domingo, 31 de agosto de 2014

El animal que llevamos dentro



Observar cómo los hinchas de los deportes corean, gritan, se exaltan, insultan todos juntos es una experiencia inquietante. Enrique Carretero sostiene con mucho acierto que el deporte asume, podríamos decir, el lugar que la religión tenía en sociedades históricas. La religión como re-ligio, re-ligar, como la comunión de cuerpos además del dogma, los ritos, la sensación de estar juntos. Si Max Weber habló del desencantamiento del mundo como fenómeno que sucedía en las sociedades industriales, donde el racionalismo se imponía a una visión mágica, ahora habría que hablar, como hacen Michel Maffesoli y muchos otros, de un re-encantamiento. Nuevos fenómenos actúan como religión, y no sólo el nacionalismo en su vertiente más fundamentalista. Tenemos el ejemplo del deporte, también el de la música. En el deporte la identidad grupal es mostrada en el exterior mediante camisetas, bufandas, colores, signos más o menos conocidos entre los integrantes, que les sirven de unión entre ellos y de diferencia con los otros. Los conciertos también se convierten en un rito colectivo, coreando, gritando, saltando ante un sacerdote que oficia una ceremonia sin duda catárquica. La prueba de que no se trata de oír arte la tenemos en los dj’s. Ellos ni siquiera componen la música que suena, pero son adorados como la reencarnación de la sustancia sagrada. Los administradores del nous sagrado.
¿Por qué sucede esto? Decía el gran Chesterton que lo malo de dejar de creer en Dios, es que se acaba creyendo en cualquier cosa. ¿Es que hay necesidad de creer? Así lo piensa el científico Dean Hammer, quien creyó identificar un gen ''divino'' en la variante genética VMAT2. Quienes poseen esa variante tienen mayor tendencia a tener fe, independientemente de la religión que profesen. Dean Hammer es un genetista, director del Centro Nacional del Cáncer de los EEUU y lo propuso en 2005 (The God Gene: How Faith is Hardwired into our Genes). Su hipótesis está basada en estudios psicológicos, neurobiológicos y conductuales y sostiene que la espiritualidad se puede cuantificar y es parcialmente hereditaria, la referente a dicho gen. Por último añade que la espiritualidad favorece a los individuos en la selección natural porque les dota de un optimismo necesario para afrontar las dificultades de la vida.
Evidentemente no voy a entrar a discutir este despropósito. Me resulta fascinante la necesidad que existe de encontrar en los genes la respuesta para todo. Se basa, creo, en un prejuicio bastante extendido que identifica lo natural (en este caso, los genes) con lo bueno, y de paso asocia lo artificial (en este caso, la cultura) con lo forzado, contra-natura, reprobable y perjudicial. En el caso del que comenzamos hablando, simplemente podríamos decir que gritar al árbitro o festejar un gol como si fuera el segundo advenimiento no es más que desfogarse, dejar sacar la fiera que llevamos dormida dentro. Y eso es bueno.
En la sociedad bien entendida, hay que ocultar lo que de animal tenemos. Norbert Elias hacía un relato de la civilización como la ocultación progresiva de los comportamientos animales. Toser, sonarse, comer… todo necesidades naturales se regulan y ocultan en la sociedad en un recorrido que dura siglos. El éxito de las hamburguesas y los nuggets de pollo frente al rechazo a la lengua de toro no sería tanto de textura o sabor, sino porque esta última recuerda más al animal.
En contraposición, y de una manera cíclica, aparecen movimientos y sensibilidades que pretenden devolver al hombre a sus instintos, a sentir la the call of the wild. Pedagogías que pretenden respetar los ritmos naturales de los niños; psicoterapias para que aflore nuestro animal interior; frases new age para que nos sintamos como lobos aullando a la luna.
