domingo, 22 de febrero de 2015

A propósito de Colmillo, de Jesús Chacón Acebedo. Bubok. 2014.



Comillo es una novela del género fantástico. Nada más, pero nada menos. No gustará a quienes prefieran tramas más realistas o poéticas pero los aficionados a los zombies, al anime y los manga, las diversas mitologías pueden estar de enhorabuena. Prácticamente no falta de nada. “Salvo las Supernenas” comenta el propio Jesús Chacón.
El autor es un joven roteño de 25 años cuya especial biografía no es necesario comentar pero que de una manera muy directa influye tanto en la concepción de la trama como en el dibujo de sus personajes principales. Podemos empeñarnos en ver en Colmillo, si no trazos autobiográficos sobre todo teniendo en cuenta que el protagonista es un tigre antropomorfo, un trasunto personal en muchos aspectos pero lo que me resulta muy interesante es hasta qué punto trasciende la anécdota biográfica para encuadrarse dentro del espíritu de una época.
La acción se desarrolla a través de los diálogos de forma trepidante. Una narración fragmentada que Jesús Chacón Acevedo asume con total naturalidad, heredero de la tradición de los guionistas, los cómics y las series televisivas. La personalidad de la Agencia lo conecta con la novela negra. Las frases lapidarias de los personajes, ese tono de perdonavidas también se encuentra en los relatos de detectives.
Es una historia de redención. Jesús/Comillo tiene que purgar los pecados de intentar matar a su madre Sofie. Ésta tiene que redimirse también del mal que ha hecho. “Yo maté a treinta y dos almas hace diez años, ese pecado me ha carcomido durante años” (pág. 36). Sofie ha tenido un niño-monstruo y toma la dolorosa decisión de matarlo para acabar como consorte de Satán enviando hordas de monstruos para destruir el mundo. Su hijo, Colmillo, se convertirá en un tigre antropomorfo cazamonstruos que trabaja para la Agencia, fundada por su padre Lucio. Lucio hace de padre mutante, entrena al tigre.
La trama nos presenta a unos personajes que se desdoblan, como los avatares. Colmillo tiene un alter-ego humano, Jesús. El protagonista es prácticamente perfecto, inteligente, fuerte, ocurrente, todo lo tiene controlado, es capaz de vencer a la muerte y sin embargo muestra gran sensibilidad: “Por qué todo le pasa a la gente que quiero” se queja Jesús (pág. 88).  Lucio, es Louis. Stefany es la mutante amiga de Colmillo. Estefanía es su forma humana. Lord Camil es el malvado sin paliativos, mientras que Sofie se descubre víctima de los manejos de Satán. En la lápida de Sofie se recordará que “nació pura y murió corrompida” (p. 181).
“Entonces Lucio pronunció el hechizo oequa ame, que mostró el alma de los bebés. El alma de Colmillo era pura e inmaculada, no mostraba signos de maldad; en cambio el alma de James era negra, oscura y llena de odio” (p. 178).
La relación entre Colmillo/Jesús y Stefany/Estefanía es muy significativa. Es indudable la atracción que sufren ambos, pero es imposible mientras estos llevan sus máscaras mutantes. En el momento en el que se descubren, en el que conocen sus identidades es cuando el amor se hace posible.
Varios aspectos son los interesantes en esta historia como arquetipo de un modo de ver el mundo. En primer lugar está el papel del héroe, el héroe que nos salva. Un mesianismo muy en consonancia con un individualismo paradójico que divide a la sociedad en aquellos con personalidad, vocación y fortaleza frente a la masa heterodirigida, incapaz de realizar una acción colectiva, sujeto paciente de las maldades y bondades de una élite, ya sea esta del bien o del mal.
