jueves, 28 de octubre de 2021

Reseña de Gerardo Venteo: ‘Casa de dos plantas’. Sonámbulos Ediciones. Narrativa. Col. MacAsar. 2021

CASA DE DOS PLANTAS | GERARDO VENTEO | Casa del Libro


Gerardo Venteo nació en Galera (Granada). Sus primeros proyectos datan de 1996 (Los verbos conjugados, Ediciones Adhara) y 2001 (En el corazón dormido del esparto, Proyecto Sur de Ediciones). Sin dejar de estar implicado en asuntos literarios como la organización de Encuentros de Poetas en Peligros (Granada), programas radiofónicos de poesía (La marcha verde) y su colaboración con otros artistas plásticos, como en la edición de la carpeta de serigrafías y poemas Memoria azul., pasó un largo silencio editorial. Me llenó de orgullo que participara en la revista Voladas, de Rota (Cádiz) y que luego publicara El nombre del frío (Editorial Maclein y Parker, 2008). Afortunadamente no ha pasado tanto tiempo en que aparezca Casa de dos plantas, que, de alguna forma continúa la indagación del paisaje emocional de En el corazón dormido del esparto. En ambos se acompaña de fotografías que cobran una importancia no menor en el mensaje. “Una casa puede ser una patria” dice José Gilabert en el prólogo y, el propio autor explica sus intenciones:

“A través de las páginas de este libro he intentado realizar un ejercicio de memoria personal que no tendría sentido sin hacer, al mismo tiempo, un ejercicio de memoria colectiva, entendiendo que somos causa de las circunstancias en las que crecimos” (Antes de comenzar)

Desde el punto de vista formal nos encontramos con un libro que transita entre la narrativa, las reflexiones y los poemas en prosa pero, a diferencia del sentimentalismo que impregnaba, por ejemplo, Platero y yo, este es un proyecto de conciencia poética y social en el que la memoria personal está conectada íntimamente con la colectiva, sin falsas nostalgias ni idealizaciones. “Éramos niños felices y descuidados”, dice en Todavía, la memoria de aquellos días. Casa de dos plantas es el balance de la transformación social y emocional de un país, de un paisaje y paisanaje que ha sufrido, el verbo no es inocente, una enorme metamorfosis histórica. Tampoco pretende ser una emulación de Campos de Níjar, con Goytisolo como espectador extraño y asombrado. Venteo habla desde dentro.

El libro está dividido en capítulos y dentro de cada uno hay distintas voces, con tonos distinguibles, incluso tipográficamente. En Desde el nido, por ejemplo, hay estampas en primera persona: “Me adentro en las calles tranquilas para recorrer los caminos del invierno, miro con desolación la verdad que esconden las puertas cerradas, la verdad del polvo que cubren las maderas y los hierros que franquean las ventanas (…) Ahora parece muda aquella historia” (Pasacalles). El autor presenta la inquietud que le ha hecho volver al lugar de la infancia y a reflexionar sobre la continuidad en el tiempo (“Una inercia sujetaba mi gravedad a aquel lugar que había sido mi lugar, mi casa”, No sabía) y analizar minuciosamente las transformaciones (“Y está en mí, en este nosotros dócil y cobarde, el viento del norte, la sombra oscura del viento del norte, su mano de escarcha sobrevolando los tejados de cada casa”, Liturgia de la historia y sobrevuelo de la nada).

La sección titulada como el volumen, Casa de dos plantas, se va deteniendo, primero en el edificio en su conjunto (“Allí está mi casa, quieta, esperando para devolverme el silencio de sus ojos y cobijarme con sus hebras de pino como brazos y el yeso de la palma de sus manos” , Camino sobre el puente; “Ahora tengo que aprender de nuevo el lugar de mi tiempo porque la casa se ha roto, se ha quebrado y un silencio enorme se cuela por las rendijas de los muros para habitar el vacío de los muros para hablar en el vacío de un hueco tan inmenso”. Ahora; “La casa es también el cimiento blando donde se construyen las palabras desde el primer afecto y donde se ensaya el orden moral que se abre al mundo más allá de la dulzura íntima que se cultiva en secreto” (Cimientos). Después irá recorriendo cada una de las estancias, cada una de las cuales remite a un momento en el tiempo, a una actividad (“Dicen que el hambre no se puede contar”, La cocina), como la vendimia. Gerardo Venteo no esconde que el proceso de volver la vista atrás puede ser doloroso (“A veces, como uña que escarba, es un aroma una luz o el retrato de una escena y, lo dormido despierta y duele o abriga”, En algún rincón), pero no es su intención recrearse en un tiempo supuestamente idealizado:

“Ahora no voy a sujetarme a lo que hemos perdido porque aún quedan muchas cosas por hacer en este tiempo rápido que se escapa sin más razón que la misma razón del tiempo intangible; pero no puedo, no quiero olvidar quién soy ni esta casa donde aprendí el abecedario de los afectos” (Porque a veces la emoción)

Esta es una plasmación concreta de la poética del espacio que defendía Gaston Bachelard. Uno de los referentes espirituales de este volumen.

La dimensión social se encuentra en los personajes que habitaron y habitn este espacio, El oficio de sus manos, donde podemos recrearnos en preciosas descripciones: “Y van callando poco a poco y dimitiendo sin oficio ni voluntad de renuncia” (El oficio de sus manos). En cierta forma es una antropología poética, porque es el poema una de las más sabias formas de conocimiento, que se puede comprobar en fragmentos como Mujeres, Abuelas, así como en el siguiente capítulo, Los ecos de la calle: “La calle y sus modos compartidos hacen pueblo, rituales, identidades que el paso del tiempo y su nuevo lenguaje borra” (La puerta de la calle); “Las casas, con sus nidos de cáñamo enfermo, son huecos que ya no sueñan, huecos que no esperan a nadie, mientras las hiedras detenidas y las hierbas ahogan los patios donde crece el número de palomas muertas” (Los ecos de la calle); “Todos los actos se ordenan en una secuencia regular, una mecánica dócil que se aprende por costumbre” (Las horas del día).

