el mío! Ahora no se trata de enseñar esos contenidos, hay que empeñarse en trabajar y, sobre todo, evaluar las CCBB, Competencias Básicas.
¿Qué son las Competencias Básicas? No termino de tenerlo claro, pero según parece, como profesor de Sociales debo preocuparme de evaluar si el alumno tiene competencia matemática, comunicativa, sobre el conocimiento físico, plástica, digital, aprende a aprender y es autónomo. En la lista de competencias me dejo la llamada “Social y ciudadana”, que no se ocupa de indagar sobre el conocimiento de la realidad social, sino que es una suerte de baúl de sastre de buenas intenciones y mejores hábitos. Yo pensaba que me encargaba de la parte de los países y las revoluciones, pero no. Eso es conocimiento que cualquiera puede conseguir con un teléfono móvil. Es lo que nos dicen las pruebas PISA, así que, ¡a cambiar el chip! Que aprenderse la lista de los reyes godos está pasado de moda. ¡Y tanto! Yo soy medievalista y no tuve que aprendérmela. La administración me desautoriza desde el temario. Lo que explico, ya sea Carlos V o el nazismo, no tiene importancia per se, no sirve para nada.
Ante cualquier barbaridad como esta yo empiezo a preguntarme a quién beneficia, quién sale ganando. Comencemos con PISA. Este dichoso informe está organizado y patrocinado por la OCDE y representa una visión muy economicista de la educación. Su objetivo es conseguir que el sistema educativo prepare a los alumnos para un “buen” puesto de trabajo. Un buen puesto de trabajo ahora consiste en ir cambiando rápidamente de empresa, de ocupación y de país. De ahí la insistencia en los idiomas, en la autonomía y en aprender a aprender. Es una visión, creo, muy reduccionista de la educación. La Constitución vigente especifica que la educación tiene por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana.
¿Por qué tiene entonces éxito esta barrabasada? Porque en parte da respuesta a la mala conciencia de una educación demasiado memorística, muy teórica en los idiomas, con poca práctica, poco creativa. Aquí insisten los visionarios de las conferencias TED, como Ken Robinson. La escuela mata la creatividad. Quien haya corregido redacciones de adolescentes se dará cuenta de lo poco creativos que son y lo nerviosos que se ponen cuando se les desafía a ser originales: “Maestro, entonces, ¿qué pongo?”
También sirve para evitar problemas a la administración. El objetivo último de la evaluación por competencias (sí, sé que oficialmente es evaluar “las competencias”) es que haya un porcentaje de cada asignatura que se pueda lograr en otras asignaturas. Así, quien no apruebe matemáticas, puede conseguir el objetivo de la competencia matemática a través de materias como Ciencias Naturales, Ciencias Sociales o Tecnología. De esta forma podrá obtener un título aunque lleve varias materias suspensas. El sistema es así de perverso. Los número saldrán y el sistema educativo español tendrá unas perspectivas inmejorables.
Si yo fuera alumno estaría aterrorizado de que en cada materia me estuvieran vigilando todas las otras, pero como ninguno somos especialistas más que en la nuestra, tendemos a ser más magnánimos evaluando competencias que no nos competen. Ellos también “ganan”. Aprenden menos, pero aprueban más.
De esto, además, los padres ni se enteran, porque en el boletín de notas sólo aparece un 7 en la asignatura y punto. Todo lo demás depende de la voluntad del grupo de profesores.
Así que tenemos una reforma educativa encubierta en la que nadie de los implicados sale ganando, pero todos están muy contentos. Los empresarios porque tienen mano de obra bien preparada y dispuesta a los cambios; la administración porque no tienen problemas con los padres y los suspensos; el sistema porque tendrá individuos incultos y acríticos; los alumnos porque con poquito que hagan pasarán de curso. Y además es gratis, porque todo se basa en el trabajo del profesor que, para expiar culpas anteriores, abandonará el conocimiento memorístico en pos de lograr alumnos competentes.
Es un ejemplo que conozco, pero hay muchos más. La privatización de lo público desmontará el sistema, abrirá la puerta a convertirlo en un negocio enriqueciendo a las corporaciones que se encarguen de los hospitales o las escuelas (en Sanidad, en el registro civil, en la educación); pagará favores (Mariano Rajoy es registrador); mientras que dará la razón a quienes piensan que lo público está siempre mal gestionado y se han quejado de lo mal que funciona la Seguridad Social y lo bien que lo hacen los hospitales de pago. Los colegios privados segregarán a los alumnos según sus posibilidades económicas y reforzarán la idea de que la pública da un nivel muy bajo. La nueva ley del aborto contenta la moral de los más intransigentes y retrógrados, satisfará a quienes se ven en la obligación de controlar no sólo las almas, sino también los cuerpos, ahorrará en abortos en la Seguridad Social, y como luego no se aumentará la paga en dependencia, no habrá problema. No se trata de una simple estafa, funciona porque contenta a varios grupos de presión. Un gran negocio sirviendo a dios.
Pero bueno, estas quizás son las ventajas de tener como dios al dinero.