domingo, 26 de marzo de 2017

El perdón



Vivir es mantener el difícil equilibrio entre los extremos. Decían los antiguos que la diferencia entre el veneno y la medicina es la dosis. Y prácticamente todo en la vida tiene esa ambigua cualidad. Los peligros vienen por los efectos secundarios de casi cualquier cosa. Incluso aquellos que no tienen por sí mismo contraindicaciones. La moderna psicología nos recuerda que podemos convertirnos en adictos prácticamente a todo. Así resulta que siempre estamos en peligro, a veces por demasiado y otras por demasiado poco.
                Tampoco sabemos cuáles son las mejoras normas para guiarnos por ellas. No me refiero a las normas de urbanidad ni a la ética ciudadana, es que ni siquiera sabemos cómo debemos gobernarnos a nosotros mismos. Hemos pasado de un sistema de normas a tener que bregar con multitud de consejos, de actitudes y de propuestas, la mayor parte de las cuales son contradictorias entre sí.
                Vivir en el mundo de la tradición tiene la ventaja de tener claras las cosas. Aunque no tanto. La tradición dice que el mundo es un peligro y que prácticamente cualquier disfrute es pecado, y a la vez, la tradición se expresa con la voz del pueblo recordándote la felicidad de vivir alejado del mundanal ruido. A quien quiera saber, mentirijillas a él. Y con estos consejos nos podemos mantener a flote en un mundo de apariencias y de peligros, que vienen tanto de los demás como de uno mismo. De grandes cenas, están las sepulturas llenas, nos recordaba el saber popular para evitar la gula.
                El desprecio a uno mismo no es que casara muy bien con ese cuidado que todos nos debemos, con el amor propio, como se decía entonces. Pero era entendible que tratáramos al cuerpo como algo sagrado que se sacrifica, propiamente, para un fin mayor. No admitía el cuerpo más alegrías que las que el propio dios te mandara. Y ante ellas, la humildad y el agradecimiento.
                La humildad está en la actualidad más que olvidada. Y es lógico, como un golpe de péndulo, que el orgullo de ser uno mismo se valore más que la propia humillación. Para disimular hablamos de autoestima. Y para disimular decimos asertividad para enmascarar el descaro. La imagen ideal que los nuevos sacerdotes, los terapeutas, los consejeros y coaches, es la del que abandona cualquier vínculo y vive su vida sin depender de nadie, que valora sus proezas y sus cualidades tanto como sus debilidades y defectos. Incluso podíamos decir que son más importante los reversos tenebrosos porque esos son los que nos definen. Merezco que me quieran con mis defectos, más aún, que me quieran por mis defectos.
                Premiamos a los niños respondones, las celebridades descaradas, las autoridades campechanas que hacen gala de sus más desagradables hábitos. Celebramos con popularidad la falta de caridad y de vergüenza porque es el modelo de persona que se acepta a sí misma. Rechazamos vehementemente los antiguos mandatos de auto-exigencia, de pundonor, de entrega, aunque luego el mundo laboral los demande y acabemos por cumplirlos. En el plano de los discursos prima más el quererse a uno mismo y perdonarse los defectos, permitirse los errores.
                Creo que la vida tiene sus dificultades, y desde muy pequeños estamos bregando con lo que Freud denominaba el principio de realidad. No conseguimos las cosas tan fácilmente como nos gustaría. Y, por si fuera poco, nos imponen unos objetivos que, francamente, no nos apetecen. En la escuela debemos estudiar cuando no tenemos el cuerpo para estar sentados frente a un libro, en el trabajo nos deslomamos por mucho que sepamos que el mundo sigue ahí fuera, invitándonos a disfrutar de la brisa del mar. Pero, queramos o no, hay cosas por las que debemos esforzarnos, aunque sea por nuestro propio gusto.
                Y para eso no podemos darnos tregua, no debemos perdonarnos a nosotros mismos, considerar que podemos esforzarnos un poco más, sobre todo si es para alcanzar una meta que nos es grata. Y esa tendencia a disculparnos y, a pesar de todo, querernos a nosotros mismos, acaba por concedernos treguas interminables en nuestra empresa, descansos y palmaditas en la espalda cuando apenas hemos comenzado el camino. Gozamos de un paternalismo propio, de una condescendencia hacia nuestras debilidades que nos aleja de lo que nos hace felices. Preferimos quedarnos acurrucados en nuestra falta de voluntad cubiertos con una manta de perdón hacia nosotros mismos.
                Nos perdonamos la vida demasiado, a la vez que nos mortificamos constantemente, somos capaces de odiarnos y pretender cambiar desde la talla de nuestra cintura hasta los hábitos del corazón mientras que nos otorgamos un homenaje de un suculento postre porque ayer lunes comenzamos la dieta. En lugar de mantenernos en un equilibrio más o menos inestable por la calle del medio, oscilamos violentamente entre los dos polos. Nos disculpamos las miserias para, seguidamente, machacarnos la autoestima a todos los niveles.
                Entre tantas voces es difícil distinguir cuál es la verdadera, si debemos tomar el camino del estoicismo, la austeridad y forjar nuestro carácter ante las dificultades, o adorar la laxitud y dejar de evaluarnos con seriedad para celebrar cualquier avance con un descansito en el camino. Y, lo que es más complicado, siendo conscientes de que existen ambas tentaciones, elegir con sabiduría y determinación qué proporción de ambas es la óptima para ser feliz en el momento presente y no comprometer nuestro futuro.
                En fin, que vivir es difícil y me voy a tomar un descanso para meditarlo.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Reseña de Isabel Marina. Acero en los labios. Ediciones Camelot, 2016