Muchas de estas tendencias se hicieron visibles en los años 70 del siglo XX, cuando parecía que el sistema económico y social había saciado al hombre medio, que el Estado del Bienestar había calmado las ansias ancestrales de quienes tenían una casita, con sus electrodomésticos y sus vacaciones. ¿Cómo podía ser que a medida que se iban alcanzando los objetivos de bienestar material, de comodidad doméstica –en aquellos momentos, se planteaba incluso la mejora de las condiciones laborales-, de fin del trabajo y la sociedad del ocio, cómo podía ser que aumentaran la tristeza, la desilusión y la depresión? Habíamos sido domesticados, habíamos enterrado nuestro ser natural. Terapias como el Grito Primario de Arthur Janov o chifladuras como las de Wilhelm Reich y su orgón tenían el terreno abonado. El verano del amor de beatniks y de los hippies, también hundió sus cimientos en recuperar la franqueza, entendida como animalidad, en las relaciones y el amor.
Se ha convertido también en un tópico de novelas y del cine señalar que el ser humano necesita su dosis de sufrimiento, de riesgo, de violencia, de lo salvaje. J.G. Ballard, en Super-Cannes imaginaba una urbanización de lujo específicamente pensada para que los grandes ejecutivos tuvieran a su disposición todas las cosas a su alcance, drogas, sexo, comodidades, relax para que volvieran al trabajo con ansias renovadas de ganar dinero. Pero lo que constataba el psicólogo del complejo era que no conseguían salir de un tedio y un abatimiento casi patológicos. Ni excesos, ni lujos conseguían tranquilizar sus almas, hasta que por accidente se ven envueltos en un robo y los ejecutivos reducen al ladrón utilizando la violencia. El subidón de adrenalina fue tal que el psicólogo probó a ir realizando salidas, como razzias para apalear a pequeños delincuentes, proxenetas, o inmigrantes… La sed de sangre calmaba sus espíritus.
El club de la lucha, novela de Chuck Palahniuk y película de David Fincher, inciden en la necesidad de la violencia para equilibrar la psique. Jack London viene rápidamente a la mente, pero incluso en una serie de televisión tan buenrrollista como Doctor en Alaska (que, por cierto, estoy revisando estas noches de verano) propugnan también la necesidad de enfrentarse cara a cara con la muerte, con el dolor, con la naturaleza.
Convivir en sociedad modifica las funciones animales del ser humano. La cuestión es a qué precio. Es curioso que seamos capaces de regular instintos animales tan elementales como la comida o la defecación y nos sintamos tan incapaces de regular instintos asesinos en ciertos humanos. En el fondo, regular nuestros instintos tiene también aspectos biológicamente positivos. El uso del retrete nos aleja del peligro en el que podríamos estar realizando unos actos que nos dejan indefensos, aleja también el peligro de malos olores y de bacterias e infecciones. Natura y cultura pueden ir de la mano.
De hecho, creo que la cultura es capaz de realzar aspectos naturales en el hombre y ensombrecer otros. ¿Cuántas veces hemos escuchado que los hombres son infieles por naturaleza y que las mujeres tienen instinto maternal de serie? En los años 60 y 70 lo natural venía caracterizado por ir contracorriente, por ser antiburgués y defender el amor libre. En los 80, por la codicia de Wall Street (Oliver Stone, 1987 y 2010). La terapia de soltarse, de hacer el ganso, de perder la vergüenza, de expresión corporal, tan necesaria para los actores, se traspasa a la sociedad como si fuéramos conscientes, trágicamente conscientes, de que la vida en sociedad es el gran teatro del mundo.
En estos tiempos inciertos, lo que está de moda es la risoterapia, ya no se estila la terapia del grito, ya gritamos bastante de dolor por las necesidades, en las manifestaciones, por la pérdida del trabajo, por la crisis, por los recortes.

