jueves, 28 de septiembre de 2017

Reseña de Francisco Raposo: Grietas vitales. Ediciones En Huida. 2016



Todavía estudiante de periodismo, el portuense Francisco Raposo se dio a conocer en la revista El Ático de los Gatos, dirigida por Rosario Troncoso y de la que forma parte del equipo de redacción. Grietas Vitales es su primer poemario. La solapa del volumen nos informa de que el autor se ha mudado a Madrid, “sumergiéndose de lleno en el mundo literario de la capital”. Esa es la impresión básica que transmiten sus versos, la inmersión en las primeras experiencias de la vida y la poesía. Una inmersión lúcida, en la que a la par que el mundo comienza a aparecer, ya se advierten sus grietas.

            Cerca de medio centenar de poemas, la mayor parte escuetos, con la seguridad del que no necesita demostrar pericia, sin ornamentos, saltos sin red ni excusas temáticas que agrupen por bloques los poemas, gemas únicas. La tutela de Rosario Troncoso se advierte en la influencia de poemas como el que da título al libro[1]. Otra de las conexiones más fuertes es la de Pedro Salinas, con ese estilo tan peculiar (por ejemplo, Desbórdame). El terreno en el que se mueve Francisco Raposo es el de los poemas y títulos cortos, como píldoras, como dardos que describen una realidad incierta, que se dibuja y se desdibuja: el amor, el sexo, los nuevos paisajes, el dolor y el paso del tiempo juegan a mostrar sus caras más amables y más agrias.

“Y qué hago si vienes, pasas
y dejas todo como un tornado,
desabotonando las camisas del armario” (¿Qué…?)

            Empiezan a grabarse los primeros recuerdos: el amor y la distancia, la fe ocupan los versos que interrogan a la realidad y al poeta mismo:

“Es difícil parar de escribir
cuando percibes el hilo argumental
de tu propia conciencia” (Trazos)

            Participa Francisco Raposo de cierto cripticismo que acerca ciertos poemas a procedimientos del surrealismo y traducen una anécdota vital que sustenta el código de interpretación del poema. Más allá de la correspondencia posible con la experiencia concreta, la escritura funciona como quien comparte una intimidad -imposible- con el lector, al que no hay que darle todo explicitado y que comprende, con un guiño de complicidad, todos los sobreentendidos. Juega, de vez en cuando, con la experimentación de ritmos y rimas, con sensaciones:

“Me suda el poema en tus pies descalzos,
la mirada prohibida al escribirte
mientras duermes, un metapoema
que se excita al escuchar el bostezar de las sábanas
cuando suena la mañana y desapareces” (Del cigarro y poema)

            Es innegable rastrear un notable grado de romanticismo en los versos, el poeta aún cree en la luna (Plenilunio), aunque demuestra que las personas son más que la idealización romántica de la estatua (Tu pelo rizado). Tampoco cae, afortunadamente, en el malditismo, esa aura que muchos persiguen como santo grial de la modernidad:

“No hay paso, ni camino,
ni droga suficiente
que oprima el ruido
de los cuchillos cabalgantes
en la piel de mis muñecas.
Ya no hay pasos,
ni existen los poetas malditos (Malditos)

            Dos paisajes marcan el marco de la poética de Francisco Raposo. Paisaje de Madrid, a medio conocer, apabullante, sugerente, del que se empieza ya a hacer historia:

“En Madrid el aire es otro,
se me agrietan los labios
y una parada de metro me sale del vientre” (Otros vientos)

            El otro es el del mar, territorio de la infancia, de la identidad “Hundido el barco / ¿para qué el mar?” (Tocado y hundido). 

            Al yo poético se le aparecen experiencias de todo tipo que sirven de reflexión más que de excusa para los poemas: la memoria (por ejemplo, a su abuelo en La soledad seca), el silencio propio y ajeno, la denuncia ante la tragedia de los refugiados encarnada en el pequeño Aylan (Redención), el balance de los momentos que se suceden en la vida.

“Recoger los vasos y tirar los hielos
de rutina derretida en el salón.
Un golpe de cojín y la culpa
sale fragmentada por la habitación.


