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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Reseña de ‘Los poetas no son gente de fiar”, Revista microscópica de poesía. Número siete. Liliputienses

Ana Seppi (@ana.seppi.prensa) · Instagram photos and Reels

 

 

La editorial Liliputienses ofrece una muestra de su producción en esta revista microscópica, que sirve tanto de gancho como un fin en sí misma. Bajo la dirección de Fabio Betancour, el diseño y maquetación de Paula Garrido, cuenta en el Consejo de dirección, con Irene Marrero, Manuel Arteaga, María José Reina y Rima Espada. Una vez aclarados los instrumentos institucionales resaltar el diseño en A3 tan identificable con la editorial de la Isla de San Borondón.

Los poetas de esta selección comparten un estilo minimalista, directo y fragmentado, donde las frases se presentan con economía de palabras, buscando un impacto inmediato en el lector. Predominan los versos breves y la disposición de las palabras en espacios amplios, no solo por ser extractos, a veces, ni siquiera poemas enteros (entendido en el sentido más amplio posible), lo cual genera un ritmo pausado y permite enfatizar conceptos clave. En toda la muestra se advierte la precisión de su lenguaje, efecto de reflexión. La elección de vocabulario es cotidiana y familiar, que contrasta con la profundidad de las reflexiones.

En cuanto al tono, se detecta una mezcla de ironía, desencanto y melancolía. En los versos de poetas como María Laura Guisen (Rosario, Argentina, 1973): “Los comprimidos / de liberación / prolongada / no cumplen / con la promesa / escrita / en el prospecto. /…/ Debo / reconocer / que me gusta / ese juego, / dejarme engañar / por la poesía”. En Olga Santos (Porto, Portugal, 1970), se percibe un tono de resignación que coexiste con un juego irónico: “montar en bicicleta / romperme el corazón / deportes que aprendes y nunca olvidas”. Este tono se hace evidente en versos como los de María Victoria Massaro (Buenos Aires, 1987): “como / ratón/ de laboratorio / entro a tinder/ y pulso / la palanca / solo por el gusto / del estímulo”. También en las palabras de Anaité Ancira (CDMX, 1980): “Vivimos juntos y su mamá / le manda comida / pero solo para él”, que evidencian un tipo de convivencia distanciada y, a la vez, inevitable. Este enfoque distante y algo desencantado se ve también en los versos del malogrado Ángel Ortuño (Guadalajara, México, 1969-2021) , donde se vislumbra un mundo hostil, un “juego” de supervivencia donde la vida pende de un hilo: “Ahora, / sea mujer. // Tiene 24 horas para regresar viva, / de lo contrario, / pierde”.

Los temas tratados en esta selección abarcan las contradicciones y tensiones de la vida moderna, desde la soledad y el desengaño hasta la búsqueda de sentido en lo cotidiano. La cotidianidad, de hecho, se vuelve un espacio de exploración poética, donde los pequeños momentos reflejan cuestionamientos existenciales más amplios. Estos poetas hablan sobre el amor y la relación con el otro, pero lo hacen desde una perspectiva de desencuentro y distancia emocional, como en los versos de Lena Díaz Pérez (Villa Regina, Río Negro, Argentina, 1994): “Estoy tan triste / quisiera estar menos sola / no menos triste, menos sola”, o los de Nanne Timmer (La Haya, 1971): “sin / texto / pero / con / disculpas”.

Además, estos poetas comparten un enfoque existencial, donde lo absurdo o lo contradictorio de la experiencia humana queda expuesto sin adornos. Ejemplos, Mana Muscarel Isla (Patagonia, 1987): “A vos no / a vos te quiero en una isla / que no sea yo”; o Juan Bello Sánchez (Santiago de Compostela, 1986): “Es extraña la razón, / cava muy hondo tratando de hallar claridad”.  La exploración del vacío o la incompletitud es constante. Los versos de Guillermo Fernández Rojano (Jaén, 1957: “Para pasar de una orilla a otra /…/ es necesario: / observación, percepción, abstracción, / …/ categorización, definición, análisis, síntesis, / evaluación. / Y nada de eso sirve”) son  reveladores al respecto: en su poema, la enumeración de herramientas conceptuales (observación, abstracción, etc.) se desmorona en la futilidad final.