domingo, 24 de agosto de 2014

Coros y danzas



Los museos tradicionales albergaban en su interior colecciones lo más amplias posible de obras de arte singulares. Y eso es bueno. Luego han aparecido otros espacios o contenedores de arte con una misión algo distinta. No me refiero a los artilugios interactivos y a las instalaciones, que ya no son tan modernas, me refiero a los museos de artes y costumbres populares, museos de antropología y similares. En estos edificios se ordenan, catalogan y etiquetan utensilios, trajes, disfraces, recuerdos de unas épocas no tan pasadas en el tiempo pero definitivamente desterradas en la memoria. Podemos contemplar cunas de principios del siglo XX, juguetes de madera, tejedoras, sellos, azadas, estufas de picón… todo muy limpio y especificado, tratando un traje de novia de lagarterana de los años 40 con la misma admiración y dedicación que un Murillo poco conocido o un Jeff Koons algo pasado, como diciendo, sí, es verdad, no tenemos nada mejor, pero fijaos qué bien puesto todo.
Esta mañana he pensado, más bien me ha sugerido mi abnegada compañera de fatigas, cómo serían los trajes regionales del futuro. Los trajes tradicionales no son obra de diseñadores famosos, ni están realizados con calidad exquisita, son corrientes, adquiridos por personas normales para el uso cotidiano. Para las fiestas, para los carnavales, para una boda, trajes específicos e indumentaria de diario. ¿Cómo serían los del futuro? ¿Deberíamos empezar a compilarlos ya?
Cada vez más están de moda los programas recordando la música y las costumbres de antaño. No ya de los años 50 (Los añosdel Nodo), también de los 80 y 90 (Cachitosde hierro y cromo es mi preferido). Son relativamente baratos, un becario buceando en el archivo inmenso de TVE (eso siempre lo repiten) y tienen asegurada la mirada nostálgica de un tiempo pasado que no siempre fue mejor, pero sí más divertido (pero, por dios, que dejen tranquila la Movida). Como decía Gil de Biedma, ahora que de casi todo hace ya veinte años. De todas formas creo que habría que ser más riguroso y no centrarse en el fenómeno de la moda y tratarlo con el mismo sentido antropológico que las fotografías mortuorias de principios del siglo XX.
En las nuevas salas de los museos etnográficos habrá que colocar los nuevos trajes regionales. Sí, por supuesto, cabrían los trajes de faralaes y las faldas rocieras, y los pañuelos rojos de los pamploneses (o pamplonicas, que se decía antiguamente). Más aún, tendríamos que incorporar muchos más. Una pequeña lista de salas.
La sala de andar por casa, la antropología de la cotidianeidad incorporaría la bata de guatiné y las zapatillas de felpa, los chándals domingueros, camisetas raídas usadas “para dormir” y las zapatillas deportivas de mercadillo. Se acompañarían de artefactos como ceniceros de cinzano o mandos a distancia, gafas de ver y mesas camillas con estufas. Quizás puedan añadirse, a modo de espectro social y cultural un tapiz con un ciervo, una foto de bodas enmarcada y una reproducción del Guernika.
En otra habitación estarían los atuendos del trabajo. Los monos azules llenos de grasa, las batas de limpiadora y de médico, las camisetas de tirantas de los camioneros y quizás algún uniforme de portero, sereno, o guardia civil antiguo.
Mención especial tendrían las salidas recreativas, a la playa con las chanclas y los meyba, los gorros de baño con margaritas y los juguetes de playa. Eventos fundamentales serían los dedicados a las fiestas. Entrarían aquí los trajes de boda de esos que parecen una tarta de merengue y fotografías de peinados de fiestas patronales. Los trajes para los entierros
La cultura material no daría abasto. En el área de escritura, bolis bic transparentes, máquinas de escribir lettera…  Nuevos materiales, como el paso del vidrio al tetra-brik, los plásticos y el nailon. El universo de las medias, leotardos y la variedad en higiene femenina con tampones y compresas. Los soportes para escuchar música, desde el disco de pizarra a las cintas de casete, los vhs y los cds, los walkmans y los nuevos mp3. La arqueología informática tendría su lugar en nuestro museo con los primeros spectrum o atari y las consolas del tenis, los tamagochis y los primeros ordenadores de sobremesa. Los juguetes de los niños despertarían también nostalgia entre los adultos de cierta edad, cromos, chapas, bolindres[1], gameboys, madelmans y nancys, clicks (que ahora se llaman playmobil). Hay que comenzar pronto, antes que la única forma de hacerse con este material sea abonando una cantidad indecente en subastas de ebay.
Habría que habilitar vitrinas para trajes de quinqui, poligonera y de bacaladero, atuendos y utensilios, navajas, papelinas, piercings, laca y fijador. Carteles explicativos de qué es un cani para distinguirlo de un poligonero. Pero no sólo es cuestión de admirar con curiosidad de explorador decimonónico las clases más populares. También se expondrían las clases altas y medias altas. Comprobaríamos si hay diferencias entre un pijo de Madrid y uno de Bilbao. El atuendo típico sevillano de Semana Santa (a saber, pelo rizado y engominado hacia atrás, traje de chaqueta azul marino cruzada con botones dorados) y el hípster barcelonés (aficionado al diseño y la música indie, barba cerrada y de aspecto descuidado, gafas de pasta, pantalones imposibles y prendas vintage).
Los futboleros tendrían un espacio amplio para que cupiesen diferentes equipaciones a lo largo del tiempo y los flamenquitos, que son los herederos mainstream de los antiguos rumberos. No como tribus urbanas pintorescas, sino como auténticos trajes regionales en uso y disfrute de los habitantes de este incierto cambio de siglo. El polito estilo chemise-Lacoste es indudable que marcó una época.
Lugar especial para los diseños de tatuajes, que han pasado del contenido original religioso al mundo marginal, de cárceles y legionarios, para acabar como adorno chic de prácticamente todas las clases sociales. Porque también habría que investigar y documentar las costumbres y ritos. Explicar sociológicamente una botellona, el subwoofer, la paella de los domingos y el mechero para derretir una bolita de hachís. Vídeos explicando los bailes típicos de los tiempos modernos, las rumbitas y la Macarena. Ritos como el de los conciertos, todos coreando, todos levantando la mano. Como una verdadera religión. Pero de eso hablaremos otra semana. Hay mucha sociología por hacer más allá de El tiempo de las tribus, de Michel Maffesoli.
En un mundo en el que se (re)inventan tradiciones como procesiones o fiestas patronales, festividades nacionalistas o días del orgullo, es imprescindible recuperar la verdadera memoria de los picnics en un 127, o las vacaciones en Marina D’Or. No podemos permitir que Pilar Primo de Rivera hiciera más por conservar la identidad de los pueblos de España que el estado democrático post-constitucional.