La periodista y poeta Isabel Marina ya se había dado a conocer en diversas antologías y ahora Ediciones Camelot lanza su primer poemario. La poesía de Isabel Marina adopta múltiples matices dentro de unos temas principales sin perder intensidad. Sus versos adoptan la sencillez de las palabras y las estructuras, mientras que la sutil arquitectura de las ideas despliega los argumentos a través de los versos. El volumen se dispone en tres partes, “Como pobres diablos”, “Esta ceniza seca” y “Somos fulgor” en las que podemos intuir una narrativa que va desde el desconcierto (“Y yo,/ con acero en los labios,/ sigo buscando,/ buscando a Dios”, I), a la incomunicación y a una especie de renacer pleno de lucidez, energía e ilusión. En el fondo, no está ajena la simbología de la vida (como sufrimiento), la muerte y la resurección.
     Isabel Marina es una apasionada de la poesía. Entre sus raíces es imposible negar la influencia explícita de Emily Dickinson y la reivindicación de Leopoldo de Luis, pero ese romanticismo va parejo a la poesía combativa de Blas de Otero, la reflexiva de Julio Mariscal, Luis Rosales, José Luis Hidalgo y la utilización expresiva del surrealismo de Lorca (XLI, el “piano de nieve”, XLI). La alternancia del verso libre, blanco y la rima elegante confiere un tono cercano que no resta profundidad a las palabras de Isabel Marina.
     La primera parte comienza con una invocación: “Y yo, / con acero en los labios, / sigo buscando, /buscando a Dios” (I). La soledad, la angustia dota a estos poemas de un tono cernudiano. La incomunicación, ese acero en los labios, es quizás, uno de los temas principales de estos verso.:: “Nuestro afanes son inútiles. / Nuestra vida, apenas nada.” (IX). El conocimiento, la lucidez sólo es conciencia de lo terrible, del invierno que asesina a la primavera (X). La vida es un sufrimiento del que querríamos huir.
     En la segunda parte el paseo por la vida mata, poco a poco, sin que nos demos cuenta aunque el poeta es muy consciente de ello. Continúa la incomunicación, como en el poema XVI, con ecos de Sara Teasdale, “Respiro y te busco. / Desde los mármoles, /te llamo. // con el corazón asfixiado / y las agujas de mis labios, / con mi vientre / yo te llamo”.
     El espíritu del haiku está presente en la manera en la que se mira al paisaje, especialmente el natural, el bosque, la playa, el mar, los árboles, las cuevas, los espacios cerrados que aparecen junto a entornos urbanos (“Van muriendo las luces de la nueva urbanización”, XXII), y a los ambientes de la intimidad.

“Somos polvo en el camino / de una realidad inconexa” (XVII)

     Predomina la primera persona, aunque también se distancia con la tercera e interpela con la segunda. Enumeraciones de sintagmas como pinceladas impresionistas, detalles que componen un cuadro. Las referencias pictóricas son explícitas en XXXIII (“Lienzo de hiedras fugitivas) y XXXI (Los árboles destrozados / nos acusan con sus ojos, / en este inmenso corredor / que lleva al cuadro final.”). Aliteraciones elegantes: “Devoro besos salobres” (XXXII).
     Poderosas metáforas de la incomprensión: “y nos damos la espalda, desvanecidos, / como fósiles tallados en ámbar” (XIX); “nuestro lecho es una alfombra / devastada por el hielo” (XII); “Las palabras son la lluvia / que nos quema por dentro” (XXIII); “Tormentas de silencio / devastan la alameda” (XXIX).
     En la tercera parte despierta la rebelión, la ira y la ilusión, la rabia, un optimismo más patente: “Ya ha llegado el tiempo / de sentir la lluvia, / de liberar mi nave” (XXXVIII). El tono que predomina es el del himno para conseguir las fuerzas con las que alzarse, hacerse con el control de la vida y continuar el viaje con esperanza.
“Las olas combaten
los malos presagios.
La arena ilumina
nuestros cuerpos dormidos.
Seremos al fin libres,
criaturas en paz.” (XLII)

