miércoles, 30 de marzo de 2022

Reseña de Marta Pumarega Rubio: ‘El cielo no es azul’. Alfar, 2021

El cielo no es azul - Ediciones Alfar


Antónimo de cobijo (Lulu, 2018) recogía los primeros poemas de Marta Pumarega, un interesante debut que hablaba de sentimientos y memorias, del paso del tiempo y mostraban las indecisiones propias de los inicios. También se han recogido poemas suyos en  la antología 54 poetas que corrieron la Maratón de Chicago (Ars Poética, 2018) o en la Revista cultural 142. Ha participado en festivales  online o en las lecturas del Aleatorio y ahora presenta una obra de madurez en muchos sentidos. Su título, además de ser científica y rigurosamente cierto proviene de preguntarse: “¿cómo sería ver el mundo a través de los ojos de alguien que pinta? (…) viendo el mundo a través de los ojos de mi madre acuarelista, dándole al cielo la importancia que se merece, todos sus colores”.  En  el volumen, como la autora anuncia, “Mis poemas tienen el temblor de quien se atreve a amar y el dolor de quien amó. Tienen en la mirada la muerte de un amigo, la vida en cajas por las mudanzas”.

Desde el primer poema, el emocionante El secreto, quedan sobre la mesa alguna de las líneas argumentales que atraviesan el volumen: “Ha perdido tantas veces / la razón/ frente al espejo. // No lo sabes, nadie podría saberlo, / pero tengo la necesidad de empezar a cantar / como un pájaro / que espera su primavera” (El secreto). Por un lado está la nostalgia hacia la niñez, el recuerdo familiar, y el personal, tomando la niñez como el cobijo al que se hacía referencia en el primer poemario de Marta Pumaraga: “La casa de mi infancia / es un poema que nunca termino” (La casa). El regreso a esa casa es el argumento para confrontar dos realidades, una presente tumultuosa, arrebatada, doliente, y la serenidad y los sanos afectos. Así habla de “Volver a mi tierra a nado, / a contracorriente, a pulmón” (El cobijo); “Déjame entrar, / en la sonrisa sincera de tu infancia, / en tus manos / de músico de cuerda” (La llamada). A la infancia se asocian los sentidos más cargados de emoción positiva, como el Petricor: “Y es mi infancia / la que mira por la ventana/ mientras llueve”. El emotivo recuerdo de su abuela: “Mi abuela es un retrato al final del pasillo. /…/ En el retrato mi abuela no llora, / pero yo recuerdo que / de sus pequeños ojos azules / caían lágrimas del mismo color /…/ Yo nunca supe por qué mi abuela lloraba” (El retrato). Por último, señalar que el territorio de la infancia pasa de generación y también implica a la poeta como madre, que ofrece también el refugio de la memoria.

Varios son los paisajes que marcan los afectos. Por un lado está el mar, el de la infancia, el de los cuadros de Sorolla y el metafórico que describe las relaciones (“Eres mar, / quiero decir: / eres deriva y calma, / lo que contemplan mis ojos / desde lejos, / amanecer tímidos sobre la ola”, La lejanía; “De todas las mujeres / que he sido /…/ De todas, / soy la mujer que espera, / soy la mujer que mira el mar”, Las mujeres). Por otro lado está la ciudad, Madrid, pero también Florencia: “Esta ciudad se sabe / tu nombre de memoria; / la geografía de sus calles / son las geografías de tu cuerpo” (Madre);  “Sin embargo, el resto de la vida, / es como ropa tendida al viento, / como aquella ciudad / que tenía tus ojos y mar, / como cuando abro mis brazos / y te pido que vengas/ como cuando dije quiero y quise” (La avenida).

El otro gran bloque temático, que atraviesa todo el poemario es una ruptura, con todas las fases del duelo, descritas minuciosamente las indecisiones, el dolor, la desilusión y  el estupor. Son poemas dedicados a un tú muy concreto, que está presente en el recuerdo y en la conversación, que representa el deseo, los anhelos y la traición, el sufrimiento y la tenacidad en el recuerdo.