El héroe en este género va un paso más allá de los superhéroes del cómic clásico. Superman o Batman se disfrazan, ocultan su identidad, en cambio, los mutantes (de los X-Men a los personajes de Colmillo) se transforman. Si bien al principio esta transformación es incontrolable, como el bebé que tras un estornudo pierde su forma humana, termina por hacerse a voluntad. Un trasunto de la mentalidad de superación de cierta autoayuda psicológica. La falsa muerte sería el cénit de la autosuperación.
La segunda cuestión que suscita interés es el dolor. Un dolor psicológico es el que mueve la acción, una búsqueda de los personajes por redimirse. La lucha, sufrir e infringir dolor, se realiza a través de torneos. Esto es, una forma ritualizada de combate. Toda una suerte de género narrativo, en especial el que conecta los anime y los videojuegos, se basa en el combate por torneos. No se trata de la violencia desatada, sino un armonioso ballet en el que héroes y villanos se comunican en una conversación basada en golpes, hechizos y dolor. Podría pensarse que la estructura del videojuego en el que la lucha se recomienza con una nueva partida sin repercusiones físicas sobre el jugador puede tener un efecto desensibilizador sobre los usuarios. Se presenta el sufrimiento como espectáculo, disfrutar con el horror, nuevas sensaciones para unas vidas vacías. El riesgo de falta de empatía con el sufrimiento ha sido puesto de relieve en numerosas ocasiones por diversos expertos sin resultados concluyentes. Sin embargo, no deja de ser significativo, y más teniendo en cuenta las tendencias militares del combate a través de drones que tanto parecen videojuegos.
La tercera forma de dolor que articula la historia es la tortura. La tortura a la que es sometido Colmillo muestra un dolor con intención. Es infringida mediante un joystick. No deja de ser curioso que se parezca de nuevo tanto a un videojuego.
Una mezcla de mitologías, Lucifer, mutantes, licántropos, cyborgs, hechizos, el Valhala... si la modernidad es la pérdida de los grandes relatos y la fragmentación de las verdades, no podríamos encontrar mejor ejemplo. Esta especie de utopía mítica, de crossover de universos está situada en el presente en unas localizaciones del imaginario espacial (Nueva York, Asia...) donde parecen reconocerse las oscilaciones geopolíticas actuales
En los años 70 el cine de catástrofes (Tiburón, Piraña, El coloso en llamas, Aeropuerto) ponía de relieve la desconfianza en alcanzar la felicidad, evidenciaba las carencias del Estado del Bienestar, a la ciencia se le escapaban variables, no todo es controlable: las fuerzas naturales, pero sobre todo la ambición y la codicia humanas. Los años 50 hablaron de los peligros de la ciencia con los accidentes nucleares y las invasiones extraterrestres. En la actualidad tenemos zombies, licántropos, monstruos, mutantes, ¿por qué?
Hay muchas líneas de conexión. En primer lugar, parece que lo personal es político, demasiadas coincidencias entre las biografías de quienes disfrutan con estos géneros. No es cuestión de cuánto se parece simbólicamente la vida de Jesús Acevedo con sus personajes, sino que muchos más se sienten identificados.
Los muertos vivientes están vivos, pero no vivos, como los jóvenes que no se pueden independizar. Se alimentan de carroña. Puede ser demasiado fácil conectarlo con la comida basura, pero también se puede entender una alegoría de la competencia, comerse unos a otros, batallas continuas. Los muertos vivientes suponen una modalidad de estar. Los hay propiamente vivos, y los hay vivos que sólo subsisten y se dedican a la depredación de otros seres.
Los zombies o los mutantes ponen de relieve una nueva socialidad, tribus urbanas, frente al individualismo del mal (Drácula), el mar viene en legión, hacen asociaciones, forman comunidades. Los monstruos se socializan.  El psicópata habla de la sociedad alienada, el individuo frente al estado como un duelo de inteligencias. Un ejemplo paradigmático es El silencio de los corderos. Las comunidades de mutantes o zombies se hallan orgullosos de ser identificados como tales, de que sus diferencias sean superpoderes, desdeñan la capacidad del Estado y la sociedad para su integración.