     No está sola y aunque sigue siendo consciente de la muerte y la destrucción, siente que le acompañan:

“Me observan
mis seres queridos
los que se fueron
pero no se han ido,
porque escucho sus pasos,
porque nada termina” (XLI).

     Este delicado e intenso poemario concluye de una manera muy zen:

“Nubes plomizas
en el interior.
Derviches que giran.
Son cuatro estaciones:
Nacer, crecer,
sentir, morir
...
Pronto, otro día.
En nuestra mirada,
rescoldos, fulgor” (XLV)








lunes, 20 de marzo de 2017

La discriminación hacia la mayoría



En estos tiempos inciertos nunca podemos estar seguros de quién oprime y quién es oprimido. Parece que, al final Foucault tenía razón y es la víctima quien tiene el poder. Siempre me había parecido que el filósofo francés entendía las relaciones de poder como un ejemplo de sadomasoquismo en el que es el esclavo quien tiene el poder, porque es él quien decide concluir el juego, quien, con una palabra clave, desactiva todo el aparataje de dominación. Fin de la escena. Sin embargo, si atiendo a las declaraciones en prensa o a los revuelos mediáticos de las redes sociales, debo confesar que me siento perplejo. O quizás todo sea un caso más de atender más a la paja en el ojo ajeno que a la viga en el propio.
                Creo que debemos dar por descartado considerar a España como un país laico. Son demasiados los beneficios que posee una Iglesia, la católica, como para que nos planteemos seriamente que exista una división estricta entre Iglesia y Estado. Es cierto que, según la constitución, no hay religión oficial, pero seguidamente se establece la importancia del catolicismo para el conjunto del Estado. Y si se quieren recurrir, según la constitución, las prerrogativas de la Iglesia, ésta recurre al Concordato, anterior a la Carta Magna.
                La cuestión no es si debemos ceder parte de ese espacio a otras religiones para que todas estén en igualdad. De esa forma quedamos discriminados los que somos ateos. Los distintos credos tienen sus plataformas de actuación para protestar cuando se vulneran sus derechos, tienen una presencia continua en los actos, especialmente en un país tradicionalmente católico como el nuestro. Los ateos no tenemos una iglesia donde recogernos y, además, tenemos una gran heterogeneidad de puntos de vista y de necesidades que hace difícil ofrecer un rostro reconocible.
                A pesar de todo ello, supongo que todos estaremos de acuerdo en que nuestras creencias –o no creencias– tienen el mismo derecho a no ser molestadas. En la televisión pública existen programas para distintas religiones, y se podría discutir si su duración es la razonable, como la polémica que ha surgido con la propuesta de Pablo Iglesias de eliminar de la parrilla televisiva la retransmisión de la misa. Lo primero que se me ocurre es reclamar la atención sobre los que no somos creyentes en ninguna religión. No tenemos un espacio donde se traten los asuntos de los ateos. Y nadie ha planteado hacerlo. Las reacciones a la propuesta de Iglesias han sido paradigmáticas. Unos acusan directamente al líder de Podemos de hacerle el juego a los islamistas. Otros sospechan que nunca se atrevería a prohibirles lo mismo a los musulmanes, porque ellos sí que defienden ardorosamente sus creencias. Es muy ilustrativo que se acuse de lo que podría pasar en lugar de ponderar lo que sí sucede.
                Lo que sucede es que la televisión de todos considera de utilidad pública retransmitir la misa católica los domingos con la misma fe con la que retransmiten partidos de fútbol. No me gusta ni uno ni lo otro, pero se supone que no hay discriminación entre los equipos que son retransmitidos mientras que sí que no hay una igualdad de oportunidades entre las distintas religiones. No todas son retransmitidas.
                Sinceramente sostengo que no debía ser retransmitida ninguna, que el ámbito público es el de todos y dejar de transmitir la idea que España es católica en esencia, más allá de los barnices modernos y extranjerizantes. No hablo de prohibir las misas, sino su retransmisión desde la televisión pública. Ya no se reza el Ángelus desde Radio Nacional y no se le puede acusar de haber bajado los índices de asistencia a las misas. De eso se han ocupado los curas católicos y toda la jerarquía.
                En realidad, lo que me parece sorprendente es que sea la Iglesia quien se sienta discriminada cuando ni paga impuestos como el IBI, puede inmatricular inmuebles, impone sus profesores en la educación pública a los que pagamos entre todos. Se le cede el protagonismo en las calles, y no sólo durante la Semana Santa. Se les atiende en cuestiones de familia cuando los miembros de la jerarquía católica no pertenecen más que como hijos de sus padres.                Se sienten agraviados cuando se imparten contenidos cívicos, acusan de relativismo a cualquier crítica a su hegemonía ideológica, pretenden librar a los niños de aculturación cuando ellos quieren adoctrinar a los suyos –y a los demás si les dejamos–. Califican de intromisión a la defensa de valores diferentes a los que ellos defienden. Si los homosexuales quieren visibilidad y las mujeres muestran que hay modos diferentes de ser hombre y mujer, montan un revuelo. Quieren acabar con la familia y los valores occidentales, gritan asustados cuando precisamente se aspira a conseguir que todas las perspectivas, todos los tipos de familia puedan convivir. Defender el matrimonio entre dos hombres no acaba con el tradicional entre hombres y mujeres que los católicos conservadores se identifican. Ahora bien, aceptar la postura de estos conservadores católicos sí que quita el derecho a los homosexuales a casarse.
                Siento perplejidad por todos aquellos varones, caucásicos, heterosexuales, con su parcela de poder, católicos y españoles que se sienten tan amenazados por las declaraciones de las minorías, por el feminismo, por cualquier nueva idea que pueda perturbarles sus tradicionales valores occidentales.
                Las reivindicaciones de las mujeres, de los homosexuales, de las minorías no me quitan, al contrario, las asumo como propias, aunque no pertenezca a ninguno de esos colectivos. Para mí, es la forma de ser humano, compartir las necesidades de los demás e intentar darles solución. Como ateo me siento en minoría, pero, sinceramente, como varón heterosexual de origen patrio, no me siento amenazado en absoluto.