Entre esos bloques aparece también otro tipo de sufrimiento, el que se anuncia en las palabras preliminares de la muerte de un amigo: “He escuchado / llorar a una mujer, / llora lluvia y arena, / sale barro de su garganta” (El duelo);  “Mientras te esperaba, / he visto a mi amigo muerto / paseando por la calle / con sus manos de buscador de oro” (La sombra). Este ahogo “Cada vez que alguien muere, / te mueres tú otra vez” (La muerte). De todas formas, se entrecruzan uno y otro: “La escritura / como abrazo de mi amigo muerto, / como tabla ante el naufragio / comida por la sal” (La escritura).

La presencia de los primeros tiempos de una relación, con su deseo, con su sensualidad, con su sensación de inicio se refleja en la nostalgia de algunos poemas: “Llenemos de infinitivos la noche” (El anhelo); “Te quiero, dice. // Y me mira / como un niño / que espera un beso” (El querer); “Nosotros que aprendimos a arder en la oscuridad” (La ruptura) o en ese verso “Tiemblo a tu lado / como un pájaro en una red” (El deseo) que evoca a Leonard Cohen de Bird on a wire. En la historia que atisbamos dentro de los poemas sabemos de las indecisiones y las dudas, de lo incierto: “A veces te vas / como quien imagina, / como aire caliente, / como quien tiene otro destino” (El viajero); “como estar con una venda / en una habitación a oscuras” (La confusión).

Dos versos que cierran el poema Morada son muy expresivos al respecto del inicio del final de esa relación: “Hay un hombre que me habita. / Se hace llave. / Se ha hecho puerta” (Morada). Marta Pumarega utiliza la referencia física a la casa, a las habitaciones, a la vida en el interior como sinécdoque de la vida en pareja: “Esta habitación no tiene reloj, / pero está llena de tiempo /…/ Veo la noche, / veo diez árboles, / cuatro tejados, / y el parque infantil, / y los coches volviendo / de las fábricas/ por aquella carretera pequeña” (La espera); “Nunca se aprende a olvidar. / La memoria es una casa / de ventanas abiertas” (Olvido); “Y allá, en mitad de esa nada, / de ese agujero negro, / de esas escaleras sin barandilla, / pronuncio tu nombre” (Los miedos). El insomnio, ángel terrible, es la manera de estar consciente de la realidad que atenaza: “No poder dormir, / abrir los párpados / hasta tocar el techo” (El paisaje). Por eso es tan significativa la referencia a la mudanza: “Últimamente, la mudanza, / la caja en la que guardé / mi infancia y sus anginas, / mi ventana con mar, / mi barrio” (Primera mudanza).

Marta Pumarega hace un interludio, como ya hizo en Antónimo de cobijo, de Renuncios breves, pequeños poemas que funcionan a medio camino del aforismo y el haiku, del instante y la reflexión: “El insomnio es una luz / que se enciende en mitad de la noche, / como un náufrago que lanza una bengala / en la oscuridad del mar” (Insomnio); “Desde que tú me miras / estoy mucho más guapa” (Espejo); “Para los pájaros, / mi mano es una nube / desde donde les llueve / el pan” (Alimento). Estos poemas, a veces, más amables funcionan como espacio para tomar aire antes de retomar la intensidad dramática en la segunda parte del poemario.

Continúan los poemas que retratan la ruptura: “Hay un silencio / que cabe entre nosotros, / silencio que salpica los zapatos, / silencio blanco que nos bebemos con las manos, / silencio que descansa bajo tierra” (El silencio);  “Dejé en tu mapa / toda mi orografía / de mujer descalza. // Salté / tristemente a tu vacío, / con una venda / y sin alas” (El canto). Son poemas de tono confesional, de tanta intimidad que buscan la herida que cualquier lector tiene guardada. Marta Pumarega consigue dibujar con dolorosa precisión los momentos en los que se alternan la necesidad del recuerdo y la necesidad de ruptura: “Es por eso que aún / me balanceo en tus ojos, / rumio tu recuerdo / moviendo los labios / de un lado para otro” (La herida); “Podría parecerme que vuelves / mientras miro por la ventana / y la figura de un hombre, / tras el cristal, / navega hacia mi puerta” (El retorno). Hubo, sin duda, un tempo para la negociación (“asistí al derrumbe / de nuestro hogar, / con un poema de amor entre los dientes”, Las creencias) pero llega el momento del duelo en el que la duda duele tanto como el sufrimiento que ocasiona la ruptura. Dos versos lo condensan: “La soledad / es la tristeza del arrepentido” (La soledad).