[1] En los libros de texto les llaman “canicas”.

martes, 19 de agosto de 2014

Esa vieja hembra engañadora



Así es cómo Nietzsche denominaba al lenguaje. Dejemos por ahora la cuestión machista, pero está claro que las palabras no siempre son nuestras amigas. Debemos luchar con ellas, a veces dominamos y a veces somos dominados por ellas. ¿Cuántas veces parece que las palabras piensan por nosotros? Emmánuel Lizcano lo explica con maestría, no tenemos tiempo físico para pensar lo que vamos a decir y los automatismos del lenguaje –él utilizaría seguro otra expresión– hacen el resto. La propia lógica del lenguaje, lo que antaño se decía el genio de la lengua pone en nuestros labios, en nuestra mano, las frases, las ideas.
La compleja relación entre el lenguaje y la realidad es una controversia tan enorme que sería vano intentar poner en claro en qué momento está la discusión. Desechemos, por prudencia, al menos la relación biunívoca, esencial entre la palabra y la realidad que supuestamente es nombrada por la palabra. ¿Podríamos establecer nítidamente una relación de causalidad? ¿La palabra crea la idea?, ¿la realidad crea la idea?, ¿qué realidad tiene la palabra? Dejemos el combate en tablas y admitamos una doble causalidad.
En el lenguaje médico se producen unas paradojas muy significativas. Vas a la consulta del doctor y explicas que tienes la garganta dolorida, él, diligentemente observa con un depresor y sentencia con rotundidad. Es faringitis. ¿Qué ha hecho? Simplemente ha puesto en extranjero (normalmente latín o griego) los síntomas que has descrito. ¿Qué es una enfermedad, qué un síntoma? En el lenguaje van pululando síndromes y complejos cada vez más inverosímiles que convierten en realidad lo que apenas es intuido por el común de los mortales. Así, el fastidio de volver al trabajo tras las vacaciones se convierte en el síndrome post-vacacional. Arañemos un poco más, ¿cuántos nos hemos sentido tristones y hemos dicho que tenemos una depresión encima?, ¿cuántos niños nerviosos se han convertido en hiperactivos? Estamos usando la palabra de una manera temeraria y creando realidades donde quizás no existían.
No hay que tomarse esto a la ligera, los spin doctors, los think tanks de los políticos emplean montones de dinero que tendrían mejor uso, en mejorar el discurso de sus pupilos –en lugar de idear políticas más sensatas, útiles y a favor del ciudadano–. De esta forma escuchamos “desaceleración”, “crecimiento negativo”, “flexibilización” y todos esos eufemismos que nos ponen tan nerviosos. Mi preferido es “tolerancia cero”. Es una expresión absolutamente genial, porque te permite ser tolerante incluso cuando no lo eres, porque evidentemente no todo es tolerable.
Los estereotipos nacen de estos fallos del lenguaje, de estas incorrecciones que poco a poco van moldeando nuestros sentimientos y nuestros pensamientos. Un ejemplo, el léxico de internet. Nos bajamos canciones, ¿de dónde?, ¿de un altillo? Descargamos un programa, ¿de qué barco? Eso de internet, ¿qué es?, ¿una red o son autopistas de información? Si aceptamos el segundo término es lógico imponer cánones y peajes, en cambio, una red no es controlable, la web somos todos.
El vocabulario que se está utilizando para referirse a la crisis -¿crisis, qué crisis?– es básicamente médico. Hay que inyectar dinero a la banca, se crea un banco malo, con activos tóxicos, hay países en cuarentena, sube la inflación como si subiera la fiebre. Así es normal que se produzcan sangrías y amputaciones. Y lo vemos lógico. La lógica metafórica se impone a la realidad.
Ahora pasamos al escurridizo mundo de lo políticamente correcto. Como la estupidez humana es lo que mejor está repartido del universo, encontramos verdaderos botarates pontificando sobre lo que se puede y no se puede decir. Implícitamente lo que quieren es controlar lo que se puede y no se puede pensar. George Orwell lo vio con una claridad meridiana, simplificando el idioma, la neolengua de 1984, se controla el pensamiento. Lo que no se puede decir no se puede pensar. Es la hipótesis Sapir-Whorf, los límites de mi lengua son los límites de mi mundo, que decía Wittgenstein.