Leyendo esta minúscula selección llegamos a atisbar la desilusión de las promesas incumplidas o la banalidad de las acciones que apreciamos en la intertexutalidad de María Belén Milla Altabás (Lima, 1991): “y la buena doctrina que tuve / para tu comportamiento de avispa rabiosa / mi homo ludens: ese es el más / perfecto goce circular de las parejas”. De nuevo, la ironía del destino y el azar en el poema de Álvaro Muñoz Robledano (Madrid, 1965): “no podrás negar luego que suceden”. La crítica sutil al sistema y roles sociales, evidente en los versos poema de Nuno Brito (Porto, Portugal, 1981): “Tengo estas manos / Para cambiar el mundo / O para sentirme el pelo / Lo cual es lo mismo”. Incluso, la admiración por contraste entre lo humano y lo salvaje, como en el poema de Fabricio Gutiérrez, donde el oso desafía su papel de presa: Fabricio Gutiérrez (CDMX, 1985): “El bosque se iluminó / En más de diez ocasiones / Por disparos de rifle. / Pero el oso que era perseguido / Era más luminoso”.

En conjunto, los poetas de este número, más que gente que inspiren poca confianza, trazan una poética del desencanto, donde la observación aguda y la cotidianidad cobran un peso existencial ineludible. Son ellos los que desconfían del mundo.

domingo, 17 de noviembre de 2024

Todo alumbra y es signo .Reseña de Isabel Marina: ‘Donde siempre es de día’. El sastre de Apollinaire. 2024.

Donde siempre es de día, de Isabel Marina - Zenda


Acierta en el prólogo Ángel Alonso al calificar esta última entrega de Isabel Marina de  ‘poesía celebratoria, a la par que intimista, sin por ello abandonar un esencialismo reflexivo sustentado en el símbolo” (p. 7). Y así es, como podemos comprobar en la primera parte del poemario, La última matrioska, donde predomina la primera persona: Mi forma de salvarme (“Solo conozco / una forma de salvarme, / de entrar en mí: / encarar la realidad y las pérdidas, / desterrar la mentira, / no disfrazar nunca la verdad/…/ Escribir el poema”); Sigo aquí (“Soy la niña / que hace cuarenta años”); Mi cuerpo (“Mi cuerpo, / esa nave abandonada, / esta estrella extraña y sola”). Además de la referencia a la escritura como una manera de sanar, de identidad (“Escribo para adivinarme, / para que los espejos, al fin, / me devuelvan mi imagen”, Escribo) y de salvación (“Escribir / la nada que me puebla, / construir mi historia, / colonizarme a mí misma”; Colonizarme a mí misma), hay una expresa voluntad de autocuidado: “Me daré la mano. / Y no volveré a dudar” (Recluida en mí);  “Me pintaré los labios / con el rojo más fuerte /…/ serás mi escudo y mi bandera /…/ Disfrazada, haré fuerte / a la impiedad del mundo” (Me pintaré los labios).

En segundo lugar, tenemos la patria de la infancia, de la familia: “Ellos son mi enigma, / la clave que me descifra. / Son mis padres” (Mi enigma).  Evoca Isabel Marina con ternura y lucidez esos momentos: “De mi adolescencia, / solo cenizas mezcladas con arena” (De la adolescencia).  Conecta con Pizarnik cuando mira hacia el futuro desde esa identidad forjada: “Para cuando caiga / la lluvia de cenizas sobre mi cuerpo, / sepa yo aceptar mi destino / con dignidad, / con mesura, sin lamentar” (Aprendizaje).

En este Donde siempre es de día encontramos arte, música, pintura, literatura… sirve de inspiración, de refugio. Obedece esta fascinación a la búsqueda de la belleza. Como el poema en prosa. Una tarde en La Alberca “La melancolía es una canción que nos apresa desde muy jóvenes”.