La redención es el tema base. Ya no se trata del pecado original religioso, sino de un crimen que se comete y el resto de la vida se convierte en un camino para la redención. En la ética posmoderna se puede rastrear la redención como leitmotiv. Comemos demasiadas grasas, no reciclamos, somos responsables de nuestro destino hasta el punto de dirigirnos en un continuo “Has de cambiar tu vida”.
Más allá de la trepidante acción o de la diversión gamberra, Colmillo es un síntoma muy claro de una sociedad contemporánea multicultural y ecléctica, en continua lucha, en la que las personas debemos desdoblarnos en dos personalidades, una heroica en la que nuestras diferencias nos hagan más fuertes, y otra humana que permita nuestros sentimientos. Una historia en la que todos tenemos un pecado y nuestra misión es buscar la redención.

martes, 17 de febrero de 2015

El pecado original



Muchos se han preguntado si el hombre tiene una naturaleza malvada o si somos buenos y la sociedad nos corrompe. También tenemos afición a comprobar si tales genes son los que provocan el cáncer, el gusto por el salmón o las malas notas. Por otro lado están quienes otorgan a la educación poder omnímodo sobre la mente humana. Decía Ortega que el hombre no tiene naturaleza, tiene historia. La pinta que tiene este debate es de ser irresoluble.
Preguntarnos qué influye más en el desarrollo de la personalidad de cualquiera, si los genes o el ambiente tienen el mismo sentido que discutir qué influye más en el área de un rectángulo, su base o su altura. Las dos magnitudes son necesarias y normalmente ninguna de las dos es definitoria. Se dan casos de rectángulos muy oblongos que necesitan poca altura mientras que encontramos otros estrechos en la base y muy altos.
Está claro que los genes son determinantes a la hora de nacer como humanos y no como caballos pero, aparte de algunas malformaciones muy destacadas, parece que existe una amplia variedad de respuestas aprendidas que abundan en las tendencias genéticas, las contrarrestan o incluso anulan. De todas formas no lo tengo nada claro. Si alguien, pongamos por caso, no está dotado por la naturaleza para el cálculo matemático que enseñan en los colegios y en cambio demuestra un pundonor extraordinario encerrado en su cuarto machacando los ejercicios y los problemas, ¿es que la voluntad se ha impuesto a la genética? ¿No podremos pensar también que está dotado genéticamente para tener voluntad?
Hay gente que no puede parar de hacer ejercicio, correr, gimnasio, aeróbic. No paran así los amarren a una silla. Algunos de ellos nos miran por encima del hombro a los sedentarios, en especial si nuestras líneas tienden más hacia el barril que hacia la tableta. Pasan por individuos voluntariosos, la mente sobre el cuerpo. ¿Y si sólo fueran meros esclavos de unos genes inquietos? O quizás sea yo capaz de quedarme una tarde entera sujetando un libro porque la naturaleza me ha dotado de esa ambivalente particularidad.
No sé si se habrán dado cuenta de que cada vez que se habla de la naturaleza humana es para dar cuenta de una falta, de algo horrible que hacemos los seres humanos. Y es porque sí, porque así somos, porque biológicamente somos así, porque la evolución premiaba a los egoístas y tal. Nos resistimos a ver en la genética algo positivo para los humanos.
Un ejemplo muy claro es el que nos emparenta con los grandes simios. Al parecer los chimpancés son bastante agresivos e individualistas. Compartir con ellos gran parte de nuestro genoma explicaría nuestra tendencia a la belicosidad. En cambio, si descendiéramos de la misma rama que los bonobos tendríamos una sociedad amable, de juegos y sexo sin complicaciones, altruista y comunitaria.
La tendencia es  culpar a la naturaleza de nuestros fallos, como algo irremediable con lo que tenemos que cargar. Es una visión que identifica la naturaleza humana con el pecado original. Una marca indeleble que arrastramos y que nos convierte en seres imperfectos, que tenemos que luchar contra nuestra propia naturaleza.