A la herida dedica una serie de versos que aportan imágenes expresivas, elocuentes: “Recuerdo el hospital, / los susurros por la rendija de la puerta, / sus horas muertas, / la habitación blanca a través del suelo, / un espejo donde no reconocerme /…/ Sin embargo, // a través de las ventanas, / estaba la vida” (El hospital); “Conozco la madrugada, / soy uno de sus silencios” (La madrugada); “Este blanco que me ahoga, / este papel que te sostiene” (La mirada). Las descripciones físicas quizás sean las que duelen más: “Tus ojos, / perder el pulso de tus ojos, / eso fue sin duda lo más terrible” (Los ojos); “Tampoco pude ver el mar; / tenía los ojos llenos de arena” (365 días); “Y yo recuerdo tu nombre, / salvaje como tu silencio, / como árbol torcido, / como pasos viniendo hacia mí / en la oscuridad de la calle” (Tu nombre).

En las fases canónicas del duelo se suele representar la ira como un paso necesario. Y más que resentimiento, en los poemas encontramos la conciencia del dolor causado con la ruptura: “En la casa solo quedan / unas librerías vacías. // Todo lo he perdido. // He perdido hasta mis libros, / soy un pájaro en el suelo” (Los libros); “Esta nueva casa / tiene el duelo / de lo perdido” (Segunda mudanza); “Escribo, / no hago más que escribir / en la noche, / aquejada de ciertos dolores antiguos” (El respirar); “Fuiste el idioma / esclarecedor de la duda, / un beso extendido / en mi carne devastada, / la luz encendida / en la casa de mi infancia, / el azul del cuadro” (La caída). Y, sobre todo: “Fuiste mi miedo a la oscuridad, / jauría de perros que ladraban / y atravesaban con sus incisivos / mis oídos. // Fuiste las farolas rotas / en mitad del camino, / los árboles aullando al viento, / el viento golpeando el cristal. // Fuiste la noche, / oscura dentellada / sobre mi cuerpo” (La noche). Por último, llega la aceptación, el reconocimiento de lo inevitable (“Te estoy mirando a ti / y mis ojos están completos /…/ Pero, después vino el silencio”, El olvido), la asunción serena de lo pasado (“Yo conocí una vez / un hombre / como aquel pájaro, / que era capaz / solo cantando, / de que entrara el sol por mi ventana”, La primavera). En suma, el recuerdo preciso del transcurso de la vida: “El sabor amargo / en el cielo del paladar, / una cama llena de cristales. /…/ No sabes todo / lo que he tenido que recordar para olvidarte” (El invierno).

domingo, 27 de marzo de 2022

Reseña de Francisco Javier Hernández Baruque: ‘Treinta y nueve peldaños’. Difácil. 2018

 

“Palabras, Dios está con vosotros” (La palabra)

Francisco Javier Hernández Baruque lleva publicados cerca de la decena de libros comenzando por La Esguerra azul (1986), Estrellas intermitentes (1987), El balcón de las olas y los barcos (1996), El duque de Monterroso (1999), Escrivivir (1999), Habla que labra (2003), Arañando vaho (2006), Edad de piedra (2014). En este se adentra en un desafía complejo, la de escribir 39 sextinas, una exigente composición de precisamente 39 versos, bajo la inspiración de las famosas sextinas de Jaime Gil de Biedma, Apología y Petición, de principios de los años 60. Incluso, Diablos del desgobierno hace homenaje explícito a este poema: “Es un país de pícaros nos dicen / los mismos que lo están ejecutando. / Indigno. Indignado. Y un poema / que vuelve a sublevar cuando se lee” (Diablos del desgobierno).