Las rutinas recordadas son un muestrario de pequeños actos y recias actitudes que forjaron una cohesión social que sabe muy bien evidenciar el poeta: “Era la vida práctica que resolvía sus asuntos sin permitirse el lujo de conceder tiempo al delirio de lo imposible” (Lo que había); “En la pobreza, una inteligencia práctica a la fuerza y, en lo sencillo, una sobriedad elemental, los rudimentos necesarios para vivir” (Pobreza); “Nacimos con una deuda, la de crecer con nuestro futuro a cuestas para saldar las cuentas de un pasado dócil y sumiso” (El porvenir);“La desidia es una paciencia triste y abandonada a una suerte incierta que, como una gangrena ociosa, se instala sibilina y sorda en el silencio de las casas” (Desidia).

Los apuntes dedicados a los vecinos nos acercan a los mecanismos de socialización y de conciencia moral y social: “Nos niños aprenden el valor del plural cuando aprenden el valor complementario y útil de los oficios” (El oficio del plural). Un valor del plural que se demuestra en  las fiestas, la iglesia como lugar de reunión, las costumbres. También la emigración. Algunos poseen nombres propios, como los retratos de Isidoro, el hortelano, María, Vilma (Un diálogo de soledades), Manuel… Todos ellos formaron Galera, pueblo de Granada, que es más allá del manido concepto de España vaciada.

En realidad, Gerardo Venteo está más cerca de La lluvia amarilla, en su percepción poética de un drama, que del periodismo de denuncia de Sergio del Molino. Así, nos encontramos descripciones donde lo pictórico, lo sensual más bien, adquiere el protagonismo merced a las cualidades plásticas del lenguaje:

“Afligido, el sol de noviembre se derrama sobre la paz fría de los mármoles. El sol manso de noviembre se cumple en los vivos a los que devuelve el orden y la paz, el ejercicio cotidiano de su oficio. El sol huidizo de noviembre que devuelve al tiempo su asignatura de tiempo veloz y transitivo” (Día de los Santos)

 “En este mar de luz y sal,

viejos cantos de sirenas, ecos del pasado, repiten una y otra vez en cada calle, una letanía que empapa el corazón. No, no las escuchéis, no, porque el tiempo no se detiene ni tampoco los vivos. No, no, no las escuchéis. Pero tampoco escuchéis estas voces fantasmas del futuro que vienen reclamando su cuota de peaje que es el olvido absoluto. Esas voces tampoco, no, esas tampoco”

Hay algo de la atmósfera de Pedro Páramo en la sección dedicada a Los que vuelven, con la sensación de lo familiar y lo extraño que se solapan:

“Pasas sobre los pasos en el tiempo y estos ojos de ahora que miran el mismo paisaje milenario que otros han mirado antes. Este paisaje fue parte de ellos. Tiro la vista al fondo y lo inmenso entra en mí, me empapa, y siento que en el latido de todo esto hay un punto de encuentro a través de los años, una común unión”.

Los juegos de los niños se mantienen sobre el escenario casi como una imagen fantasmagórica, presente y ausente a la vez. Admite el poeta que “No quiero otro lugar ni otro tiempo. Solamente, sí, la conciencia de esta pertenencia al lugar y al pronombre”, mientras que se recrea en los objetos, que, como la fotografía sirven de cordón umbilical con el pasado: “La fotografía, hace mucho tiempo, era un acontecimiento solemne que estudiaba la posición sabia del gesto que posaba rígido ante la cámara, una ilusión disciplinada que buscaba la ocasión propicia. (…) Entonces, la vida no se retrataba, sucedía y bastaba, se ordenaba rudimentaria y sin testigos” (Viejas fotografías). El paso del tiempo que tanto ha moldeado las fachadas y que ha escrito en el yeso que las cubría se adhiere a cada objeto, “Esos objetos han construido su nido de olvido entre el polvo, se han convertido en fríos testigos de otro tiempo y han vaciado mis oídos de su voz” (El alma de las cosas). Todos, paredes, estancias, la casa y lo que contiene, “Todo nos pertenece en la vida y nada es nuestro. La vida solamente; tiempo en el cauce de nuestro tiempo, voluntad esmerada en hacer del tiempo nuestra casa, un hogar donde se teje el bálsamo y la alegría” (Madura el silencio).

La Postdata hace una conexión entre las figuras del pasado y el propio presente del poeta, “De vosotros y vuestro calor vengo, de vuestro orden y de vuestro afecto. De vosotros vengo y en mí, aquí dentro, os oigo en días como hoy que, al recordaros, os beso” (Vengo). Se resume así toda la evocación que se ha iniciado con el elemento físico de la Casa de dos plantas: “Ese color de mi casa es una esencia antigua, el corazón de un aroma madre que cuando vuelve me recibe y me toca” (El olor a yeso).

 

domingo, 24 de octubre de 2021

Eta, mátalos


Se han cumplido diez años desde que la banda terrorista Eta decidiera dejar de cometer atentados. Ha sido el momento de hacer balance y de comprobar cómo las costuras de la sociedad vasca y la española todavía tienen rotos y zurcidos tan evidentes que no podemos ignorarlos. Más allá de que cada cual tenga una opinión sobre cómo, por qué y a qué precio terminó la violencia de la banda terrorista, creo que el especial que Carlos Franganillo para el Telediario de las nueve pudo ofrecer una panorámica bastante fiel de las posturas oficiales de diferentes grupos políticos. Se pudo apreciar claramente el esfuerzo por hacer malabarismos lingüísticos del lendakari o el discurso de prestidigitador de Mertxe Aizpurua que nos dirige hacia un lado para ocultar otras responsabilidades. Igualmente los dirigentes del Partido Popular se retratan en su misión de ataque continuo al gobierno y su eta-está-más-presente-que-nunca. El Psoe se muestra orgulloso de haber estado en el gobierno cuando Eta dejó las armas y se siente responsable del triunfo de la democracia sobre la violencia.