Los muebles han dejado surcos
entre los poros de la madera y los ojos,
han rasgado la piel secando los labios
y empujando la autoestima al olvido” (Resaca)

            Francisco Raposo domina el arte de esconderse tras los versos, de permitir enterrar las anécdotas tras los sentimientos y la belleza, explicitando, negro sobre blanco, las imágenes no siempre las más cuerdas o usuales, pero siembre las más certeras, para transmitir la desorientación, el deseo, la distancia, la pena o el paso del tiempo. Por eso bulle la vida, se escapa y se derrama, se pierde entre las rocas y sale a la superficie. Esa dualidad de la grieta, poro, debilidad en lo que es duro y firme, esa herida sin cicatrizar en la que intuye el poema, lo que ya sabe el poeta: la vida, que no es uniforme, se agrieta, envejece, se infiltra y supura. Podemos leer, a modo de poética, Reflejo conceptual:

“No veo reflejos
en los cristales tintados,
espejos fugaces, que clavan hondo
del olvido, y el movimiento
ajeno de la marea,
como un refrán de cuervos
en unos ojos inexistentes,
como el acto propio de mirarlos
con una lengua extranjera
y un equipaje que evoca la marcha
por unas vías tímidas
oculta tras los vasos de las cuencas”

            Es importante para un poeta joven demostrar su madurez y que tiene tras su espalda la vida, ser capaz de tratar como materia poética lo que son cicatrices sin caer en la queja o la autoayuda, mientras que esa asunción se la presupone a poetas con más años. Al poema se le pide verdad y vida, emoción y conocimiento, y Francisco Raposo, empieza a demostrarlo, lo demuestra ya en estas Grietas vitales.

“Escribir, escribir duela
y andar, y pensar
en el nacimiento propio,
en la distancia ajena.” (Escribir)


[1]Y ¿cómo no voy a referirme al poema Voladas dedicada a la revista roteña?

martes, 26 de septiembre de 2017

Mejor callar (y II)


Sólo se promete un cielo, ser uno mismo. Como diría Nietzsche, más allá del bien y del mal, jueces supremos de nuestras conductas, de nuestros gustos, de nuestra moralidad, siempre en construcción. Ni siquiera aspiramos a que nuestra conducta pueda ser ley universal, antes al contrario, nos enorgullecemos de que nuestra ley sólo pueda y deba ser aplicada a la república independiente de nuestra casa.
Sin embargo, en la teología del uno mismo no tiene por qué circunscribirse al egoísmo, puede uno entregarse a los demás siempre que no caiga en la compasión, esa que acaba en el resentimiento. El verdadero superhombre, ese líder de uno mismo no tiene en cuenta las opiniones, las recomendaciones ni las envidias de los demás, esa masa ignorante y temerosa.
Los sacerdotes se denominan terapeutas o coaches. Existen salmos y rezos, las santas escrituras en libros de autoayuda y capiteles románicos que se transmiten por las redes sociales con la forma de power point que te hacen pensar. La confianza en uno mismo consiste, dicen, en no depender de los demás, como si pudiéramos fabricarnos del pan a los zapatos y montar nuestro propio coche. La confianza sobrepasa los límites sensatos de la prudencia y nos empuja a no atender a los demás, como si fuésemos los más sabios y nadie pudiera sacarnos de un error, colaborar con nosotros en perfeccionar una tarea o aportar una sana alternativa que nos saque del solipsismo.