Hay una excepción en esta valoración de la naturaleza humana como pecado, es la del buen salvaje, la de Rousseau. El hombre es bueno por naturaleza y la sociedad lo corrompe. En este caso es la doble naturaleza, el carácter intrínsecamente social del ser humano el responsable de nuestros defectos. Recuerdo un ejemplo de las Confesiones del ginebrino. Por lo visto se encaprichó de una cinta de tela, artículo de lujo por aquellos entonces. Al notar su falta, la dueña inquirió y Juan Jacobo acusó a una criada, que fue despedida por el hurto. Para descargar su conciencia tiene el descaro de disculparse aduciendo que estaba enamorado de dicha joven y que por eso le salió su nombre por la boca. Juan Jacobo no es malo, la sociedad lo ha hecho malo.
Los partidarios de la influencia decisiva de los genes tienen mala fama, se les relaciona con tendencias racistas, nazis o, como mucho, de reduccionismo biologicista. No obstante están cobrando una nueva respetabilidad como críticos de la teoría de la tábula rasa. Esta metáfora popularizada por John Locke considera al ser humano como arcilla sin modelar a la que la educación da forma. De este punto de partida llegan los conductistas como Skinner, y supuestamente los totalitarios comunistas de Mao, Stalin y Pol Pot que considerando a la persona como continuamente mejorable sometían a sus poblaciones a intensas e infructuosas torturas de lavado de cerebro.
El mediático Steven Pinker abandera esta lucha. En su más que discutible best seller, La tábula rasa abogaba por el determinismo genético. Los seres humanos somos egoístas, aunque no necesariamente malvados y, lo más importante, diferentes unos a otros, lo que justificaría la diferencia de las fortunas no como resultado de una educación que no puede sacar de donde no hay, sino por efecto de las diferencias genéticas. En su discurso hay supuestamente buena voluntad, no se trata de dejar a su suerte a los más desfavorecidos, sino en encarar realmente la causa de las desigualdades y no malgastar los recursos en programas y ayudas que no consiguen resultados. Este planteamiento requeriría al menos un par de paginitas más para discutirse en profundidad. En su siguiente libro, Los ángeles que llevamos dentro (The Better Angels of Our Nature) sostiene que es el Estado de corte hobbesiano el responsable de un supuesto declive de la violencia en los últimos tiempos. Junto a él, el comercio, el cosmopolitismo y una feminización de las sociedades occidentales.
Lo que de bueno tenemos es por nuestra voluntad y nuestro intelecto. Lo malo, echando balones fuera, es por nuestros genes. Frente a esta tajante postura quiero recordar a mi maestro Luis Castro Nogueira, quien ardientemente sostenía que los seres humanos evolutivamente hemos desarrollado un modo de aprendizaje –assessor– por el que nos valemos de la aceptación o no de nuestros congéneres. Lo que nos hace humanos, naturalmente humanos, es la predisposición genética hacia la empatía, a considerar la mirada del otro como un refuerzo, a vernos reflejados en el sufrimiento y en la alegría. La cultura puede crear microclimas de felicidad, pero es la genética la que hace posible que esa atmósfera nos influya. Existe una naturaleza humana, la que permite que tengamos cultura humana.
No existe un pecado original al que culpar de nuestros egoísmos, tampoco podemos sentirnos tan altaneros al admirar nuestros triunfos. Todos, como especie, hemos sido capaces de lo mejor y lo peor. Nuestros genes y nuestra cultura nos inclinan hacia el cielo o hacia el suelo. Como tan bellamente lo transcribió de Dios mismo el humanista Pico della Mirandola
-Oh Adán […], no te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas.