Otros cuyo discurso tiene que estar muy controlado es el de Unidas Podemos, porque resulta muy difícil explicar cómo hay que tender puentes para integrar en el juego democrático a quienes, en el pasado y quizás también en el presente, justificaban el uso de la violencia en la política. No es la primera vez que hay que procurar esa estrategia. Durante la Transición se transigió con los poderes fácticos para que fueran aceptando las reglas de la Constitución y la existencia de partidos comunistas. Las consecuencias, según los principales partidos del régimen del 78, fueron buenas, hemos llegado a la democracia plena de la que gozamos cuarenta años después. Sin embargo, para los críticos con el régimen, el franquismo sigue muy presente en las instituciones y cada vez más en la ideología de algunos partidos políticos.

Se comprende por un lado la exigencia de que los herederos del entorno de Eta pidan perdón a las víctimas y demuestren su compromiso ayudando a esclarecer los asesinatos aún no resueltos. Por otro lado, esta es una vía que presenta sus problemas. Por ejemplo, la revisión cinematográfica de Maixabel pone de manifiesto que la ceremonia del perdón solo puede ser a título individual, que el terrorista se sienta dispuesto como individuo a solicitar el perdón, que la víctima solo puede trasladar de una persona a otra. No todas las víctimas están representadas en el perdón como no puede perdonarse a toda la banda por la actitud de un miembro. Quizás sea una rémora del pensamiento católico. De todas formas, estoy seguro que si realmente los herederos de la violencia abertzale pidieran perdón, habría un sector muy importante que diría, en su derecho, que no es sincero, que son palabras huecas, que no se pueden fiar. Mucho más cuando los discursos son ambiguos, se recurre a lo genérico, a los verbos impersonales, como ha repetido Otegui estos días. Además, si Otegui no es Eta, ¿sus palabras representan el arrepentimiento de la banda terrorista? ¿Para qué insistir en que pidan perdón si luego no los vamos a creer?

Para empezar, porque es un gesto y estamos necesitados de gestos. Otegui tiene que mostrar gestos que puedan interpretarse como renuncias a la violencia etarra pero sin perder el perfil de abertzale que no se doblega. Si no lo hiciera, sería un traidor inservible como enlace entre un submundo anclado en el odio, que todavía existe, y una sociedad democrática. No conviene, de ninguna forma, endiosarlo como hombre de paz, a él le merece la pena seguir siendo el ogro abertzale. En cierta forma, debe dar cobertura al sentimiento arraigado en el independentismo de que su sufrimiento –no el de las víctimas– no ha sido en vano.

En otro orden de cosas siento vergüenza de cómo la ultraderecha y la derecha siguen utilizando el terrorismo para deslegitimar un gobierno. Desde un punto de vista político, es duro que el terrorismo acabara durante el mandato de tu rival, pero sobre todo hay razones casi psicológicas para no aceptarlo. Por lo que intuimos, la derecha sostiene que con Eta no se debió negociar, sino ir deteniendo a todos sus integrantes, se tardara el tiempo que se tardara. Sabemos, por el contrario, que todos los presidentes de gobierno han procurado un diálogo y una negociación, frustrada la mayoría de las veces. Para la mentalidad autoritaria que se esconde en muchos dirigentes y votantes de la derecha cualquier cesión es debilidad. Sin embargo, ¿es preferible aprovechar el agotamiento de Eta para acabar definitivamente con sus asesinatos? ¿Cuántos asesinatos son asumibles en el intervalo hasta su derrota por la policía?

El PP se enorgulleció de llegar, en el País Vasco, a acuerdos con EH Bildu y se ponía a sí mismo como ejemplo democrático. Ahora enarbola la bandera opuesta y si el gobierno entabla conversaciones con grupos políticos independentistas denuncia que están colaborando con romper España. Más aún, que son terroristas directamente. Siendo rigurosos, EH Bildu no es una organización terrorista, puesto que si lo fuera, automáticamente estaría ilegalizada. Aunque defiendan la libertad de los presos etarras.

Y precisamente ahí es donde siento mayor repugnancia. En la glorificación de asesinos, en la mentalidad que aún subsiste de desprecio hacia los enemigos. Todos los recibimientos son actos masivos. No son un empecinamiento de los líderes de la izquierda abertzale, son compartidos por muchísima población, que seguro que en el resto de sus vidas, son gente de bien, que saluda a sus vecinos y hace bromas con los nietos. Eta duró porque, incluso en los años de plomo, centenares de miles de votantes respaldaron una opción política que justificaba los asesinatos, las amenazas, el clima irrespirable.

Debemos exigir responsabilidades a todos aquellos que, sin pertenecer a la banda, hacían factible por acción y por omisión su terror cruel y continuo. No hablamos de niñatos que hicieran pintadas en las aulas de la universidad o prendían fuego a contenedores, estamos hablando de cientos y cientos de confidentes que pasaban información de sus convecinos, que facilitaban la huida a los criminales, que consideraban un mal menor que niños murieran en los coches bomba. A toda esa sociedad hay que exigirles responsabilidades.