Te dicen: un hombre seguro de sí mismo si llega a una reunión vestido informalmente y los demás están trajeados, no es que ignore las indirectas o las miradas reprobatorias, ¡es que ni siquiera se da cuenta! Tal es el grado de concentración en la misión. O tal es el grado de síndrome de Asperger que padecen.
Suelen tender estos superhombres que creen en sí mismos que los demás los desprecian. Lo explicó Nietzsche en la moral de los esclavos, esos que critican a los amos, pero que, en el fondo, los envidian y no tienen el coraje de vivir lo que dicen despreciar. El manantial (The fountainhead), de Ayn Rand mostraba muy a las claras esa tiranía de los mediocres que cercena la creatividad de los superiores.
Sin embargo, como aprendimos de la dialéctica entre el amo y el esclavo, el amo necesita tanto el reconocimiento como lo necesita el esclavo. En el fondo, los que se creen como el arquitecto protagonista de El manantial, son dependientes socialmente de aquellos a los que desprecia como pusilánimes. Esos superhombres necesitan compararse y sentir la mirada del otro, aunque para mirarlos desde el altar del desprecio.
Y los que no la necesitan, aquellos que ignoran a los demás, tan preocupados en sí mismos y sus necesidades, o son unos ególatras patológicos, o padecen los síntomas del Asperger, incapaces de reconocerse en los demás. Las dos opciones, la glorificación de una clase superior o la dirección por parte de psicópatas o individuos con déficit en los comportamientos sociales llevan a una vida menos humana, el peligro de un abismo donde se ha perdido la sensación de convivencia entre iguales, de colaboración y complementariedad que evolutivamente nos ha beneficiado.
La añorada autonomía a la que aspiraban los ilustrados ha devenido atomización, a nivel epistemológico y vital. Dinamitamos todo vínculo, y a esto contribuyen desde los aparatejos electrónicos (los auriculares, las pantallas gigantes de los televisores, y, paradójicamente, la irrupción de las redes sociales) hasta la segmentación del mercado laboral y la subcontratación de la subcontratación de falsos autónomos. Hasta el disfrute sufre las grietas de la individualización.
Este peligro lo sentimos en la propia piel. Las celebraciones comunitarias, los festejos, los festivales de música, las hinchadas  deportivas no son sino muestras de ese añorado vibrar en comunión, en el sentido más corporal del término.
¿Dónde dejamos lo comunitario? ¿Nos quedaremos solos en la bolera? No es de extrañar que cuando pasamos al siguiente nivel, el de los supraindividual, la manera que tenemos de concebirlo es personalizando, individualizando. Las naciones, siguiendo la metáfora organicista son entes vivos, eternos en la medida que sus células, las personas, se van regenerando, mientras se mantiene su esencia. El nosotros como un individuo, la metáfora del leviatán parece más adecuada que nunca, que se alza para llegar a su destino por encima del bien y del mal, por encima de los mediocres que la envidian y que viven a su costa. Maneras de vivir lo comunitario de manera individual.
Para al final volver al principio.