Pero la poesía es mucho más que un artificio basado en el conteo de versos, sílabas y acentos y hay que valorar las composiciones en cuanto a su potencial expresivo. Lo demás son malabarismos verbales. Cada uno de las sextinas tiene una entidad independiente, aunque hay algunos temas que se repiten, como es el de la nostalgia de la infancia y la juventud: “La primera emoción movió el latido / y pudo ser sentida, mas no escrita. / Inédita murió. De niño supe, / sin llegar a saber, que era poeta, / la tarde luminosa de un otoño / en la caligrafía de unos versos” (El poeta niño); “Pasó mi juventud. Con media vida / estoy diciendo adiós mientras escribo / sus pasos con silencio y con lluvia /…/ La luz, intermitente. Yo te escribo / con latido mecánico, ternura, / para que me adelanten los que pasan” (La lluvia nocturna). Incluso un poco más acá de la añoranza, la inexorable conciencia del paso del tiempo: “No es que la vida caiga en desuso. / Ocurre simplemente que de ned / observar hasta arriba los cajones /…/ De niebla es esta nada de siluetas / donde anda desmigándola factura / que ocuparon los cajones en desuso” (Cajones en desuso); “Las gotas nos bautizan y humedecen / y drenan inocencia por los poros” (Mujer de lluvia). Una percepción muy barroca, en el sentido del desencanto, de la identidad que se mantiene al transcurrir de los años: “la llama que ahora veis en el ahora / en gas de esté carbón y aquella savia. / Si sumo, el resultado es menos” (Sabio de savia y piedra).

Otro de los temas tiene que ver con el deseo, verdadero dios entre estos versos: “El dios es mi deseo se hizo carne / y Venus desde el mar ocupó el mundo” (Historia del deseo); “Tengo la juventud de este minuto” (La nube); “Amor, no hay nada sucio, porque el hambre / se limpia con la entrega, brilla el alma / y el cuerpo le da forma de deseo” (Amor, cuerpo del alma);bella de la vida / que nos vamos trasmitiendo?” (Vivos); “Hay una luna llena en cada mano: / vacía una medalla entre las sombras (Cercana lejanía); “Cayeron amapolas en el beso / y fueron repartidas por mis venas” (Raíz de río y rayo).

Y, en contraposición, la conciencia de la muerte: “Caer, pero siembra y sin corteza / fundirte con la tierra en muerte dulce” (La dulce muerte); “Mi cuerpo lo amasaron entre nubes / en un valle escoltado por un monte / y en cuna de faquir, de piedra y cardo / Me adormeció la luna de mi madre” (La madre de tierra).

“¿Por qué dolerá tanto el estar vivo,

ser hija de una lágrima, ser fiebre

de la enfermedad

La conexión entre el tiempo que pasó y el ser que somos es la identidad, espejo donde nos reflejamos en los otros y que nos acompaña como una sombra familiar: “Perdimos la amistad y somos tristes / mendigos. Yo fui rico mientras tuve / las manos como solo sobre el mundo / bebiendo confiado en compañía” (Amigo, te busqué). Como Whitman, Javier Hernández Baruque, sabe que no somos una identidad monolítica: “Aquí, dentro de mí, ¿cuántas personas / con ser distintas voces enloquecen / hablando al mismo tiempo que yo mismo?” (Las voces otras). Lo sabemos porque los sueños desaparecen al tiempo que aparecen las arrugas, las energías merman como la memoria: “Y pide explicaciones el olvido / esperando entre niebla es las que huya /…/ Todos los sueños huyen y traicionan / por las ventanas saltan sin nosotros / con vida secuestrada hacia el olvido” (Sueños que huyen).

El libro se completa con Ocho sextinas baruquianas que amplían el núcleo temático de la identidad y la soledad: “Solo, sin soledad, que se escabulle / y no deja nunca mis sentimientos /…/ Un verso me ha hecho sangre” (Ahora y a oscuras); “La lágrima salobre no reposa. / Cae lenta en el espejo de agua negra” (Rosario de cal); “Andas entre la gente y andas solo /…/ Eres el extranjero que se cruza / contigo y se trasvase sube el otro” (Presencia);“La voz siempre regresa y te recoge. / Te deja justo, solo e inocente, / te ciñe y te desnuda sobre el eco”. Eso no significa que no topemos con versos de gran dosis de ironía: “Y lo fue Robinson y lo fue Cristo / aislado en su islote y en su cruz” (Un solo de soledad); “Las sílabas más bellas que razones / berilo en la garganta y un perfecto / idioma que derroque al verbo falso” (Nombre ácimo). En contraposición, la inocencia de la infancia en La niña de las lagartijas, verdadero símbolo del paraíso perdido: “Qué grande la alegría y qué pequeña / la niña del jardín /…/ Niña de lagartija, yerba y rostro / de mago, tulipán de mariposas, / agua nueva que juega por mi tarde”.

Señalar, a modo de colofón unos versos en los que s recuerda la dicha de estar vivos:

 “Recuérdate feliz ––que algunas veces

lo fuiste––, regalado por la vida.