domingo, 1 de febrero de 2015

Segregación



Reconozco que a veces escribo no para mostrar mis ideas, sino más bien para tenerlas. Hay asuntos que me parecen tan meridianamente claros que me sorprende sobremanera no escuchar ciertos argumentos o certezas. En otros casos escribir es un poco como hablar, ordenar los pensamientos imaginando un interlocutor extremadamente educado que espera más de mil palabras para responder.
En estos tiempos inciertos da la impresión de que cualquier lucha, cualquier conquista social acaba pervirtiéndose y sirviendo al enemigo, resultando una amenaza contra quienes la inician, siguen o se alegran. La lucha por la identidad es un buen ejemplo. El derecho a ser diferente y a ser reconocido como tal tiene muchas aristas y se aplica a muchos sujetos.
Todo esto se basa en una metáfora visual. Las sociedades tradicionales se ven a sí mismas como una pirámide social mientras que las clases sociales implícitamente suponen una estratificación. La pirámide social ve impensable –y por lo tanto, imposible–, que todos puedan ascender y sacraliza una jerarquía en la que los escalones superiores son ocupados por cada vez más pequeños grupos de personas de cada vez mayor poder; la estratificación en clases no ve inconveniente alguno en que toda la clase baja ascienda a la clase media. Estas metáforas visuales son también mentiras sociales, ninguna sociedad es una pirámide (que solemos, encima, dibujar como un triángulo bidimensional) ni un pastelito con capas.
La metáfora espacial de la sociedad post-industrial va más allá y habla de exclusión social e inclusión, de sectores sociales. La sociedad es un círculo en el que las jerarquías se diluyen y lo preocupante es la marginación, esto es, estar en el margen, o la exclusión, estar fuera. Los movimientos sociales deberán promover la integración de sectores desfavorecidos. Parte de esta integración pasa por la lucha por el reconocimiento de la identidad de ese grupo.
Por ejemplo, la mujer desaparece conforme nos abandonamos en el estudio de la historia. Se la ha privado de visibilidad y de relevancia. Se puede hacer un relato minucioso y certero del devenir de la humanidad sin tan siquiera nombrar de pasada a lo que supone el cincuenta por ciento de sus integrantes. O se puede formar un gobierno que desafíe a toda la Unión Europea.
Durante mucho tiempo ha tenido la prioridad en la lucha feminista la visibilidad, tanto de los sujetos como de las injusticias. Su ejemplo ha sido retomado por los colectivos gay y transexual. Hay que hacerse visible, salir del armario. El secreto de la propia identidad deja de ser un recurso defensivo para convertirse en una herida que sólo puede curarse dejándola al aire, bien a la luz.
Dentro de estas luchas, la ofensiva queer que tan bien teorizan Judith Butler, o en nuestro país, Julia Varela o José Antonio Nieto, ofrecen un campo de batalla especialmente interesante. El propio cuerpo como ofensiva, tratando de provocar, no la compasión, sino la repulsa, negando la pretensión, la vana pretensión de ser considerados normales. Fernando Broncano ilustra hoy precisamente este punto. Si no puedo ser reconocido como igual, seré reconocido como diferente.
El colectivo gay, por ejemplo, acaba ganando una visibilidad importante. Sólo dos ejemplos, el desfile del orgullo y el barrio de Chueca. Hay bares típicos, establecimientos turísticos propios, más allá del gay-friendly. La pregunta que me ronda es si estarán construyendo su propio gueto. Recuerdo las revistas femeninas del franquismo en las que se especificaba claramente cuál era el papel y los gustos de la mujer-mujer. Ahora tenemos también revistas que indican a la mujer moderna qué hacer, cómo vestir y qué desear. Con otros contenidos, pero con un público muy delimitado. Lo mismo con los hombres, hay clubs masculinos, reuniones de tíos donde podemos hablar sin límites, ser incorrectos, y salir en calzoncillos. Estamos creando nuestros propios guetos.
