lunes, 5 de diciembre de 2016

Ideas extrañas



Las ideas tienen su hábitat natural y cuando cambian suelen tener una reacción adversa. Hay ecosistemas más propicios y otros más inhóspitos. Suele suceder, sin embargo, que hay especies más adaptadas, o quizás es que haya paisajes naturales más habituales para las ideas. Y las que no abundan se sienten como extrañas, aunque puedan alimentarse de lo mismo y tengan referencias parecidas.
                Hablamos de ideología cuando consideramos a las ideas de los demás como especies invasoras, como si no fueran las propias del lugar. Siempre se han hecho las cosas así, esto es como dios manda, y todo lo demás son especulaciones utópicas, tonterías sin sentido, estrafalarios caprichos de gente ociosa que no entiende de la vida. Es tan grande la presión que se disfraza de sentido común, de razón a secas, sin aditivos. Todo lo demás es demagogia e influencias extrañas.
                Se pone uno a discutir sobre Fidel Castro, por ejemplo, y salta el problema del comunismo o el capitalismo. Podemos dejar aparte que lo de Cuba o la URSS sea el comunismo tal como lo propuso Marx, pero lo que siempre saldrá a la palestra es que el sistema socialista fracasó. Y lo dicen como si el capitalismo estuviera funcionando. Como si los millones de personas del Tercer Mundo estuvieran así por ignorancia o por pereza, como si nuestro supuesto bienestar no tuviera que ver con su miseria.
                Por supuesto que cada uno puede pensar lo que quiera, y seguramente encontraremos datos y razones para argumentar nuestra postura. La cuestión es el tono que se utiliza. Los defensores del status quo siempre hablan como si su opinión fuera la verdad, y la crítica siempre fuera una preferencia arbitraria. Eso es ideología. Defender en foros públicos un ataque al sistema no es una opinión respetable, es adoctrinar.
                Sin embargo, todas estas personas que defienden libremente sus ideas no suelen argumentar de manera original, suelen repetir, en el mejor de los casos, la frase de moda y en la mayoría, una serie de prejuicios que se van extendiendo y perdurando a lo largo del tiempo. Cualquiera que haya leído o atendido a una tertulia televisiva va a encontrar argumentos con los que defender su postura y seguramente tenderá a utilizarlos en debates domésticos, olvidando incluso que no se le ocurrieron a él (o ella). De eso no nos libramos nadie. Por eso yo procuro ir asignando las ideas a quienes se las escuché, aun a riesgo de quedar como un pedante. En cambio, los que defienden el status, la “realidad tal cual es”, tienen a su disposición miles de tópicos que han ido “comprobando” a lo largo de su vida, con un evidente sesgo cognitivo que les hace almacenar en la memoria sólo aquellas ocasiones en las que se corrobora su prejuicio. Esto no es nuevo.
                Pongamos un ejemplo en el que dependiendo de sobre quién lo diga tenemos una concepción distinta. Imaginemos a alguien que se dirige a la administración, al Estado o a los ayuntamientos pidiendo que se le concedan ayudas, se le perdonen deudas o se les adjudique un local. No sé en qué tipo de persona habrán pensado, pero si lo han hecho en alguien procedente de un poblado de chabolas probablemente se hayan sentido indignados. Pero qué desvergonzados, cómo tienen la desfachatez de pedir por la cara, cuando uno ha tenido que trabajar tan duramente para pagar una hipoteca gigantesca.
                Pero, ¿y si el solicitante es uno de esos llamados “empresarios”? Ellos también piden ayudas, locales, rebajas de impuestos… Y lo hacen con la misma desfachatez. Lo mismo piden que se les concedan unos terrenos, que cambien leyes antitabaco, que les dejen invadir las aceras para sus negocios… Y todo con la excusa de que van a dar puestos de trabajo.
Para ser justos, ambos sujetos ayudan a crear puestos a través de sus solicitudes. Los primeros dejan renta disponibles para sus gastos suntuarios, los segundos aprovechan el trabajo de los demás para enriquecerse. Pero a estos últimos, encima tenemos que agradecerles su esfuerzo porque dan empleo en un país con mucha necesidad.
¡Anda que no he escuchado veces que a los empresarios hay que cuidarlos! Como si fueran una especie en extinción. Más cuidado hay que tener, porque con las especies naturales no se tienen tantos miramientos. No nos equivoquemos, si contratan a gente es porque los necesitan para hacer más dinero. Si pueden evitar contratar, evidentemente no lo hacen. Podemos imaginar un mundo sin empresarios, pero difícilmente sin trabajadores. Ahora, como hay obreros a patadas y pocos empresarios, hay que mimarlos.