Quizás ni lo notaste… ¿cuándo, dónde?

 

y sal de ti, que dentro no eres nadie.

Y siempre poesía: la alta magia

que pasa cada noche por tu calle

y enciende el corazón, triste y alegre” (Los vitrales)

 

 

miércoles, 23 de marzo de 2022

Reseña de Laura Rodríguez Díaz: ‘San Lázaro’. Editorial Cántico. 2021

San Lázaro: 1 (Culpables) : Rodríguez Díaz, Laura: Amazon.es: Libros


Laura Rodríguez Díaz nació en Sevilla 1998. Edita la revista Caracol nocturno. Ha participado en la antología Cuando deje de llover. 50 poéticas recién cortadas (2021)y cuenta con una plaquette bilingüe Insularidad/insularitia (2021). San Lázaro, publicada por la editorial cordobesa Cántico, es su estreno en el gran formato. Este es un libro complejo, lleno de arriesgadas decisiones expresivas, para tratar el tema de la enfermedad y su curación: “tiene que ser humana esta sorpresa / ante la putrefacción de las tripas /…/ pero me contradigo por miedo” (I). Laura Rodríguez recurre a frases inconexas, ausencia de signos de puntuación, juegos con la ortografía (“henferma”), notas a pie de página, intertextualidad, aprovechando las posibilidades textuales que la página en blanco permite: “a veces no termino las frases” (II).

Los poemas, sin título, van recorriendo el camino de la enfermedad: “en mi infancia el corticoide del hogar / mesalazina adulescente/ tal vez en el futuro el 75% porque tarde o temprano” (II);  “tres bolsas frías cada dos meses / viajes lentos y continuos / de sustancias medicamentosas / intravenosamente llegan las yemas / libres de patógenos / hasta los intestinos” (III). El sufrimiento y el dolor, tanto como los tratamientos y medicinas llevan a un extrañamiento cierto del propio cuerpo:  “Si la suma de ausencias / es una fuga / cómo nombrar el error palpitante / metro tras metro / de la extensión compacta de existencias / solo es posible a través del poema / sinónimo del fracaso” (IV). Es la parte más expresiva de este valiente propuesta: “Dr. Fedriani quiero la pureza encarnada / en sangre + barro+ otras viscosidades / sobre el epitelio afuera / dentro”.

Va reflexionando sobre la enfermedad y la resurrección, y de la dificultad para verbalizarla, para uno mismo y para comunicar el dolor y las sensaciones que la acompañan: “con la boca espesa / de pura im im imposilidad”;  “La resignificación es la única forma / de significación / hablar o incomunicar Paul Grice / siempre decir otra cosa” (VI); “antes de las ceremonias absurdas del lino / la corporalidad sexual como agua / o el deseo de hundir el cuchillo / en el estómago / no se celebra el discurso / pero se agitan los movimientos prelingüísticos”. Los estómagos de Luna Miguel puede ser un antecedente válido en este sentido.

Otra de las aristas que presenta Laura Rodríguez es la exigencia, digámoslo así, de resistir de manera sobrehumana: “mesiánicos han venido a decirme / Lázaro levántate ya / con la moral heroizante como pan”. Una injerencia en el sujeto que se convierte en objeto de la ciencia médica y que cede la voluntad a los profesionales. Por eso clama:  “este cuerpo solo este cuerpo / rompiéndose / soy yo”; “es decir y quiero decir y no sé decir / y / quisieron cantar / ladrando / (XIX). La voz que se alza es la voz poética: “y será cuerpo manifestándose / y diremos poemas” (XX); “la carne puebla el dolor / inventándolo” (XXII); “ya sé nada pasa nada está pasando / y lo nombramos” (XXIII).

Los poemas de la segunda mitad del libro siguen indagando en los actos médicos: “para que todo abdomen se abra en / dos orillas de amapolas / rojo satén al sol / y se entregue lentamente vertiginoso / no un almo // lo repetimos callados / sin memoria / amor amor amor” (XXV); “nacer / 13. tr. abrir lugar ausente / y / caer / adónde / desde la tierra” (XXVIII). Frente al cuerpo como objeto se contrapone la necesidad de decir como sujeto, con todos los riesgos: “si me escribo me dinamito / en tantos como ojos / materia carne / materia lengua” (XXIX); “ya soy un perro / en llamas” (XXXIII). Una sensación de falta de control tal como los niños ante un mundo que apenas comprenden: “en tierra / infantilmente / señalan el asombro / en silencio / cómo / si no // la palabra en el folio / la palabra palabra” (XXXI); “rabiosa de fe siempre vuelvo / a colgar las tripas sobre / la puerta de mi casa / nunca he cambiado de opinión / vamos entrando / solo he compartido solamente / todos los que soy en lucha” (XXXV).

