martes, 27 de septiembre de 2016

Fats are the nigger of the world

Volviendo a la exageración metafórica, aterrizamos en un homenaje a Lennon. Me gustaría insistir en el tema antes de enfrascarme en los estudios de José Luis Moreno Pestaña, quizás un poco por aclarar mis ideas como punto de partida. La discriminación hacia los obesos es un ejemplo más de la tiranía de un único modelo de exterioridad humana. Evidentemente no se trata de una prohibición legal como en los tiempos de la esclavitud o la segregación. Es algo más sutil pero muy contundente, sutil porque se instala en nuestras cabezas como si fuera algo natural cuando es un prejuicio cultural. Cuando digo que es un prejuicio cultural me refiero a que no está probado que la grasa en el cuerpo humano esté asociada a todos los problemas de salud que solemos escuchar. Los habitantes de la Polinesia acumulan muchísimo tejido adiposo y crecen de los problemas que –por lo visto– atascan el sistema público de salud en Occidente. No es la grasa, tiene más que ver con las dietas yo-yo y, mucho me temo, con la calidad de los alimentos y del estilo de vida basado en el estrés. Y estar gordo da muchísimo estrés a pesar del estereotipo del gordito feliz.
Me refiero a que es cultural también porque el modelo de belleza es el que desprecia las tallas grandes. Por lo visto, la ropa sienta mejor en un maniquí que en una persona. A lo que habría que preguntar por qué no hacen ropa que sienten bien a las personas y rehacen los maniquís. A los gordos, por ahora no nos prohíben acceder a los lugares, pero sí que nos miran como extraños. Faltaría más que tuviéramos que escondernos. Pero que conste que hay muchos que no queremos ir a la playa y quitarnos la camiseta, no podemos saber si tienen inconveniente o no, si lo hacen a gusto o a disgusto. No es cuestión de estar o no orgullosos del cuerpo, es el que tenemos y punto. Y no necesariamente de comer en demasía, ¿qué es comer en demasía? Yo como mucho menos que mi cuñado y el no engorda. Mi madre lleva a dieta toda la vida y no hay forma de adelgazar. Ser gordo es un estigma y grande.
¿Pueden los obesos considerarse discriminados? Al menos por ahora, no hay en España una legislación discriminatoria con las personas con sobrepeso. Encontramos, en cambio, algunas normativas de un carácter más difuso que sí nos afectan. Pongamos algunos ejemplos. Para algunas profesiones la imagen es importante y se exige una presencia más que agradable. Se puede entender que puestos de cara al público no estén ocupados por personas de talante agrio y malencarados. Otra cosa muy distinta es que auxiliares de vuelo tengan que tener unas medidas corporales concretas, como si la altura del auxiliar o su volumen pudieran entorpecer las delicias de un vuelo trasatlántico.
A un nivel más cotidiano hay que decir con cierto asombro que comprar ropa se vuelve una tarea excesivamente complicada para los que tenemos sobrepeso. Prácticamente en ninguna cadena de moda se encuentran tallas para personas algo más voluminosas. Y cuando las hay, están apartadas con el letrero de “Tallas grandes”. Esta deformación no sólo afecta a los obesos, es un ataque en toda regla a las medidas estándares de la población. Comprar ropa se convierte en una actividad masoquista en la que uno es consciente de lo poco atractivo que resulta para los diseñadores. La conclusión que saco es que los gordos somos tan feos que convertimos en indignas las prendas, por eso se evita a toda costa que se nos pueda asociar con Zara, Mango, H&M…