Fueron los repugnantes que hacían pintadas señalando víctimas, ‘Eta, mátalos’. Así, con cobardía. Ni siquiera tuvieron el coraje de tomar las armas y hacerlo ellos mismos, se escudaban en esos falsos gudaris para que se mancharan de sangre otros. El miedo fomentó una espiral de silencio y quienes no comulgaban con el terrorismo, fueran o no nacionalistas, callaban por cobardía. Pero también estaban los que asentían por pasiva, evitando temas o barrios, o por activa, con sus actos. No se me ocurre una expresión más indignante que esas pintadas, símbolo de una sociedad podrida que debería mostrar una reparación a décadas de totalitarismo.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Reseña de Walt Whitman: ‘Camaradas’. Ediciones Impronta. 2021. Edición de Hilario Barrero

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En la añorada y nunca bien ponderada serie –canallamente titulada en España– Doctor en Alaska (Northern Exposure), el bohemio Chris Stevens, desde la emisora K-BHR, avanzó en las ondas que Whitman había gozado de la compañía de otros hombres. Al dueño de la emisora, el acaudalado y conservador Maurice Minnifield, no le hizo ninguna gracia y le atinó un soberbio puñetazo al locutor por mancillar la memoria de uno de los grandes poetas americanos. Quizás fueran otros tiempos, pero el caso es que Stevens tenía razón y, para comprobarlo, nos acercamos a una colección extraordinaria de poemas que van más allá y más acá del amor carnal entre personas, no importa realmente a qué sexo se adscriban.

Hilario Barrero se encarga de la selección, la traducción y prólogo y no se me ocurre un responsable mejor para esta colección de poemas. Siempre es arriesgado traducir al “el más grande de los poetas americanos, (…) el creador de un estilo, de un universo, de una manera nueva de ver y sentir la poesía”, sin embargo, el estilo del traductor –que no del poeta–, tan poco amigo de actualizaciones fuera de lugar, tan respetuoso a la palabra original, es el ideal para este verso libre, sin adornos metafóricos, algo prosaico o repetitivo, pero con una fuerza gloriosa. Comenta Hilario Barrero en el prólogo “Walt Whitman hubiera sido el perfecto poeta de Facebook o de Instagram, como lo fue del amor pansexual y de la democracia” (p. 10). Camaradas es una antología dividida en cuatro partes, dos poemas de entrada, doce de Live Oak with Moss, veintisiete de Calamus, conocidos como la poesía de “manly love”, y once poemas, algunos de tendencia gay y otros de temática straight, la camaradería viril. Las ediciones de sus obras varían muchos y se van añadiendo multitud de poemas. Hilario Barrero sigue la edición de 1940 de The Lowell Press, la de 1995 de Wordswoth Poetry Library y Bartheby.com, que tiene el archivo de la obra completa.

Whitman elabora estos poemas con entusiasmo, con una forma casi épica, teniendo siempre presente el plural de quienes los escucharemos y leeremos: “resumiera estos cantos para algún grupo de compañeros / (enumerando las tierras del mundo, los árboles, el viento, las olas encrespadas) /…/ firmando para Alma y Cuerpo, poniéndoles mi nombre” (Dedicatoria). Son poemas que nos interpelan, con una grandiosidad propia de las grandes llanuras y los espacios libres de una América que se ofrece al mundo: “¡Poetas venideros, oradores, cantantes, músicos del futuro! / Hoy no voy a justificarme ni respondo por lo que soy, / mas vosotros, nueva hornada, atléticos, continentales, como nunca vistos, / ¡despertaos! porque vosotros debéis justificarme” (Poetas venideros).

De los poemas de Roble vivo con musgo se destaca lo sensual, lo corporal de las sensaciones que dan poesía a la mirada: “Vi en Luisiana un roble de Virginia joven, /…/ pero aun así permanece como un curioso símbolo, me hace pensar en el amor viril” (Vi en Luisiana un roble de Virginia joven); “Por mucho tiempo pensé que el conocimiento me bastaría, ¡oh, si pudiera obtener conocimiento! / entonces mis tierras me cautivaron, tierra de Ohio, las sabanas sureñas me cautivaron, para ellas viviría, sería su orador” (Por mucho tiempo pensé que el conocimiento me bastaría). Whitman es apasionado y vital, rebosante de emoción: “nada de esto, oh, nada de esto, puede compararse a las llamas que arden en mí” (Ni el calor arde y consume). Está dispuesto a  desbordarse de amor en todos los sentidos de la palabra: “y me parece que si pudiera conocer a esos hombres podría encariñarme con ellos como lo hago con hombres de mis propias tierras, /oh, sé que deberíamos ser camaradas y amantes, / sé que debería ser feliz con ellos” (En este momento, sentado en solitario). Toma la pluma para describir dos hombres que de despiden apasionadamente, escribe sobre la invulnerable ciudad de la Amistad. Como una transmutación de Safo en América, se desvive en A un muchacho del Oeste. Tiene siempre la actitud apuntando hacia la posteridad: “el que no estaba orgulloso de sus poemas sino del inconmensurable océano de amor dentro de sí, y lo dejaba manar libremente” (Historiadores de edades venideras).

Calamus contiene poemas en los que se aborda explícitamente la cuestión: “ya no siento vergüenza /…/ decidido a no cantar hoy canciones sino aquellas que hablen de camaradería viril /…/ a contar el secreto de mis noches y mis días, / a celebrar la necesidad de camaradas” (Por caminos vírgenes); “No puedo contestar a esa pregunta sobre apariencias o sobre identidad más allá de la tumba, / pero ando y estoy indiferente, estoy satisfecho, / él, sosteniendo mi mano, me ha satisfecho completamente” (De la terrible duda de las apariencias); “La institución del querido amor de camaradas” (He oído que se me acusa). Porque no se trata, ni para Whitman ni, en realidad, para nosotros, de clasificar los amores, sino de vivirlos con intensidad: “… (¿en verdad, qué hay definitivamente hermoso excepto la muerte y el amor?)” (Aromado herbaje de mi pecho). Con la misma intensidad que el poeta canta a la Democracia, (Para ti, oh Democracia). Podríamos entender esta camaradería como una sublimación del orgullo ciudadano (“¿Y quién sino yo debería ser el poeta de los camaradas?”, De esta manera cantando en primavera), pero es mucho más que eso, es erotismo y fuego, es pasión y es belleza, es el esplendor del amor (Ni en el jadear de mi nervado pecho): “¡Desconocido que pasas!, no sabes con cuánto anhelo te deseo” (A un desconocido); “Nosotros dos, satisfechos, felices de estar juntos, hablando poco, tal vez, ni una palabra” (Un atisbo); “pero dejo unas pocas canciones vibrando en el aire, / para mis camaradas y amantes” (No he inventado ninguna máquina).