lunes, 13 de marzo de 2017

¿Quién teme al feminismo feroz?




Semana del día de la Mujer Trabajadora. Es la temporada de que todos dejen su opinión sobre la igualdad, la falta de ella, las decisiones políticas y las opiniones de los otros. Todos dicen estar a favor de la igualdad, pero a la hora de implementar políticas o de dotar de medios se pierden en la retórica. Muchos se sienten forzados a contrapesar las alabanzas de la mujer con las de los hombres; los asesinatos machistas, con los hombres que mueren o son maltratados por sus parejas o exparejas. Aunque la descompensación no tenga color.
La cuestión es que mucha gente desconfía del feminismo. Muchas personas, hombres y mujeres, que pueden estar a favor de la igualdad pero que se resisten al término. El feminismo tiene mala fama y se asocia a hembrismo, feminismo radical… Las feministas son tachadas de resentidas, marimachos, feminazis… Todos estos términos no son más que insultos y desviaciones del lenguaje.
La expresión feminismo radial es un oxímoron. El feminismo, como la Real Academia de la Lengua reconoce, es la defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. ¿Cómo podríamos ser moderados en la defensa de los mismos derechos?, ¿renunciamos a algunos? La igualdad no admite grados, o se tienen los mismos derechos o no se tienen.
 El término feminazi no merece la pena ni comentarlo. Hembrismo sería el reverso del machismo. Sin embargo, no existe. El machismo cuenta con una estructura asentada, una tradición, incluso unas leyes y unos usos que perpetúan la superioridad del hombre sobre la mujer y no existe en la sociedad una superioridad de la mujer que dé pie a sus abusos. Quizás la palabra que buscan sería misandria, el odio a los varones como la misoginia es el odio a la mujer. De todas formas, no podemos olvidar que muchos machistas no son misóginos, dicen “adorar” a las mujeres, pero las toman como una muñequita a la que hay que cuidar.
Hay quienes proponen que la defensa de la igualdad se llame Igualitarismo o Humanismo… para usar un término más inclusivo. Muy a menudo son los mismos que protestan ante la exigencia de un lenguaje inclusivo y ven innecesario cambiar los hábitos del habla. Se quejan de la insistencia con que las feministas evitan el masculino genérico, pero son incapaces de aceptar, por una sola vez, el femenino genérico.
Algunas mujeres prefieren sentirse femeninas a feministas, como si sólo fueran feministas las que visten de marimacho, con pelo corto y camisas de cuadros. La imagen de las feministas ha sido siempre ridiculizada, como la caricatura de sufragista que aparece en Mary Poppins.
Ser reacio a abanderar el feminismo es una forma más de machismo. Es muy posible que jugara en contra de Hilary Clinton en la campaña contra Trump. (Y eso que es un feminismo muy para las mujeres de cierta clase.) Negarse a estar bajo esa bandera indica que, en el fondo, disgusta que la posición canónica no sea la del varón.
Quienes se quejan de que las feministas acusan a “todos” los hombres, acaban descalificando a “todas” las feministas, cayendo en el mismo error que pretenden denunciar. Denuncian que el feminismo censura y coarta la libertad de expresión, que es una nueva inquisición. Habría que preguntarles cuántos herejes han quemado las feministas. Contestarán que las feministas se dedican al linchamiento mediático. Sin embargo, en la lucha feminista no sólo ha existido ese linchamiento mediático –del que ellos ahora mismo están formando parte–, sino penas de cárcel y condenas muy duras. Y es que la libertad de expresión no consiste en decir lo que te venga en gana, es también aceptar que otros te critiquen por ello. Cuando no existe libertad de expresión es cuando te multan o te encarcelan por tus opiniones.