Es algo sorprendente porque según estos estándares la mayoría de la población está fuera de su peso óptimo. Las marcas están reduciendo voluntariamente su público y obligándolo a realizar dietas y privaciones cuando lo natural en el resto de ramas del negocio es acercar el producto al consumidor, no obligar a éste a adaptarse.
Es, como en muchos casos de discriminación, una cuestión de visibilidad. No es conveniente que se vean gordos. Apenas hay personajes con obesidad en las series o en los programas de televisión. En todo caso, se ajustan a un par de prototipos, el obseso con la comida, el torpón y el ridículo por el mero hecho de tener sobrepeso. Hay una comedia norteamericana cuyo tirón básico es que lo protagonizan una pareja obesa, como si el amor entre ellos fuera algo obsceno y ridículo, que tuviera que ser explicado.
Todo el mundo se ve en la obligación de decirte que debes perder peso, que tienes que comer menos, hacer ejercicio, ir al gimnasio, dejar de cenar… Si un “consejo” de ese talante se realizara refiriéndose a cualquier otro aspecto de la vida, sería considerado una grosería. Alguien que te recomendara que leyeras más, o que tuvieras más cultura se llevaría, casi con toda seguridad, una respuesta de enfado. Los psicólogos te recomiendan que te maquilles y que pierdas peso para tener más autoestima, ¿en serio que nadie ve ofensivo eso?
Saltan a las noticias una cantidad considerable de alimentos que se ha demostrado que tienen productos cancerígenos, o, por lo menos, nocivos para la salud. Se introducen para mejorar el aspecto, la duración o hacer más agradable el sabor. Eso es un punto a tener en cuenta en la clasificación –de clase social– de la obesidad. No todos podemos pagar un extra en productos sanos, someternos a curas de limpieza de toxinas o una liposucción. O tener el desahogo para cocinar dos tipos de dietas a la vez en una casa. Ojalá todos tuviéramos lo suficiente para poder vestir, viajar, o tomar copas. Y comer sano es muchísimo más caro que hacerlo con productos que no cuidan la salud. Y ante pagar la hipoteca o comer verdura ecológica… No todo el mundo se puede permitir una hora de marcha diaria, ni ir a un gym para la operación bikini. Es una cuestión de ocio, y eso, lo lleva la clase social. Y no es comer lo que le venga en gana, sino lo que está en las estanterías de los supermercados. Comprar productos sanos está reservado a tiendas muy exclusivas, hay que tener tiempo de contactar con agricultores o cooperativas, porque hay que tener en cuenta las verduras, el pescado, la carne, la fruta… Demasiado follón cuando sólo tienes 20 minutos para hacer la compra turbo en el súper.
En lo que quiero insistir es en la necesidad de estar delgado como símbolo de status. En la clase alta no encontramos nadie que no vaya a una peluquería de postín, tampoco se permiten ropa que no sea de boutique ni que se deje ir un cuerpo sin tratar por cirugía. La clase alta no es sólo tener dinero, hay todo un hábito de vida, un estilo de comportamiento, un control de los cuerpos que tiene mucho que ver con la ascética calvinista de renuncia a los placeres. Una especie de compensación a nivel metafísico, disfruto de todo en la vida, a cambio, el sacrificio en la mesa. Digamos que se sufre más la presión sobre la delgadez.
No hay que culpar a la sociedad de los males, pero tampoco ni arrogarse con los méritos propios si la herencia natural o social te ha regalado una buena posición. Confundimos en la clase social lo que es adscripción a un nivel en la escala con lo que debería ser el logro. Igualmente con la delgadez. No siempre se es delgado por clase, por supuesto, pero ser gordo no es un problema de salud siempre.Se está partiendo de la base de que ser gordo es malo por salud, pero más problemas da el deporte con sus lesiones.