El amor para Whitman es una fuerza superior que se expresa de múltiples formas, el amor trascendente (“pero veo claramente bajo la filosofía de Sócrates y bajo la del Cristo divino, / el querido amor del hombre por su camarada, la atracción del amigo por el amigo, / de los bien casados marido y mujer, de los hijos y sus padres, / de ciudad por ciudad y tierra por tierra.”, La base de toda la metafísica), el amor no correspondido y, sin embargo, apreciado (“A veces con alguien a quien amo, me lleno de rabia por temor a verter amor no correspondido; / pero ahora creo que no hay amor insatisfecho, / la recompensa es cierta en cualquier caso; / (amé ardientemente a una persona que no me correspondió, / y gracias a eso he escrito estas canciones)”, A veces con alguien a quien amo), o, incluso describir Manhattan como una ciudad de orgías.

Hojas sueltas es la última sección de la antología. Podemos, de nuevo, encontrar cantos de admiración apasionada a desconocidos: “Oh muchacho moreno de la llanura, / antes de que vinieras al campamento, llegaron muchos regalos bienvenidos /…/ viniste tú, taciturno, con nada para dar, solo nos miramos uno a otro / y he aquí que me diste más que todos los regalos del mundo” (Oh, muchacho moreno de la llanura). También la necesidad de contacto y del amor que se escribe con la piel: “tocadme, tocad mi cuerpo con la palma de nuestra mano cuando paso, / no tengáis miedo de mi cuerpo” (Como Adán temprano en la mañana). Y, por supuesto, la aspiración de comunión entre todos los hombres: “De obediencia, fe, adhesión; / mientras me mantengo alejado y obscuro, me doy cuenta de que hay algo profundamente conmovedor en las grandes masas de hombres que siguen el ejemplo de aquellos que no creen en los hombres” (Pensamiento). Whitman dedica un poema a este país desdichado (España, 1873-74). Podemos, pues, recorrer la poesía de uno de los más grandes, no solo poetas norteamericanos, de cualquier tiempo y lugar, poniendo el foco en uno de sus temas preferidos, y atisbar sin esfuerzo, todo el universo poético y personal de su autor.

“Si morimos, morimos juntos, (sí, permanecemos unidos)” (¡Adiós, mi imaginación!)

 

 

domingo, 17 de octubre de 2021

¿Hacemos tabla rasa del pasado?


Con este provocador título, Jean Chesneaux nos interpelaba a los alumnos de primero de Historia allá por los ochenta. En aquellas clases tratábamos de sobreponernos a todas las consideraciones pasadas de moda que identificaron la historia con fechas, batallas y reyes. Sabíamos que había que ir a las fuentes e intuíamos que deberíamos desembarazarnos de nuestros prejuicios para encarar la investigación histórica con rigor y seriedad. Personalmente aproveché aquellas reflexiones como una mínima puesta al día sobre la filosofía de la historia, un conocimiento, que si bien no podía ser ciencia, sí que debía estar científicamente estructurado.

La Historia, el oficio de historiador, consiste en componer de manera honesta, lo más objetivamente posible, aquellos sucesos, aquellas tendencias que ayuden a comprender el pasado. Muchos podrían pensar que es imprescindible aspirar a la objetividad absoluta, pero, ¿qué es la objetividad? Debería ser obligatorio no dar por bueno o por real un dato cuestionable, un testimonio sin contrastar, pero es completamente imposible dejar de seleccionar los aspectos más relevantes. Y es ahí donde los historiadores se enzarzan. Si quisiéramos explicar la digestión en los humanos no tendría sentido relatar qué sucede en cada célula del cuerpo humano. Al contrario, armamos un relato en el que el bolo alimenticio va pasando por diferentes fases con el fin de hacer comprensible el proceso. Un estudiante de medicina necesitará mayor nivel de concreción y seguramente un patólogo analizará detalles que, para alguien que disfruta de un pastelito, son irrelevantes. Seleccionar siempre incluye un sesgo subjetivo.

Lo maravilloso de la historia es que habla del ser humano a lo largo del tiempo y, en cierta forma, nos interpela como personas porque lo que somos hoy es fruto de lo que fueron en el pasado. No necesariamente antepasados genéticos, sino que vivimos en un escenario fabricado por gentes a las que jamás conoceremos pero que determinan nuestras vidas y nuestras aspiraciones. Mucho más espinoso es el asunto cuando consideramos como sujeto una nación. A un nivel individual nadie puede ser condenado por los crímenes que cometiera su padre, a no ser que colaborara en la ocultación de dicho crimen. Si saltamos al sujeto colectivo tenemos tendencia a responsabilizarnos de aquello que realizaron quienes vivieron en el suelo que actualmente consideramos nuestra patria (sea esta o no un estado independiente).