Los extranjeros, esos que nos quitan los puestos de trabajo, son los mismos que abusan de los servicios públicos y no quieren trabajar de pura vagancia. Porque primero hay que ayudar a los de aquí, como si el hambre y la necesidad tuvieran bandera. Como si no hubiera españoles por el mundo ocupando puestos de trabajo.
También escuchamos que las leyes castigan al que roba una gallina y que dejan libre al que desfalca. Porque nos sentimos más amenazados por un chorizo callejero que por un político que utiliza dinero público. Nuestros impuestos, esos que queremos que nos bajen, sirven para que se despilfarren. Pero no nos indigna de la misma manera. Exigimos justa coherencia al perroflauta que viste de marca o tiene un iphone, pero se nos olvida pedirla al cristiano que no va a misa, que no vende lo que tiene para dárselo a los pobres como pidió el Hijo de Dios. Se supone que el cristianismo defiende unos valores y por eso no deben desaparecer de nuestras aulas, pero nadie reclama coherencia para que los políticos católicos no mientan.
Defendemos la patria cuando alguien no se siente español, pero no exigimos defenderla fuera de los colores, cuando se defraudan impuestos o se establecen cuentas en paraísos fiscales. Yo no me siento español, no sé por qué tengo que tenerle afecto a una tierra o a gente con la que no trato –incluso con la que trato–. Creo que mis deberes ciudadanos consisten en cumplir mis obligaciones, ser profesional en el trabajo, educado en el trato y puntual en mis pagos. Lo mismo que si viviera en Bélgica o en Etiopía, independientemente de dónde hubiera nacido. Y, de la misma manera que pago, puedo exigir las ayudas, las subvenciones, los servicios de la comunidad en la que vivo. No creo que nadie me pueda exigir la obligación de tener un sentimiento.
Sí, ya lo sé, me estoy poniendo panfletario. Es lo que pasa cuando soltamos algo en contra del sentido común, de lo que estamos acostumbrados a escuchar. Y seguramente porque soy un populista, que estoy en la postverdad y todo eso, y que estoy desnaturalizado porque no me siento español. Lo dicho, un extranjero con ideas extrañas.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Los caminos del deseo



Los caminos del deseo son inescrutables. Y las valoraciones al respecto, también: desde el nirvana que aspira a la negación total del deseo hasta el capitalismo furibundo del Black Friday que promete el nirvana a mitad de precio. Como diría Deleuze, no importa qué deseas, lo importante es desear.
                Me inquieta la cuestión del deseo por cuanto presenta una docilidad escurridiza. En español decimos que te entran las ganas, como si éstas estuvieran flotando en el espacio y te poseyeran. En cierta forma no le falta razón a la expresión lingüística, nos contagiamos de los demás, respiramos su deseo. El deseo, decía Lacan, es el deseo del Otro. Nunca comprendí si se refería a que deseamos al Otro o si deseamos lo mismo que el Otro desea. De todas formas parece como si conectáramos con una corriente que nos dirige hacia una diana concreta. Una diana que quizás no nos hubiéramos percatado que existiera.
                Pero, por otro lado, nada más íntimo que nuestro deseo. Aquel que nos motiva cada mañana, aquel que utilizamos como bandera o aquel que guardamos en nuestro interior y nadie conoce. Incluso el deseo que ni nosotros mismos conocemos guía nuestros pasos. Puede que, como sospechaba Freud, todos los seres humanos compartamos los mismos deseos, que, de una manera o de la contraria, seamos esclavos de esos impulsos hacia la creación o la destrucción.
El deseo es la base de nuestra libertad. Al final, podemos buscar definiciones muy altisonantes, podemos sospechar, como hizo Skinner, que no existía, podemos perdernos en mares de citas, pero nos basta saber que libertad es hacer lo que uno quiere. Y ahí tenemos el deseo.
Comprendemos con facilidad la obligación de hacer lo que uno no quiere. Más aún cuando nos obligan hacia algo que queremos no hacer. Ese mandato imperativo, explícito, brutalmente sincero puede tener la sanción de todo un ejército. Puede estar investido con la sacralidad, puede imponerse con la ley. Violencia expeditiva propia del Antiguo Régimen, cuando el rey absoluto te obligaba bajo pena de muerte a someterte a su regia voluntad. Contra ese imperativo es relativamente fácil oponer la negativa, al menos en el plano de la voluntad, quizás no lo sea tanto en la práctica, pero somos capaces de tener conciencia de que somos obligados y que ése, concretamente ése, no es nuestro deseo. El imperativo categórico kantiano nos ofreció la autonomía para oponernos basándonos en nuestra propia Razón. Los teóricos de la desobediencia civil nos explicaron cómo llevarlo a la práctica porque la ley, por muy justificada que pudiera estar, nunca puede estar por encima de nuestra conciencia individual.