lunes, 19 de septiembre de 2016

La gente es tan egoísta que nunca piensa en mí




A muchas personas les gusta ser el centro de atención. Se mueven por la vida como si fueran el absoluto protagonista de una película coral en la que todos los demás nos debemos a su lucimiento. Ni siquiera se les pasa por la cabeza que cualquier otro ser humano pueda tener interés distinto. Estos especímenes están todo el día pendientes de informar a los demás de todos sus cambios de humor, de sus preocupaciones, de sus irritaciones y de lo que esperan de la vida en el siguiente minuto. Los demás somos su audiencia y, en todo caso, secundarios en su trama.
Exigen, exigen y exigen. Y a menudo no dan nada a cambio. Se comportan como divas, reclamando miles de cosas, insignificantes e imposibles. El caso es que todos alrededor estemos atentos a sus deseos, escuchando sus exigencias, viviendo a sus designios. Su ánimo es vacilante, como lo que ahora se ha dado en llamar alegremente bipolar. Si no obtienen lo que ansían se vuelven huraños, se enfadan y se deprimen pensando que no significan nada para nadie. Se enfurruñan en conversaciones ajenas, interrumpen a conciencia para protagonizarlas, siempre tienen el mejor punto de vista y, por supuesto, los mejores temas.
No hay término medio, o todo el mundo baila a su son o resulta que nadie les echa cuenta. Si se murieran –piensan– nadie los echaría de menos. Y todo porque en una reunión familiar, el nuevo bebé ha sido la estrella y ellos no han conseguido ni el status de vieja gloria invitada al show.
Son, además, imposibles de contentar. Nunca se dan por satisfechos. Insaciables, pretenden que no sólo atendamos su protagonismo estando delante, desearían que preguntemos por teléfono, mandemos whatsapp o perdamos el sueño con las mismas insignificancias que a ellos les preocupan. No pueden concebir, es algo fuera de su alcance, que alguien pueda tener un asunto entre manos que no les atañe ni siquiera de rebote.
Todo lo de los demás les resbala, les parece irrelevante, nos tratan como estúpidos por preocuparnos de esa manchita en la piel, del futuro en nuestro empleo, de las malas noches de nuestros niños o los planes que tenemos para nuestro futuro. Nada es tan supremo como sus problemas, ninguna enfermedad como la que pasaron, ningún agobio como el que les atormenta por las noches. Y si duermen a pierna suelta, también nos informan de ello y nos miran por encima del hombro porque no somos capaces de desconectar.
Estas personas pueden ser generosas, no cabe duda, pueden estar dedicándoles horas y horas a causas nobles, a ONGs, a cuidar de su suegra, a regalar a los sobrinos, a cualquier menester al servicio de los demás. Pero no pueden dejar de reclamar su cota de atención. Uno de sus trucos es precisamente ese, convertirse en imprescindibles a base de ser serviciales. Sin que nadie le pida nada, te avasallan con hospitalidad, con tartas, con tuppers llenos de comida que no cabe en la nevera, con jerséis que no hacen falta. Te cambian la decoración del salón con la excusa de quitar un poco el polvo, te revuelven los papeles queriendo ayudar en tu desorden… Y luego, acaban enfadados porque no se les reconoce su esfuerzo. Porque no estamos agradecidos, porque les quitamos el protagonismo y los ninguneamos.
Lo importante no es que se les agradezca tanto como que se les atienda. Si reñimos con ellos, se van a su casa satisfechos de haber logrado una indignación justa. Además, les hemos regalado un tema de conversación para que sus amigas les den la razón. ¡Qué desconsiderados han sido, con lo mucho que te has esforzado! Le dicen, y esas personas se inflan de satisfacción. De nuevo son el centro del universo. Lo peor que podemos hacer, el daño más grande es ignorarlos, ni darles las gracias ni enfadarnos, simplemente pasar. De todas formas seguirán a la carga, dándole vueltas a cómo lograr la atención de los demás, metidas en el infierno de la indiferencia, con la estupefacción de no comprender por qué no son el centro de las miradas y los miramientos.
Y lo peor, creen que todo se hace para perjudicarlas, o por lo menos, en relación a ellas. Si se hace algo, es porque esas personas lo han sugerido, si no se hacen, es porque se les tiene envidia… El caso es que el universo gira a su alrededor. Las causas de todo son las que conocen. Quizás sólo te hayan visto una vez repitiendo tarta, pero ya saben cuál es la causa de tu obesidad y de que te gustan los fritos. Es lo que tienen, ¿y para qué más? Saben todo lo que necesitan del resto de la humanidad, no precisan, ni quieren saber nada.
El caso es que, por el contrario, también existimos quienes no estamos cómodos delante de los focos, preferimos el petit comité, no nos gusta ser protagonistas. No es que necesariamente tengamos fobia a la gente o que seamos tímidos, sino que no tenemos esa ansia. Estamos felices en segundo plano, cuando apenas nos echan cuenta. Nos sorprende, y no siempre agradablemente, que alguien nos tenga en consideración. Puede parecer paradójico hacer pública una entrada de blog y pretender quedar en segundo plano, pero estas palabras sirven más para ordenar ideas que para trascender los límites de la posible audiencia.

lunes, 12 de septiembre de 2016

La necesidad de apoyos firmes (2ª parte)