Reivindicamos le lengua de Cervantes, el arte de Goya o la poesía de Lorca, ese andaluz universal. Y lo hacemos como si compartir el espacio a través del tiempo nos otorgara una cualidad especial que nos elevara por encima de otros que nacieron en otros lugares, pensando inconscientemente que otros lugares no poseen genios en las artes o las ciencias. ¿Debemos estar orgullosos de nuestro pasado? Hay demasiada incertidumbre en cada uno de los términos del enunciado. La obligación del verbo puede ser matizada, porque una cosa es la necesidad de conocer lo que sucedió en nuestro suelo patrio como obligación ciudadana y otra muy distinta la obligación tediosa de recordar reyes y batallas. El orgullo puede ser vanidad insostenible o asombro ante gestas como descubrir una vacuna, diseñar un régimen de derechos o dibujar un plano de un sanatorio. Pero, ¿qué significa nuestros? Me pregunto en qué medida son nuestros los terrores de la Inquisición o el heroísmo de Numancia, el valor de atravesar la mar océana o elevar las más bellas voces a Dios. No sé en qué medida la poesía de san Juan de la Cruz o la travesía de los marinos que circunnavegaron por primera vez el globo es de mi propiedad. Puedo asombrarme de cómo Shakespeare explica los celos de manera que generaciones puedan identificarse, puedo admirar las pirámides de Mesoamérica o temblar ante lo majestuoso de las puertas de Ishtar. Entonces, ¿cuál es mi patrimonio?, ¿el de Cervantes porque escribió en castellano, en un castellano que entiendo con esfuerzo? ¿No me debo sentir parte de los que firmaron que todos los hombres han sido creados iguales?

Intuyo que los orgullos patrios sirven demasiado a menudo para tapar vergüenzas, presentes y pasadas. Y me parece indecente querer apropiarse de las expediciones del gran Jorge Juan y no comprender que en el mismo lote está la conquista salvaje, porque todas las conquistas fueron salvajes, de un continente entero y las personas que vivían en él. Me pregunto si puede haber equivalencia entre la resistencia a un extranjero que dice que ahora perteneces a otra Corona en el lado de allá del Atlántico y en el lado de acá. Podríamos decir que nos fundimos como nación en la resistencia a los ejércitos napoleónicos, esos que trajeron el Código Civil y el principio del fin de los privilegios estamentales. Porque si Fernando VII fue el rey felón, al menos era “nuestro”, no como José I, impuesto por Su Majestad Imperial. A sangre y fuego rapiñaron tesoros culturales y todo tipo de bienes materiales. A sangre y fuego también los bizarros conquistadores extremeños, andaluces, castellanos llegaron a las Indias, cambiaron su nombre, impusieron su lengua y sus leyes tan profundamente que en la actualidad heredan nombres castellanos los descendientes de los pobladores saqueados. Y eso, por lo visto, los descalifica en sus protestas.

Todas las naciones han cometido crímenes en sus relaciones de dominación. Ignorar eso es despreciar la historia. Y querer taparlo con los momentos estelares, que diría Zweig, es falsear el pasado. No me avergüenzo del pasado de los reyes castellanos y aragoneses, no soy responsable de los desmanes que, en nombre de la Corona o del verdadero Dios, se hicieran durante siglos. Me avergüenzo de quienes son mis contemporáneos y se vanaglorian de ello, porque demuestran muy poca conciencia ética y muchísimo racismo –supremacismo que dicen ahora–, como si cualquier mal causado por españoles fuera preferible a los propios porque les dimos –impusimos– una lengua o fundáramos universidades. Es muy cómodo sentirse orgulloso de Blas de Lezo sin salir de tu salón.

Aunque no seamos responsables los hombres y mujeres del siglo XXI de las barbaridades del pasado, desde mi punto de vista siempre será preferible ponerse del lado de quienes sufrieron que ensalzar las gestas de quienes hirieron, mataron y saquearon.

domingo, 10 de octubre de 2021

¿Hay esperanza en la educación?


En la mitología del pensamiento liberal que nació de la Ilustración hay un elemento clave que justifica el ordenamiento social. A diferencia de la sociedad estamental, cada individuo alcanza su lugar en la jerarquía social dependiendo de sus personales cualidades, mérito y capacidad. Bien sabemos que esto no es cierto, básicamente porque no todos tenemos la suerte de haber nacido ricos, que sigue siendo la mejor, casi la única forma de convertirse en rico. Nos cabía la esperanza de que la educación sirviera de ascensor social que posibilitase a quien se esforzara una serie de reconocimientos, en forma de títulos académicos y notas. A partir de ese reconocimiento, el individuo puede alcanzar puestos en la empresa, en la administración o lo cualificara para emprender una aventura exitosa en los negocios.

Ya de por sí el planteamiento incide en una serie de problemas. El primero es que es una salvación individual, no se trata de mejorar la sociedad en su conjunto, ni de acabar con sus desigualdades, sino corregir las desigualdades injustas, las que no se correspondan con el mérito personal. Así, los reponedores de almacén podrán seguir sufriendo de malas condiciones laborales y sueldos ínfimos. Son el reclamo para tomarse en serio los estudios y así poder optar a mejores ocupaciones. En cambio, no parece castigar a quienes, desde las cimas sociales, optan por no esforzarse lo más mínimo en la institución escolar. El resguardo heredado los protege.

El siguiente problema lo ha puesto brillantemente de relieve José Ángel Bergua en el diario Público, Las investigaciones de campo realizadas en diferentes países por diferentes equipos han observado que las clases más bajas, aunque “incrementaron su participación en la educación, disminuyeron su participación en la renta”. Y viceversa, lo que llega a concluir que “no disminuye las desigualdades sociales, tal como se supone, sino que las aumenta”. Parece claro que deben ser las políticas sociales quienes mitiguen la desigualdad y la educación es un ornato para las distintas clases, los blasones culturales a los que se refería el gran sociólogo Pierre Bourdieu. Tampoco ha influido en el crecimiento económico del país, una mayor inversión en educación no garantiza la buena evolución económica. Ni a nivel grupal ni a nivel estatal, la educación ha mejorado los niveles de vida, sino que estos han dependido de coyunturas económicas o demográficas. José Ángel Bergua admite que funcionan ciertos modos simbólicos de ascenso, que no se corresponden con ascensos reales, modos de vida, gustos que se emparentan con las élites y que éstas se esfuerzan en abandonar una vez se imitan por los subalternos. No debemos, pues, culparnos a la manera cristiana que repudió Nietzsche.