Por último están las referencias a lo trascendente: “en esta ciudad todos / los hospitales tienen / el nombre de dios” (XXXVI); “vacío imaginado por los henfermos / que esperan a su puerta / la existencia de dios” (XXXVIII). Aunque se tengan otros referentes culturales: “La casa de Sant Lazaro / fue una torre militar andalusí” (XXXIX).

“al igual que el poema oculta para revelar

la enfermedad cubre determinadas zonas del cuerpo

/…/

para hacernos afirmar febriles

llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir

porque solo soy carne  porque sorprendentemente soy carne

el alma es la conciencia del cuerpo propio” (XL)

Este es un libro muy arriesgado desde el punto de vista formal y desde el compromiso personal, bordeando lo que sería una poesía confesional en sentido más convencional. El que se recurra al personaje bíblico va más allá de las consideraciones religiosas, es el símbolo sobre el que se articulan las diferentes caras de este poemario: “Lázaro ven fuera / mira esta sorpresa humana ante la vida” (XL).

 

domingo, 20 de marzo de 2022

Reseña de Juan Bello Sánchez: ‘Una oscuridad'. Ediciones Liliputienses. 2021.

 UNA OSCURIDAD. JUAN BELLO SÁNCHEZ. 9788412456073 Nakama Librería


Maestro de primaria y poeta posee ya una sólida trayectoria poética: El futuro es un bosque que ya no ardió en alguna parte (La bella Varsovia, 2011), Todas las fiestas de mañana (Pretextos, 2014), Talk about the blues (Origami, 2014), Nada extraordinario (Pretextos, 2016), Mortal Memoria (Valparaíso, 2017), Mi tiempo perdido (Siltolá, 2018), Casa (Tulipa, 2018), Reliquias (Tulipa, 2020), Todos hablan al mismo tiempo (Maclein y Parker, 2021).

Una oscuridad es un precioso libro sobre lo invisible en todas sus vertientes: “Deberíamos prestar más atención, / deberíamos ser más cuidadosos, / el tiempo se repliega sobre sí mismo / y lo que ocurrió / algo de lo que creíamos que nos habíamos librado, / podría estar a punto de ocurrir de nuevo, / por primera vez” (Una oscuridad). A menudo lo invisble es tan coticiano que desaparece a nuestra vista: “Al final, todo se reduce a las mismas cosas, / una calle, algunos árboles, nubes que se disparan o se reúnen. / Hay mucho que debería ser registrado / pero nadie quiere perder tiempo” (Mirando alrededor).

Juan Bello Sánchez exprime las consecuencias de la experiencia de la oscuridad: “Lo que ocurre a mi alrededor / es algo sobre lo que solo puedo especular, / presumo que la casa está vacía. /.../ Un portazo divide en dos la noche: / la oscuridad antes, / la oscuridad después” (Tan solo un portazo); “Habla asomado a la ventana, / mueve la mano que tiene libre, / dibuja círculos con su dedo índice, / anillos de humo / que desaparecen rápidamente en el aire" (Telefoneando a alguien en la noche). Pero, sobre todo, es una experiencia del ser, de la esencia: “Las sombras de las nubes nos ocultan / y otra vez nos dejan al descubierto. / Si espero un rato más / veré a la mujer de la limpieza / borrando nuestras huellas. / Pero entonces ya no sabré cómo volver” (Viejo pensamiento); “un continuo alejarse de todo, / un estar más cerca cada vez” (Así es). En la segunda sección se aprecia más claramente esta preocupación sobre la identidad: “Alguien preguntó por lo que había sido dicho. / Unas palabras encierran otras. / Nos encontraremos de nuevo / en un perpetuo presente. / Creo que estamos en el jugar equivocado” (Casi un susurro); “Una ficción tras otra, / un retrato en el que no nos reconocemos. / Lugares y nombres se confundes. / No, no tienes que recordarlo todo” (Cuerpo y alma).