lunes, 25 de septiembre de 2017

Mejor callar I


Así terminaba el adagio más conocido de Wittgenstein, de lo que no se puede hablar, mejor es callar. Y del problema en Cataluña creo que se puede decir poco que no se haya dicho, de una forma más o menos grosera o atinada. Cierto es que, ante los desmanes de cada bando, se hacen notar más las voces en contra. Nos irrita más la intransigencia de los enemigos que las barbaridades de los tuyos. Se nos nubla el entendimiento y saltamos a defender nuestros principios sin importarnos valorar el alcance de las burradas o quién o en qué momento se dicen. Hay muchos analistas que se han mostrado lúcidos casi en la misma proporción de los que han acometido tropelías en sus argumentaciones. Eso sí, me irrita sobremanera hacer depender del otro las causas de la deriva. Y detesto el insulto comodín de facha para el que defiende el referéndum, para el que apoya la integridad territorial y para el que ve acciones cuestionables en uno o en otro bando.
¿Qué solución nos queda? Sinceramente, no lo sé. Me hastía analizar los discursos, necesito desconectar de este guirigay tan absurdo, volver de alguna manera a mis ocupaciones y a mis neuras de siempre. En estos tiempos de niebla parece que añoramos los apoyos firmes en las convicciones y abrazamos la que sea con la fe del converso, más preocupada de mostrar la fidelidad que de aplicar sus principios.
Si antes podíamos recurrir al divino para que apoyara con su santa sabiduría lo que nosotros ya sabíamos que era lo correcto, ahora tenemos que enarbolar la bandera del diálogo y el convencimiento. Si no estamos convencidos, poco podemos hacer para que el otro, los otros, se entusiasmen, o al menos, se comprometan con nuestras ideas. La larga lucha por la libertad del individuo frente a la tiranía del absolutismo, de la tradición, de la tiranía de la mayoría, aunque fuera cierta, nos ha dejado un poco huérfanos de certezas. Tan huérfanos que llamamos verdad a cada intuición personal que tengamos, aunque sea ante una caña y unas aceitunas.
Decía Juan de Mairena a sus alumnos que los griegos cambiaron la fe en los dioses por la fe en la razón, convirtiendo la segunda en un dios, adorándolo y, como venían a decir, Adorno y Horkheimer, un dios tiránico y absolutista. Uno de los grandes errores del pensamiento posmoderno fue no ser deicidas y derribar el concepto de Verdad con mayúsculas. El gran error fue convertir a cada una de esas verdades particulares, egocéntricas y parciales, en una divinidad celosa, belicosa y vengativa. Una deidad que se reproduce por partenogénesis fractal. Cada pequeña diferencia da lugar a una nueva diosa y, así, hasta el infinito.
Tal panteón es inabarcable e imposible, impiden los cultos colectivos. Quizás por eso florecen los sucedáneos, aquellos que no colman, como lo hace una religión, todos los aspectos del individuo. Si el fútbol puede tener creyentes, nada dice la FIFA sobre moralidad o sacrificios más allá de su estricto ámbito. Quizás por eso debamos creer en nosotros mismos, como sermonea el credo liberal. Pensar que nuestro cuerpo es nuestro santuario y que el alma es la cárcel del cuerpo. Un cuerpo doblegado en sesiones imposibles de fitness y tiránicamente ayunando en una cuaresma perpetua.
El panorama no deja de aparecer como desolador. La prometida liberación del hombre de su culpable incapacidad, ese estado perpetuamente consentido de infancia no ha desaparecido. El Sapere Aude kantiano no ha incitado al conocimiento, sino a una autosuficiencia pagada de sí misma ante cualquier idea que creamos propia. Más atrevimiento en mostrar nuestras ocurrencias que en conocer otras realidades. Atrévete a mostrarte, he ahí el lema de nuestra Ilustración.
Sin marcos comunes de referencia, la experiencia se hace egoísta y sólo cabe encontrar ficciones en las que otros sean como nosotros, vistan igual, disfruten con las mismas experiencias, bailen al unísono. Espumas llenas de burbujas que se mueven al unísono llevadas y traídas por las olas.
En lugar de hacernos adultos, hemos preferido continuar en una adolescencia perpetua de niños consentidos. No cambiamos de ideas porque son las nuestras, queremos que se cumplan nuestros deseos por el sólo hecho de enunciarlos, esperando un hada mágica que nos los conceda. Un hada que puede ser una mano invisible, el talento que demostraremos en un show televisivo o las esperanzas que ponemos en un líder que se ocupe de nosotros como una buena madre abnegada.
El desconcierto es la única experiencia universal. La realidad no se pliega a nuestros deseos y no se ajusta a nuestras ideas, a nuestras pequeñas verdades. No queda otra que ignorarla y seguir encerrados con un solo juguete.