Ante tan desolador paisaje, ¿qué nos espera a los docentes?, ¿qué papel hemos de desempeñar si aspiramos a cambiar el mundo o, al menos, el mundo a algunos de nuestros alumnos? Es bien cierto que las clases que poseen cierto capital pueden permitirse una carrera académica con menos sobresaltos. Desde la tranquilidad de poder pagar las clases de matemáticas a los vástagos impermeables a las ecuaciones, a las colonias en el extranjero para mejorar la competencia comunicativa en inglés o alemán. No son las mismas posibilidades las que ofrecen los colegios de élite, en calidad de materiales, atención o práctica, que las de las escuelas de barrio que adolecen de un déficit continuo y a la que se le exige un compromiso vocacional múltiple, docentes, asistentes sociales, psicólogos, burócratas…

Pero quizás no sea un problema de LA educación, sino de ESTA educación, de los sistemas educativos que vamos implementando poco a poco a lo largo y ancho del mundo, especialmente en las últimas décadas. Además, está comprobado cómo las diferencias entre ricos y pobres, que habían ido disminuyendo lenta pero claramente después de la II Guerra Mundial, habían vuelto a crecer, principalmente tras las políticas económicas de Reagan y Tathcher y, de modo mucho más claro en el siglo XXI, como Piketty lo clarificó y tiene mucho que ver con el deterioro de los servicios públicos, especialmente sanidad y educación.

 El caso español, especialmente el de la Comunidad de Madrid, pero no el único, describe una situación de paulatina dejadez del sistema público en beneficio de la concertada y la privada. Dejando de lado el interesante debate que ello suscita, lo que sí está claro es que este planteamiento es una criba de alumnos en varias fases. Quienes no pueden pagar las cuotas, el uniforme o la asociación de padres y madres, quedan fuera de la concertada junto con las familias desinteresadas, normalmente tan faltas de capital económico como del cultural. Una segunda criba tiene que ver con los colegios de élite o con el bilingüismo.  La tercera con las vías o itinerarios educativos, que si formación profesional básica, que si los ciclos superiores, la universidad o el posgrado. Y así, todas las clasificaciones que hagan falta.

Para paliar los problemas de acceso se han estado diseñando programas para las minorías desfavorecidas, como el famoso Head Start que se impulsó en Estados Unidos a mitad de los 60. El programa estaba diseñado con muy buenas intenciones, pero era ineficaz tanto porque se basaba en presupuestos epistemológicos poco realistas (pensaban que un dominio del inglés standard favorecía más el desarrollo de la inteligencia que el dialecto o slang materno) y resultó que su aplicación perpetuaba los prejuicios hacia las minorías. No hace tanto la Junta de Andalucía, para impulsar la digitalización, facilitó a todos los escolares de cierto nivel educativo un miniportátil, sin tener en cuenta ni las posibilidades financieras de las familias ni el uso que se pudiera dar. En grandes números la inversión en educación era muy alta, aunque luego no se traducía en mejoras en el nivel de conocimientos o de competencia de los alumnos. Este malgasto de dinero, además, reforzaba la idea de que no era importante la inversión por alumno, sino que los resultados dependían de otros factores.

Quizás el problema resida en cuáles son los objetivos del sistema educativo. Me refiero a los explícitos, porque de currículum oculto podríamos estar hablando horas. Si el sistema se orienta a facilitar la búsqueda de puestos de trabajo no se desarrollará igual que si pretende mejorar el pensamiento crítico o la formación integral del individuo. El siguiente asunto espinoso sería poner sobre la mesa cuáles son los contenidos dignos de ser estudiados, porque absolutamente todos han sido criticados por “especialistas” en cualquier momento. Si se potencia el latín, las humanidades o la filosofía estamos perpetuando el sistema porque lo ponemos vacío, una educación ornamento. Si priorizamos los procesos más que los contenidos, entonces estamos creando una generación de incultos. Si tomamos la decisión contraria, entonces pecamos de memorialismo que no lleva a ninguna parte porque los conocimientos se actualizan continuamente. Si únicamente pretendemos dotar de un respaldo académico a la búsqueda de empleo, devaluamos el título y no favorecemos el esfuerzo. Si, en cambio, nos cerramos en que un 5 es un 5 y no se puede aprobar con menos, quizás estemos condenando al fracaso a muchos que necesitan una madurez alcanzada por otros medios…

El sistema educativo es una máquina poderosa al servicio de otra máquina aún más poderosa, pero está compuesto de elementos no siempre concordantes, sociedad, gobierno, familias, docentes y alumnado no siempre están de acuerdo en qué hay que lograr y cómo hacerlo. Sería, sin embargo, injusto, desechar la idea, la utópica idea de que es una de las pocas maneras que tenemos de cambiar el mundo. Aunque no lo haya hecho. Como decía un médico a modo de provocación, las vacunas no salvan vidas, al final todos acabamos muriendo.

martes, 5 de octubre de 2021

Reseña de Mónica Hernández: ‘Hematoma’. Liliputienses. 2021

Mónica Hernández: Hematoma


Desde Guadalajara (México), Mónica Hernández, licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad de Guadalajara, ha publicado textos en fanzines, revistas y nos advierte que “le gusta caminar sin rumbo y tomar fotos de naranjas en la calle para postearlas”. Hematoma es el intento de abordaje de la herida que no termina de sangrar, del daño infringido que, en cierta forma madura y se diluye. Un poemario donde la dureza se comparte de una manera secreta: “El mejor swing de mi vida / es un secreto compartido / con unas reses que se dirigen al matadero” (El terreno cercado). Los distintos personajes que se van incorporando pueden provenir del universo particular que alcanza la cotidianeidad (“Tom se acerca a la ventana / y es contento /…/ No conoce lo que significa una zona de burdel sentimental, / ni que su madre vende vómito / para quedarse más vacía”, Tom se acerca a la ventana y es feliz) y, con la misma fuerza, los que habitan las páginas de autores de cabecera: “La vida es / como los cuentos de Raymond Carver / me dijiste // amarillos // como la pareja que / vi cruzando Chapultepec” (Y las rosas se quedarán frías).