Tomarse estas reflexiones en serio no significa que no vaya a mirar a ambos lados de una calle para cruzar, significa ser consciente de que la historia de la humanidad, y de la ciencia en particular, está plagada de supuestos sentidos comunes, de razones que no eran sino racionalizaciones pensadas para justificar una dominación. Las ideas de una época son construcciones sociales. Eso no quiere decir que el rey absoluto impusiera la botánica a sus enviados a las Américas, lo que significa es que a los ojos de los naturalistas de la época, todo, desde el Rey hasta las más minúsculas hierbas, debía regirse por la razón. Si no hubiera sido un pensamiento “razonable”, si no hubiera pasado por “sentido común”, evidentemente, no habría llegado a los libros de texto. Aunque se han dado múltiples casos de que se han colado barbaridades incluso para su época.
La mayoría de los que critican a los relativistas acaban por darle la razón al adversario. Los físicos que reniegan de Kuhn terminan por aplicar, con el mismo nombre o con otro, el concepto de paradigma y de revolución científica. Un ejemplo leído esta misma tarde, los “realistas” pretenden que la razón por la que un enunciado como “la nieve es blanca” es verdad radica en que la nieve efectivamente es blanca. Pero cualquiera que viva en territorios nevados sabe perfectamente que la nieve es blanca, pero con matices, incluso que puede tener un color sucio con la polución, o que directamente sea barro. Y en todos los casos es nieve. Sé que es un ejemplo tonto, pero las cosas del sentido común son así.
Lo más llamativo de esta lucha de ideas es que, en estos momentos, parece que ser relativista es ser el peor absolutista y, además, culpable de quebrar el avance de la civilización. Un poco como en la filosofía de Derrida donde lo que parece ser es siempre lo contrario. Los partidarios de que la religión se imparta en los centros educativos acusan al relativismo de ser la ideología más despótica de todas. Lo dicen quienes ofrecen un solo camino a la salvación y mandaban hasta hace muy poco al infierno a todos los demás (ex Ecclesiam nulla salus), los que, a poco que se les permita influir en las decisiones políticas, acaban por imponer su visión reduccionista y machista en temas controvertidos como el aborto y las tradiciones. Las religiones están utilizando a su favor las conquistas que la Ilustración procuró a los que no aceptaban la imposición de las religiones, el derecho a pensar por sí mismos. Aprovechan el relativismo a su favor. Tus ideas y tus razonamientos no pueden contra ellos porque están en su derecho a pensar así. Por lo visto defender el relativismo cultural es imponer una ideología mientras que evangelizar no lo es. El mundo patas arriba.
Mi relativismo es antiabsolutista, no pretendo sentar cátedra en nada, sólo discuto porque no estoy totalmente seguro. Intento estar más seguro cada día, encontrar más argumentos, mirar las cosas de otra manera, un poco de humildad. Sé que el razonamiento no me va a dar la seguridad absoluta, pero es lo mejor que tenemos. El caso es que quizás ni quiera la seguridad absoluta. Me encuentro bien dudando.
Me da la impresión de que necesitar apoyos firmes o no necesitarlos no es tanto una cuestión de filosofía como de gustos personales. Hay quienes necesitan tener un centro de gravedad permanente, como decía Franco Battiato –creo que un tanto con ironía–, y estamos otros que nos entusiasmamos ante la idea de que las cosas y los juicios no son eternos y que dependen de las sociedades cambiar o no. Imagino que es lo que pasaba con Kant (al que, por otra parte, me parezco) y lo que le sucedía a Heráclito. Uno no salió de su pueblo, y el otro no podía bañarse en el mismo río.
Lo que me da miedo es que cosas tan “evidentes” no lo sean tanto. Hace ya tiempo que aprendimos a desconfiar de la razón, que a veces se comporta como un monarca absoluto y en su nombre se perpetran crímenes atroces, como la eugenesia o la solución final de los nazis. Pues si tras los filtros de la razón encontramos apetitos inconfesables, ¿qué no encontraremos tras las intuiciones? ¿El sentido común, que ya sabemos de antemano que no es tan común, no nos engañará para justificar que queremos lo que queremos, que odiamos lo que odiamos y que somos como somos?