De manera muy relacionada está el diseño del futuro, del porvenir: “Nuestra ocupación es perder; perderse” (Donde estamos hacia dónde vamos); “El futuro nos mantiene unas metas por delante, / igual que el perro del cazador, / abriendo el camino en la oscuridad” (Un lugar seguro). Lo invisible es, para este caso, la incertidumbre, lo desconocido: “Las pequeñas ranuras de las persianas / que aún dejan intuir algo, / como una carta de un remitente desconocido / que no nos atrevemos a abrir” (El deseo). Juan Bello sabe que el futuro es un horizonte que se compone de pequeños horizontes mucho más cercanos: “El silencio de después de lo que se dijo / y el silencio de lo que no se dijo / están en la misma habitación, / y no son muy distintos, en verdad” (Buen tiempo).

Una oscuridad cotidiana y una oscuridad a nivel macro, que dirían los sociólogos: “Pronto, las calles serán grandes buques / que llegan a cualquier parte y se detienen / con su carga /…/ ¿Qué veríamos si fuésemos capaces de ver / lo que hay detrás de una sombra?” (Más oscuro). Es una actitud filosófica: “El mundo se construye y destruye / todos los días” (Viejos problemas).

El poemario se titula La oscuridad, y no lo desconocido, porque implica una luz y una sombra. Lo que también influye en las relaciones humanas, en los afectos, en la pareja: “Lo que callas, / ¿qué puede decir de nosotros? /…/ Lo incierto sea lo que sea, / llama a la puerta todas las noches, / y es mejor abrir, dejarlo pasar” (Un nuevo final para el viejo relato). Además de la luz, de las nubes, están los obstáculos que se fabrican, la casa y sus paredes son una metonimia magnífica: “Las casas también son laberintos / y eso nos mantiene ocupados por un tiempo” (Antenas): “La noche es una puerta a punto de cerrarse” (Cielo nocturno sin estrellas).

Hay momentos en los que la poesía de Juan Bello adquiere tonos delicados: “La noche es blanda y mullida / para que podamos entrar en ella / y entramos” (Unos hablan y otros escuchan); “Y mientras tanto / un viejo troceará un antiguo sentimiento / que apenas es capaz de mencionar / & lo echará a las palomas” (Mañana dominical). Más allá del lirismo, este es un poemario muy denso en matices, en miradas poéticas que realzan lo invisible, a los sentidos o mucho más profundo, que es de lo que se trata. Se analiza sobre todo a partir de la sección IV, precedido de los versos de Unas palabras: “Lo que está roto / no siempre necesita ser reparado”. Es el paso del tiempo quien marca la ocultación y la oscuridad: “Nada es definitivo. / La mirada es un camino de tierra / que recorremos en una y otra dirección” (Todo es continuo movimiento); “Lo que fue posible y lo que no lo fue, / horas que tuercen una calle / y podemos dejarlas ir, sin remordimientos” (Medietas). Hay una pregunta esencial, “¿Fueron las ruinas pensadas para ser admiradas? “ (Entre un sitio y otro). La poesía puede hacer, como ante la urna griega, un alegato de belleza ante la desolación, pero es la reflexión humana la que propone: “La luz de la lámpara / intenta sustituir la noche por otra cosa /…/ Nada se pierde, / todo está emparejado, / más o menos como dos manos / que se juntan para rezar” (Dos manos que se juntan). Dos manos que se juntan es una estatua de Rodin llamada La Catedral. Y en otra obra muy parecida, ambas manos sujetan un objeto que aparece oculto, es El secreto, y una de las estrategias del secreto es, como sabía Arsenio Lupin en La carta robada de Poe, ponerse a la vista de todo: “Lo que queríamos decir / permanece a la vista de todo” (Carámbanos); “El ruido del mundo vocea / Nosotros solo escuchamos / sin llegar a entender” (Ruido).

Las intuiciones sensibles, la intuición racional son el proyecto de la Ilustración, arrojar la luz, aunque se artificial: “Hay una luz tras las persianas, / una luz brillante. / No podemos verla, / pero sabemos que está ahí.” (Una luz en la oscuridad). Sin embargo, su fracaso fue articular la vida más allá de los libros y la Razón con mayúsculas. Por eso nos acogemos a la confesión final de este hermoso libro:

“Tampoco yo sé cómo, casi sin esfuerzo,

la vida continúa” (Agua corriente)