La segunda sección, Como pateras vacías, está más orientada hacia lo humano en el sentido casi género. Isabel Marina adopta una visión podríamos decir existencialista: “Hay corazones / como pateras vacías, / donde todos hacen muerte. Ausencia de Dios” (Como pateras vacías). Habla de “Desnacer”, de que “Nos apropiamos de un disfraz / que hemos de dejar en la orilla” (Nos apropiamos). Esa sensación filosófica de estar arrojados al mundo deviene en personal (“Nadie podrá ocuparse entonces / del pañuelo de mi madre que he conservado tras su muerte”, El pañuelo de mi madre), pero también es general, “Todo parece descolocado, / una continua lava / escapando por la grieta” (Lava). Son elementos de decepción y sinsentido: “Qué fácil es engañarse” (Qué fácil) o  “Todo es expresión de locura, / de la ceguera constante, / del desconocimiento, / por exceso de luz / o de oscuridad” (Tierra del Norte). Incluso lo más cercano: “La familia hoy es solo / una fotografía amarillenta /.l../ Todo nos engaña” (Todo nos engaña). Clama la poeta porque “No esperes piedad de la vida, / que va a seguir transcurriendo / a tus espaldas” (Non speri pietà).

Pero, como anunciaba en la primera parte, es la cualidad de poeta la que ofrece una salvación, aunque “La caligrafía no llega a expresar / más que un lenguaje íntimo, / anterior al nuestro, indescifrable” (En el fondo). Casi en forma de aforismo, sentencia, “Los poemas, / una forma de aplacar la sed” (Aplacar la sed); “Escribir un poema / es manejar esos restos, / permitir que un poco de agua de lluvia / nos moje los zapatos, / caliente nuestro aliento” (Cuevas prehistóricas). En conclusión, “A medida que la escribo / va dejando de doler” (Hijos de plata).

Un mundo ordenado ya se incluiría en lo social, en la preocupación sobre los problemas del mundo, que puede hacerse a partir de lo más concreto, como A una figura de Lladró (“Entra las manos van quedando / tan solo restos de cenizas, / y resulta del todo imposible / no tener de qué arrepentirse”). Puede también expresarse en la unión institucionalizada, como en Los amantes (“El rito con el que algunos amantes / quieren confirmar su unión / resulta al final ser solo humo. / Un humo denso y asfixiante / que no se va al abrir la ventana”). En los versos de Isabel Marina queda “La ciudad / como una gran mordedora” (La Habana, 2019), pero permanece la belleza como salvación: “Los versos de Rosalía / son una fuente de agua / en medio de la desolación” (Rosalía quería ver el mar);  “pero arde en la memoria, / como las cosas bellas / que no sirven para nada, / metáforas de mundos extinguidos” (Figura).

Remata, pues, con la vuelta al oficio casi chamánico de la poesía: “Al fin y al cabo, comprendo / que todo puede ser objeto de un poema. // Consuela extraer pequeños milagros / como pozos de agua en medio del desierto” (Todo puede ser objeto de un poema); “Todo alumbra y es signo” (Para que queda constada).

La última sección es mucho más doliente, Donde la muerte no llega. En ella nos habla de lo trascendente, “Tierra de nadie. / He ahí nuestros dominios” (Los pasos de mi perro). Una pregunta eterna sobre la capacidad de comprender y explicar la realidad: “La verdad siempre llega cuando es tarde” (La verdad…); “Tal vez comprenderé mejor el mundo / cuando ya no sean necesarias las palabras” (Eso era el amor). Hallamos bellísimos poemas como Describiremos.

La trascendencia, según vamos comprendiendo, comprende lo incognoscible y la fe (“Sobre lo que no existe / basamos nuestra vida”, A la sed infinita), pero sobre todo comprende el amor:  “Acuérdate, corazón, / de que hubo quien te quiso” (Acuérdate corazón); “Mientras nuestras manos ancianas / se tocan, se abrazan, se salvan / una y otra vez” (El amor anciano); “Volveremos a vernos /…/ donde el hastío no existe / y tu nombre y el mío / no llevan a cuestas este olvido” (Volveremos a vernos). Este amor del que habla Isabel Marina va más allá del furor pasional del adolescente, es el amor real, el que culmina una vida.