Las dictaduras están acostumbradas a mandar y nos acostumbran a estar acostumbrados. Van un paso más allá que en el Antiguo Régimen, no sólo nos obligan a hacer o no hacer, también nos obligan a pensar de una determinada manera. La violencia es un recurso que siempre está presente, intimidando, pero que no puede ser el único para doblegar a una población entera. Se necesita un cambio en las mentalidades, una aceptación de esa dictadura. Normalmente se apoyan en cierta funcionalidad, en que han sido efectivas para un objetivo concreto: parar las hordas comunistas, salvar al pueblo del imperialismo, controlar la indisciplina social y la pérdida de valores… En un manual de 1931 para el profesorado de historia se justificaba la dictadura de Primo de Rivera como recurso momentáneo en circunstancias muy complicadas. Ese era también el caso de la magistratura romana denominada, precisamente, dictador.
Cuando son efectivas las dictaduras, sus propagandas y sus cambios ideológicos acaban por calar entre las personas que ven como normal la realidad tal como es descrita por la oficialidad. Viajar, leer, ver películas, estudiar historia… se convierten en actividades subversivas porque dan una alternativa, una utopía realizable a la que los regímenes dictatoriales temen. Sus pies pueden ser de barro, pero gracias a años de control ideológico, se acaban endureciendo y perviviendo años más tarde de la desaparición física del caudillo.
En el mundo que nos ha tocado vivir la situación de resistencia es mucho más difícil. Por un lado porque el control del pensamiento se hace mucho más refinado. Decía Baudelaire que el mayor acierto del demonio es convencernos de que no existe. Y parece que en las democracias occidentales no hay ningún tipo de censura y que cada uno puede pensar lo que quiera. Los sociólogos comprobamos que no es así, que curiosamente se imponen modos de aceptar la realidad muy convenientes a los sistemas políticos y económicos, que santifican unas estructuras sociales que son contrarias a los intereses de gran parte de los individuos que, aun así, son capaces de defenderlos con su vida. La conciencia individual que Kant había situado como juez supremo está comprada, al menos hasta cierto punto.
El cuerpo, de todas formas, es capaz de sentir que algo no funciona: el estrés, las migrañas, el sentimiento de tristeza son formas de resistencia contra ese férreo imperativo. El deseo que se revuelve en nuestro interior nos avisa de que somos partes de un mecanismo. Y nos negamos. El problema es que ahora también nos obligan a sentir. Hay sentimientos que debemos tener, otros que debemos reprimir. Todos con una actitud positiva ante la vida, con emprendimiento, con el deseo sexual encaminado en unas direcciones (¡viva el poliamor!) y restringido en otras (la pareja tradicional es una imposición machista), iniciativa empresarial… Este es el pensamiento único que nos intenta programar las células de la piel para que se nos ericen de placer ante el chocolate y se pongan como escarpias frente al terrorismo. Una vez establecido el patrón de sentimiento, basta con nombrar la libertad y se derriten los corazones; basta nombrar el terrorismo para que estemos todos en contra; basta apelar a la dignidad de la muerte para que todos debamos sentirla…
No nos paramos a pensar si los discursos son coherentes, si no nos estarán imponiendo unos estilos afectivos, una manera de manejar los sentimientos como quien dirige una empresa, gestionando eficientemente nuestros placeres y desengaños. No podemos negarnos porque no nos obligan a hacer. No les hace falta, ya nos han convencido en el pensamiento y han doblegado a sentir la repulsa y la atracción…
Un asco.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Ciento volando



Un conocidísimo experimento psicológico consiste en mostrar a niños una nube de algodón y prometerles que si aguantan sin comerla el tiempo en el que los experimentadores salen de la habitación, podrán tener más chucherías. Les dicen que pueden comerla si quieren, pero si son capaces de esperar tendrán una recompensa mucho mayor. Es una medida bastante evidente de la capacidad que tienen unos de demorar la gratificación frente a los impacientes que no pueden reprimirse. La verdad es que inspiran ternura los intentos que hacen algunos niños para aguantar sus instintos. Tararean, tocan la nube, la huelen… Muchos no tienen remedio y se la zampan al poco tiempo.
                Por lo visto han comprobado en estudios a largo plazo que aquellos que supieron aguantar han conseguido mayor éxito en la vida. No me he detenido a comprobar cómo han medido el éxito ni en qué consiste. Me intriga cómo han conseguido aislar otras variables como el grupo social de procedencia, o cualidades que pueden ir parejas a la capacidad de demora de gratificación, como la inteligencia, la impulsividad o el hambre.
                Lo que parece muy claro es que el ascetismo mundano hace triunfar en el mundo actual. No tener espíritu de sacrificio te condena en vida a llevar una existencia pobre y sin esperanza de prosperidad, ni en los negocios ni en la vida emocional. Es lo que sería el ethos del protestantismo que corre parejo al capitalismo.