Sospecho que también está detrás una indignación cuando nos descubren un ramalazo machista, cuando se pone de relieve un desliz, un arcaísmo del que no teníamos noticia. Y respondemos minusvalorando nuestro machismo, desacreditamos a quien ha descubierto nuestra falta, acusamos al feminismo de quejica y, por último, estallamos acusando de odiar a los hombres y de ser resentidas.
Que la estupidez humana está muy bien repartida lo sabemos perfectamente. Y, de eso no se libra nadie, ni las feministas, ni el santo padre en Roma. Así que el plan es el siguiente: cada vez que una feminista diga algo extravagante, démosle publicidad y hagamos de la propuesta el ejemplo de todo el feminismo. Lograremos ponerlo en ridículo y que la gente prefiera abjurar del feminismo y que la igualdad de derechos entre hombres y mujeres no sea efectiva.
Quizás algunos piensen que no es necesario, que con que las leyes proclamen la igualdad ya está todo conseguido. Muchas mujeres, de clase alta, como Esperanza Aguirre, Margaret Thatcher o Ayn Rand, se ponen a sí mismas como ejemplo de que el feminismo es contraproducente porque asume que las mujeres son inferiores. Lo que hay que hacer es trabajar y luchar por ocupar por sí mismas un puesto predominante en la sociedad. Esta postura de salón tiene la enorme ventaja de superponer a la división de género, la de clase. No tienen las mismas oportunidades de sobresalir la condesa Aguirre que cualquier estudiante de clase media baja de una universidad cualquiera con una beca insuficiente. El antifeminista y la antifeminista sostienen que nadie debe ocupar un cargo por cuotas, sino por su preparación, ¿están insinuando que no hay mujeres tan capaces como cualquier hombre como para una descompensación tan grande como hay en las altas esferas?
Que al feminismo le queda mucho por trabajar es cierto, por eso hay que seguir en la brecha. Que hay países que han avanzado más que otros, por supuesto, pero que no miremos tanto por encima del hombro cuando vemos sentencias judiciales en el nuestro que son una auténtica vergüenza, cuando vemos que la celebración del 8 de marzo se convierte en un remedo de la Sección Femenina de Falange.
Que el feminismo no sea un corpus dogmático, sino que existan muchos tipos de feminismo, que haya debates internos es una suerte. Ni siquiera aquellos que gozan de textos sagrados –llámense Biblia o El Capital– se libran de interpretaciones y de sectas. Hay feminismo de la igualdad, feminismo de la diferencia, y ecologista, y lesbiano… Y se repiensa para adecuarse a los tiempos.
En un mundo en el que el feminicidio es una lacra, en el que las violaciones dentro y fuera de los matrimonios están a la orden del día, en el que se penaliza ser mujer y se la coloca como objeto de colección, resulta muy pueril quejarse porque uno recibe insultos de machista. Sobre todo si tus opiniones lo son, si te interesa más recalcar la estupidez de las que luchan por la igualdad, si pretendes equiparar el asesinato de mujeres (van 16 en este año) con la mala leche que se destila por igual en muchos divorcios… El machismo mata, el feminismo no.
Si estás a favor de la igualdad social entre hombres y mujeres, ¿por qué te cuesta asumir que eres feminista?