Es la paradoja perversa del feminismo de la diferencia. Si definimos al ser humano como asexuado estamos negando las diferencias de cualquier tipo entre hombres y mujeres. Si valoramos específicamente lo que de peculiar tiene cada género estamos abriendo la puerta para productos específicos de márquetin y gustos prefabricados por pertenecer a una categoría determinada. Han pervertido el sentido de la lucha
Y quien habla de la lucha por la identidad sexual y de género puede sustituir el sujeto por el nacionalismo, o cualquier otra forma de reconocimiento de identidad. El ejemplo de la identidad andaluza es muy significativo, en un primer estadio durante la Transición se despertó un orgullo por lo propio como rechazo de la imagen estereotipada del andaluz, la gracia, el toreo, las sevillanas y la feria, la vagancia y la falta de cultura. En aquellos tiempos se reivindicó el acento andaluz y la cultura andaluza, lo propio como valioso… para acabar siendo la parodia de nosotros mismos que suele ofrecer Canal Sur cuando se propone mostrar lo andaluz: chistes, coplas, guasa, pueblos que rivalizan por ser esperpénticos y ocurrentes, un acento tan exagerado que difícilmente puede identificar a nadie.
En resumen, cuando hemos pretendido ser andaluces orgullosos acabamos siendo el andaluz de los Álvarez Quintero, cuando pretendemos la visibilidad de los grupos marginados, como emigrantes subsaharianos o musulmanes, terminamos viendo cómo se van creando bolsas de marginación. Si reivindicamos la identidad del inmigrante ecuatoriano acabamos por etiquetar y discriminar. No sé si necesariamente esto debe ser así, pero el caso es que estamos viendo cómo la lucha por la integración acaba a veces con la aculturación y otras veces con la obstinación en los detalles más mínimos de diferencia. El narcisismo de las pequeñas diferencias.
El caso británico de comunidades largamente asentadas en las islas procedentes de las antiguas colonias, jamaicanos, pakistaníes… o nuevos emigrantes como turcos, norteafricanos o latinos muestra una amarga cara de fracaso. Uruguayos que sólo hablan con uruguayos, españoles que no conectan jamás con ingleses, sino que se van de juerga con otros españoles… ¿Cuál es la solución?
La lucha por el reconocimiento de la identidad grupal tiene muchos riesgos y un difícil encaje. Se ha hablado mucho de las realidades cosmopolitas y pluri-identitarias y nunca está de más recordar que los seres humanos no tenemos una identidad monolítica. Michel Maffesoli celebra gozoso este renacer de las tribus, más inestables, más líquidas, más efímeras, pero realmente pieza básica del rompecabezas del mundo contemporáneo.
Un mundo que, como advertimos en la publicidad, está cada vez más segregado entre hombres y mujeres. Los juguetes están mucho más marcados por el género que hace veinte años (Lisa Wade) y para los mayores hay anuncios claramente male and female oriented. Como me señala Mercedes Márquez, el anuncio de esos postres de soja en el que muchas no tan jovencitas van pegando saltitos al ritmo de un ritmo pegadizo, muestra a mujeres integradas en los diferentes campos, sociales, familiares y laborales. Pero sólo está dedicado a mujeres, que son las que se deben preocupar de su físico y su salud.
Creo que el juego del mercado, que ha abandonado la estandarización de los primeros tiempos del fordismo, se basa cada vez más en la segmentación y aprovecha estas reivindicaciones identitarias como target al que dirigir su publicidad. Este mecanismo tiene consecuencias, como un boomerang acaba retroalimentando la conciencia de la diferencia, ocultando por otro lado lo que de común tenemos o podríamos tener los seres humanos. Y además, incide en los aspectos más superficiales, y a menudo denigrantes, de las diferencias entre los grupos, hombres y mujeres, mayores y pequeños, partidarios de un equipo de fútbol o de otro, propios y extraños. Esta mala gestión de la identidad reconocida por los otros genera tensiones tanto a nivel individual como grupal y acaban por afectar a cómo somos y cómo decidimos qué queremos ser.