martes, 19 de septiembre de 2017

El perdón y el remordimiento



Debo confesar algo. Después de tantísimos años de enseñanza y algunos menos de padre, tengo la sensación de que no me escucha nadie, que mis palabras caen en saco roto, que soy la voz que clama en el desierto. No lo digo por falsa modestia, es algo a lo que me he ido acostumbrando con el tiempo y no me produce mayor inquietud, más bien al contrario: me quedo más que asombrado cuando sucede a la inversa. Me descoloca que alguien se acuerde de algo que he dicho. A veces es una sorpresa agradable porque son palabras de aliento; la mayor parte de ellas son chistes muy malos, o pequeños detalles de los que ni siquiera yo me acuerdo.
                El problema es cuando he herido a alguien con mis palabras, cuando he dicho cualquier estupidez que pueda ser considerada como ofensiva, cuando, sin ser demasiado consciente de las consecuencias, se desmandan las cosas y, de repente, caes en la cuenta de que has metido la pata. Y no puedo culpar a nadie más que a mí mismo. Por supuesto que lo primero en estos casos es pedir disculpas y tratar de enmendar lo dañado. El problema es que no se puede dar vuelta al tiempo y deshacer el desmán.
                Puede que la persona ofendida pueda perdonarme, disculparme, o, al menos, entenderme, pero eso no quita que dentro de mi interior siga sintiendo el desasosiego. Y no porque me duela perder una imagen de no haber roto un plato, es un sentimiento sincero de pesar por el daño. Es lo que se llama la culpa.
                Este sentimiento está muy arraigado en según qué tradiciones religiosas. El pueblo judío y, a partir de él, el cristiano puede usar y abusar de la culpa como instrumento de tortura institucionalizada. Ruth Benedict distinguía entre las culturas de la vergüenza y las culturas de la culpa, así que parece convertirse en un semi-universal cultural. Es indudable que, por educación, por ambiente, podemos haber internalizado este concepto religioso, pero dudo mucho que sea exclusivamente religioso. Desde mi punto de vista, la culpa nace del reconocimiento personal de un daño a un tercero, independientemente de que en las ceremonias religiosas se confiese uno como pecador, por mi culpa, por mi gran culpa… No hace falta creer en un todopoderso para sentirse desgraciado por llevar la desgracia al otro.
                Teologías modernas intentan, por su parte, identificar una especie de pecado secular. Son los signos, supongo, de este mundo desencantado en el que vuelven y se revuelven las religiones establecidas y nuevos cultos seglares. La salud, sabemos, se está convirtiendo en la nueva religión que proscribe alimentos y hábitos y que preconiza la mortificación de la carne. Ocupan el imaginario dejado por una religiosidad demodé. De igual forma, el lenguaje cotidiano acaba por asumir muchos de los conceptos religiosos desvirtuando su intención inicial en un proceso de reconstrucción al que no son ajenos los vaivenes de la doctrina.
                Híbridos son, desde luego, el ámbito de lo religioso y el de lo penal. Si hacemos caso a quienes defienden que la justicia es el hijo independizado de la moral religiosa, no es de extrañar que se confundan los castigos terrenales con los ultraterrenos. Y sin entrar en el polémico brazo secular.
                El reconocimiento de la culpa supone la reflexión sobre la conducta, superar el narcisismo justificativo, evitar las excusas para dejar al sujeto solo ante el peligro, desnudo, sin coartadas, consciente. La culpa religiosa es el copiado obediente del creyente ante los dictados del sacerdote que habla por boca de dios. Lo que no es óbice para que se produzca un proceso de asunción, de identificación. Los caminos de dios son inescrutables y algo caprichosos.
                Otro peligro está, abundando en el tema, en el narcisismo de la propia culpa, en golpearse el pecho con la única función de hacer valer ante los demás de una superioridad moral. No es la jactancia del pecador que ha retado al Altísimo y cae a los infiernos orgulloso de su rebelión, es la vanidad de quien es mejor pecador. Ha cometido una falta y eso lo hace mejor persona gracias a ese arrepentimiento y al dolor que se esfuerza en mostrar ante los demás y ante sí mismo.
                Como todos los sentimientos humanos se torna complejo y significamentoso, cada acción, cada gesto cobra un sentido oculto, que se revuelve y se transforma, adquiere matices que pueden ser más intensos que el original. Un excelso masoquismo, de recreación en el dolor que se siente por causar el dolor. El perverso reflejo de la sensación de culpa: el éxtasis de sentirse miserable, adictivo como todos los sentimientos intensos.
                ¿Qué hacer, pues, cuando eres el responsable del dolor y no puedes enmendarlo? Muchos lo que buscan es el perdón. Por eso es tan importante la confesión. Confesión de un pecado o de una culpa que no es lo mismo que compartir en secreto, por muy vergonzoso que sea. Al compartir se hace partícipe, se crea un vínculo, una complicidad, en todos los sentidos. Compartir voluntariamente un secreto pone en pie de igualdad al que habla y al que escucha, aunque no tengan el mismo rango, se concede un punto de unión, una homogeneidad de estatus. La confesión nunca es entre iguales, aun siendo ante un amigo y no ante una jerarquía institucionalizada, se le concede una autoridad moral al que escucha. El confidente implícita o explícitamente se sitúa por debajo del confesor, precisamente ahí radica su virtud. Es el superior el que puede conceder el perdón.
Y más que expiar o reparar una culpa, se ansía un perdón. Que pueda venir del injuriado, que provenga de Dios, que un auditoria otorgue, que se concedan al espejo. A menudo demasiado fácilmente. Benditos ellos. Yo seguiré con mi pena, como cantaba Manu Chao, seguirá mi condena.