La necesidad de apoyos firmes (1ª parte)




Uno, que no le tiene miedo a nada, decide pasarse unas cuantas tardes leyendo y reflexionando sobre la disputa entre el relativismo y los no partidarios del relativismo, a los que no sé muy bien cómo les gustaría ser etiquetados. Supongo que son las resacas de la filosofía posmoderna, un nuevo golpe de péndulo. En estas eternas discusiones, por ejemplo, desde los sofistas con Sócrates, uno pude cómodamente afianzarse en sus posiciones simplemente encontrando la reducción a lo ridículo de alguna afirmación sacada o no de contexto, a un autor más o menos inspirado. Es fácil ser un relativista cuando escuchas a algún impenitente bramador contra los musulmanes, de igual forma que no tiene apenas mérito entresacar unas declaraciones de Derrida en algún seminario y subrayar sus incoherencias.
Creo que la búsqueda de la verdad, de certezas es una buena empresa, aunque mucho me temo que siempre estará incompleta. Eso me pondría, a priori, del lado de los relativistas. Y no es mal sitio para estar. Un sano escepticismo te puede evitar muchas declaraciones rotundas de las que uno se puede arrepentir en poquísimo tiempo. Sin embargo es verdad que el relativismo cultural tiene una mala fama innegable. Por supuesto que entre sus filas deben de militar muchísimos ineptos y canallas. Como en todos lados.
El caso es que muchos de los argumentos que se esgrimen para ridiculizar a los relativistas son torticeras interpretaciones. Einstein y su todo es relativo es un ejemplo. La teoría de la relatividad viene a decir más bien que la velocidad de la luz es un absoluto en el universo. La propia palabra teoría se ha degradado para significar un capricho del intelecto sujeto a los gustos como el marisco y el vino. Cualquiera puede tener una sin la engorrosa necesidad de confrontar con las demás.
Suelo decir que nadie tiene toda la razón, pero es verdad que hay gente que puede estar totalmente equivocada. Que varios expertos difieran en sus postulados no garantiza que uno de ellos tenga la solución adecuada y los demás estén en un error. Probablemente todos yerren y acierten, lo que no quiere decir que en la misma proporción. Por ejemplo, decir que la luna es un planeta es un error, pero sostener que está hecha de queso es una equivocación mucho más grande.
La ventaja que ha tenido el relativismo ha sido precisamente esa tolerancia hacia el error ajeno. La tolerancia, es decir, combatir las ideas sólo con ideas ha pasado a significar la aceptación tácita de que todas las opiniones son igualmente respetables. Y depende. En eso radica mi relativismo, en que depende. Pero procuro no quedarme ahí, me gusta clarificar de qué depende.
Evidentemente hay situaciones en las que nos vale una aproximación razonablemente laxa. Que un avión salga a las 14:04 en lugar de las 14:00, como tenía previsto, no nos produce desazón. No es un error de las aerolíneas. Definir científicamente un fenómeno químico puede ser un poco más problemático. Ahí tenemos que ser mucho más cautos y tenemos que exigir mayor precisión. Unas cualidades de las que, por otra parte, la ciencia siempre hace alarde. Sin embargo, es curioso que la primera lección en física suele ser la de los errores, para distinguir los errores sistemáticos de los ocasionales. No da mucha confianza empezar ahí, desde luego.
Los aficionados a la sociología del conocimiento científico estamos acostumbrados, después de Popper, Kuhn, Lakatos, Latour y demás a que los científicos no son tan científicos como pretenden en sus etiquetas. Una cosa es el resumen que puede aparecer de cómo se ha ido descubriendo el átomo y sus partículas y otra, muy distinta, es comprobar que funciona como ciclos sustituidos unos por otros. A esto se le empezó llamando paradigma, aunque ahora se prefiera el término programa de investigación. No es que todo valga en la ciencia, es que no son tan ordenados como sugieren expertos como Mario Bunge, no siempre hay una clara formulación de hipótesis y posterior comprobación. Las cosas en el laboratorio no son tan claras.
Y más allá, Nietzsche ya sabía que todo era humano, demasiado humano y que la verdad y la mentira tenían que ver más con la fuerza con la que se imponían las ideas que con la supuesta adecuación a la realidad. Dicen los enemigos del relativismo que la ciencia es única y que personas de diferentes religiones, culturas o géneros llegan a las mismas conclusiones. En realidad sólo se está reconociendo que todos han aprendido a actuar de la misma forma, con los mismos presupuestos y casi los mismos aparatos. Es normal llegar a las mismas conclusiones. Lo que es posible poner en duda es que siempre sean causas sociales las que llevan al error y que la certeza sólo provenga de la adecuación a la realidad. Quizás sean los mismos factores los que influyan tanto en el éxito como en el fracaso.