Sin embargo hay que aceptar que debemos ser cuidadosos con el lenguaje y debemos ir abandonando usos y dichos que ciertamente pueden ser ofensivos. Normalmente no somos conscientes de esos cambios, porque ya nadie insulta a nadie de “perro judío”, pero es cierto que, aparte de modas, hay cambios en el habla debido a la voluntad específica de grupos de hablantes. A veces se tratan de imponer y fracasan porque van contra el genio de la lengua. Otras veces acaban por parecer naturales. A mí me sigue pareciendo horrible el adjetivo “exitoso”, y ahora es de uso corriente.
Las luchas del feminismo –que asumo como propias– han tenido un papel importantísimo en los cambios del lenguaje. Repito, la estupidez no es patrimonio de nadie y hay feministas estúpidas como fontaneros estúpidos o bailarines estúpidos. Miembras o jovenas, sin ir más lejos. Eso no debe despistarnos, algo se ha conseguido. Alcaldesa ahora también significa algo distinto a la mujer del alcalde. ¿Es esto importante? Creo, personalmente que sí, aunque no acabe con la violencia de género.
El papel que ha tenido la sacrosanta Real Academia de la Lengua ha sido, a mi parecer, lamentable. No han tenido nunca reparos a aceptar préstamos ingleses para la tecnología, como el cederrón, que además queda muy a menudo obsoleta. Sin embargo se ha resistido tozudamente a permitir el femenino de juez, médico y tantos otros. Jueza fue aceptada en 1992 después de rechazarla en 1960.
Žižek hace suya la teoría de que el lenguaje crea nuestra realidad, entendiendo realidad como algo diferente a lo real, algo simbólico. Quizás su intrincada teorización pueda ser productiva, pero lo cierto es que de alguna forma lo que hablamos construye el mundo en el que vivimos. Identificamos el amor, la crisis, somos capaces de adquirir matices en la obra del arte a través de las palabras. Para lo bueno o para lo malo, para crear un hogar o para crear una cárcel.
Las palabras no son inocentes. Cuando decimos “color carne”, ¿a qué nos referimos? Hay indudablemente mucho etnocentrismo en esa expresión. ¿Mejoraríamos como humanos si la cambiamos? En cierta forma sí. Otro ejemplo, la distinción entre género y sexo. En muchos manuales se utiliza “sexo” para referirse a lo biológico (en principio, mujer y hombre, aunque Judith Butler tendría mucho que decir), mientras que “género” haría referencia a las características y atribuciones culturales que tienen el hombre y la mujer en una sociedad concreta. Muy a menudo escucho como crítica que esa distinción es artificial –¿y cuál no lo es?–, y que “género” es un atributo lingüístico y no es aplicable a los seres humanos. Esta argumentación tiene poco peso. “Camarera” era la encargada de cuidar de la “cámara” del rey y ahora es la empleada de un hotel que arregla las camas de las habitaciones o sirve las bebidas en un bar. No importa de dónde vengan las palabras, éstas pueden transmutar y significar otras cosas. Pero, cuidado, llevan siempre un equipaje de contrabando. Hombre público es muy diferente a mujer pública.
Los científicos proponen palabros y algunos los adoptamos y damos cobijo en nuestro hogar. En el camino unas se transforman y maduran, otras se pervierten. En ocasiones tendremos que forzar la lengua que hablamos para poder decir lo que queremos. A veces tendremos que rechazar la fuerza de la tradición que acumulan las palabras en su genética. Y de hecho lo hacemos[1]. También decimos disparates y escuchamos disparates. Algunos nos suenan bien y los mantenemos, otros los desechamos. No quisiera pecar de iluso, estos cambios no se pueden acelerar. No somos dioses. Proponemos y aceptamos en nuestras conversaciones, recitamos y volvemos a recitar lo que nos llega al alma. Como me ha dicho hace unos días un poeta popular, la mano escribe lo que el corazón siente. Escuchemos con calma al corazón, porque a fin de cuentas, decía Nietzsche, no dejaremos de creer en dios porque creemos en la gramática.


[1] Por eso decimos, actor/actriz, emperador/emperatriz y sin embargo decimos conductor/conductora, director/directora. El genio de la lengua aceptó antes a las emperatrices que a las directoras.