Mónica Hernández incluye, de diferentes formas pequeños collages de distintas tipologías textuales, fotografías, definiciones, enumeraciones… en un continuo poético sacudido por la emoción que se expresan entre las páginas: “Soy el silencio / Entre las larvas de la risa” (El mundo.r.e.l.u.c.i.e.n.t.e, resiste); “Sin embargo, / tengo 1) The love song of J. Alfred Prufock en Youtube / 2) Vídeos modo karaoke / 3) una película triste / y chicle rosa en mis oxford / hierba como hormigas”.  La radical contemporaneidad tiene que emerger de los objetos y lo que éstos simbolizan: “Mientras tanto, me pregunto / qué hace un cuello de botella / rodando por la calle. // rompiéndose con el tráfico” (Bye Mamá); “Hay barbies que caminan / Rechinan sus coyunturas / Van al tren / Sobre tacones rosas / como en la esquina / Lleva sus vientres relucientes / Deseables por intocables”. Juega con las citas, a veces de manera explícita, otras de manera algo más subrepticia, de autores anglosajones como T.S Eliot o Gertrude Stein: “No quiero crear algo. // Dejar en escombros / algo hermoso / como la ilusión de una novia / al escoger su vestido blando // deshilachar dos besos al aire / cuando tomo el tren/…/ Se crean tantas cosas bellas a diario / que yo solo quiero destruir algo hermoso. // Matarlo” (I feel like destroying somethin beautiful). Incluso adopta el estilo de esta última en algún momento, como en Untitled.

Se incorporan experiencias novísimas –en sentido que el historiador y archivista Romero Tallafigo le da al término referido a los soportes que requieren de dispositivos electrónicos–: “Es una pantalla, tontos. Ni siquiera existen / Pruebas por la puerta. // No quiero estar ahí. // Sigo scrolleando. / Hay películas reproduciéndose / en las ventanas. / Aumentan exponencialmente / y ya no me hacen llorar” [Scrolling (V2)]. Mientras, se contraponen los acostumbrados modos de interacción con la naturaleza y los objetos igual un árbol físico o la arcaica quiromancia: “Los hombres débiles crean tiempos inmensurables / entre el segundo atónico de un / espectacular visto / sobre la copa de un árbol” [La vida no es las líneas de mi mano (VII)].

En una serie de poemas se embarca en lo onírico como una expedición a la búsqueda de respuestas mientras se hace frente a la vida y sus desafíos: “Una raya de coca sobre las cajas cristal / desempacadas. / Y déjame masticar el / chicle gel / de tu pelo” (Tierra de azulejos). Dentro de la niebla del sueño cabe la perplejidad ante lo cotidiano, todo se va fundiendo en un magma carente de significado explícito que interpela e incomoda: “Nunca he entendido el mecanismo / con el que crear las uñas /…/ No creo que alguna vez observe el momento exacto / en el que una cana germina en mi cabeza / y llena de pigmento una baldosa” (Estación Mezquitán); “Colecciono olores / y recuerdos de recuerdos de recuerdos / con una leve / variación /…/ No importa, / la grieta se ensancha / todavía rosa de chicle” (Chicle rosa, hierba y hormigas); “Soñé // alguien más tiene que limpiar mi // secreto. / Mi corazón / late con mierda / mierda en las venas / mierda creciendo como las uñas” (Secreciones). Todas estas sensaciones transmiten una sensación de irrealidad e incomprensión contra la que clama la voz poética explícita en los poemas. Si por un lado, refleja la conciencia de extrañeza frente al comportamiento de los demás (“Seré la única de mis amigas / que querrá ir a la reunión / de generación / en el colegio”), es mucho más dolorosa la constatación de que es ignorada en su herida: Tengo una infección en el ombligo / desde los 11 años / y nadie me cree. / Una vez fui al doctor. / Es el agua estancada /…/ En ese mar / de piel, hay una grieta”.

“naciste de mis ácidos

de mi muerte

de mi sepultura vaporosa entre las sábanas

con olor a luz primera

Yo solo quiero dormir

como las gotas que se deslizan

en la ventana

y mutilan el amanecer

en un mayate verde” (Una mañana tranqui)

En Hematoma se coquetea con la utilización del cuerpo como metáfora, sin llegar a la violenta representación que el cine de Cronenberg, pero con la misma intensidad lírica: “Desde aquí tus órganos son soles que brillan de calor / como testículos pendiendo del tallo: / flor que se dora con la psicodelia nocturna” (El anillo del Capitán Beto). Esa es quizás la razón de ser de este artefacto poético. Una serie de experiencias difícilmente asumibles desde la razón pero enraizadas, corporeizadas, encarnadas como parte de la biología interna, siempre más elocuente que el logos cerebral.

“Casi todos los perros callejeros caminen firmes y veloces,

sobre una línea sin rumbo.

No comprendo

y me imagino que su barullo cerebral tiene forma de esfera

y es brillante, como el musgo” (Medio)