                Sin embargo, esta manera de concebir la actitud correcta ante la vida es contradictoria con el viejo refrán castellano del más vale pájaro en mano que ciento volando. Es verdad que hay refranes para casi todo y su contrario, pero quizás sea que las exigencias de la vida hace unos siglos eran muy volátiles para arriesgarse a una recompensa posible pero no segura. En el caso del experimento parece que los niños sí que estaban persuadidos de que los científicos iban a cumplir su parte del trato. Pero, ¿y si no todos estuvieron seguros? ¿Fue una cuestión pragmática la del toma el dinero y corre o fue inconsciencia? Esta época tampoco da para mucha más confianza. La volatilidad del mercado es seña de identidad de estos tiempos líquidos donde todo lo sólido se desvanece. Quizás haya que repensar el experimento en este capitalismo tardío.
                También contradice el experimento la máxima del carpe diem, aprovechar el momento, vivir sin pensar en el mañana. Lo curioso es que ambos mandatos coexisten en el mundo actual. Por un lado prácticamente te exigen el ahorro, la hipoteca, la previsión en un plan de pensiones, y por otro te arrastran al consumo y a vivir el día a día, sin esperar al mañana. Amazon Premium, comida instantánea, lo quiero aquí y ahora…
                Realmente no sé cómo vamos a lidiar con dos exigencias tan contradictorias y con tanto poder en el imaginario. El ser humano tiene una realidad bastante compleja, ignoramos cuál es su esencia y siquiera si tiene una. Decidir sobre la existencia de una naturaleza humana es un debate que suele acabar demostrando, como casi todos los debates, cuál es la ideología política de los contendientes antes que sacar en claro algún aspecto de ella. Tendemos a pensar, sobre todo en una gran tradición en sociología, que el ser humano es polivalente, que su mente es tan plástica que cualquier bebé se adaptaría a las normas sociales del grupo humano donde naciera. Este es un gran a priori muy complicado de demostrar. Pero lo cierto es que tenemos una variabilidad cultural, dentro de una misma sociedad, y sobre todo, si comparamos unas con otras. Parece ser que ni los sentimientos más básicos son compartidos por todos los seres humanos. Pico della Mirandola, en quizás uno de los textos más hermosos e inspiradores, defendía que la naturaleza humana no estaba decidida de antemano y que podíamos aspirar a ser como ángeles o reducirnos a vivir como las bestias. ¿Hasta qué punto podemos decidir sobre nuestro destino? ¿No estamos condicionados en un extremo por los genes y en el otro por el ambiente en el que nos criamos? Como sociólogo y como historiador me gusta pensar que los ambientes determinan de una manera muy clara muchos de los comportamientos y las imaginaciones –lo que los historiadores llamaban no hace mucho, las mentalidades– de los hombres. Digamos que mi aportación es clarificar en qué medida lo hacen.
                Por otro lado es más que evidente que no podríamos hacer cosas que los genes no nos permitieran. Los genes determinan si somos gusanos o humanos, el horizonte de posibilidad nos lo marcan los cromosomas, pero un filtro nuevo, la sociedad en la que nacemos, marca la dirección del cambio. Refuerza o reprime. Genéticamente estamos programados para aceptar esa influencia –si no lo estuviéramos, nunca podría ser efectiva–. Hay, desde luego elementos que permanecen estables a lo largo de la historia de la humanidad. Lo que nos hacen entender las tragedias de Shakespeare, y otros que hacen incomprensibles la preocupación por la honra del Barroco. Por eso unos vemos que el mundo siempre ha sido mundo y otros vemos qué modernos eran los antiguos.
                Sin embargo creo que se comprueba que hay tendencias distintas en momentos diferentes de la historia de la humanidad. Sociedades que premian la rapacidad y otras que conviven con la pereza. No puede ser que todo un país esté íntimamente ligado genéticamente unos con otros. Deben existir unos condicionantes que inclinen, aunque no arrastren hacia la previsión o hacia el goce inmediato.
                Lo que no creo es que se haya dado en muchas ocasiones una contradicción tan evidente, no entre unos sujetos y otros, sino entre las propias exigencias del sistema social y económico, que necesita a la vez, el ahorro de las familias y el gasto, que proclama la recompensa inmediata y que entrena para su demora. Que te alienta a hipotecarte y te culpa de la crisis, que te muestra los triunfadores y sus lujos y que te recrimina que intentes vivir por encima de tus posibilidades, que tengas iniciativa –empresarial, por supuesto– y que vivas conforme a lo establecido…
                Quizás debiéramos aprender de los pájaros, que no están en mano, sino volando a cientos.