La reflexión sobre la muerte es esperanzadora en cierta forma. Si bien leemos que “La muerte victoriosa / derrotará a las sombras” (Un día) o que “Nuestro dolor se convertirá / en menos que volutas de humo / que un duende despreocupado / crea con sus labios” (Volutas de humo), también consuela saber que “Y el corazón que solo se libera / cuando el viento apoya las velas” (Hacia la muerte). Tiene mucha razón Isabel Marina en recordarnos que “Vivimos en una zona intermedia” (La mesa del reencuentro). Y, como Ángel Alonso advertía en el prólogo, es una poesía celebratoria a pesar de las dudas y el desasosiego: “Todo es la suerte / de poder habitar / los restos de esa hoguera, / de haber podido estar” (Poder estar).

Acaba el poemario con una unión entre esos núcleos temáticos, la identidad y la familia, la búsqueda de la belleza y la trascendencia. Con poemas que elogian, repetimos, lo cotidiano: “Siempre habrá un ático / donde escuchar cierta música / bajo una luz indirecta /…/ Todo muere fuera / pero dentro de nosotros renace / florece en la memoria” (Siempre habrá un ático). Conmovedor el cierre de Donde siempre es de día: “Hay un lugar / donde Scriabin y mi madre / nunca morirán” (Donde nunca llega la muerte).

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Fascinación por la palabra. Reseña de Mercedes Márquez Bernal: ‘Humano invento’. BajAmar. 2023

HUMANO INVENTO


Este es el primer poemario de Mercedes Márquez Bernal, psicóloga, escritora y artista plástica bajo la etiqueta Merlovier. Fue miembro fundador de la revista Voladas. Sus relatos están incluidos en antologías como la del Colegio Oficial de Psicólogos de Andalucía Occidental, las antologías de Autores Roteños y los proyectos multidisciplinares Intrusos y El Muelle junto a Gallera Bernal. Poemas suyos aparecen en la antología No es país para viejóvenes (Versátiles, 2020); en el proyecto Palabras con esencia, organizado por Francisco Sánchez Alonso en el Centro permanente de educación de adultos de la prisión Puerto 2; en revistas como Cuadernos de Roldán y por supuesto, Voladas, pero principalmente a través de sus blogs (paisajedecalendario.blogspot.com y soyuntranseunte.blogspot.com).  Siempre se ha mostrado reacia a la aventura editorial por su actitud modesta y el compromiso con el estoicismo, así que estamos de enhorabuena de contar con un volumen que recoge parte de su obra. Confiemos en que no sea el último. De hecho, en numerosas ocasiones se refleja esta prudencia en los versos: “Yo soy, / ¡ay de mí!, / un ser anónimo que dibuja ideas con palabras /y sueña con ser habitante de un país de calendario”. Si la palabra nos acerca al pensamiento y éste a lo trascendental (“ser eternos como dioses, / dejar escrito, dar fe / de nuestro existir”), la poeta prefiere estar a ras de suelo: “No pretenden estas palabras  / la vanidad / de ser sostenidas por el tiempo. /…/  Aspiran, como mucho, / a volar sobre una hoja / que pronto secará el otoño”.

La poesía de Mercedes Márquez es un viaje a través de la introspección y la profundidad emocional. Sus versos son como reflejos de la búsqueda del significado de la existencia humana, explorando la conexión entre el individuo y el mundo que lo rodea a través del humano invento que es la palabra. Si bien su obra se sumerge en temas universales como el tiempo, la identidad, la trascendencia y la naturaleza efímera de la vida, Humano invento se centra en un campo muy específico. La reflexión sobre la naturaleza humana en cuanto un mundo interior inseguro desde donde abrirse a una supuesta realidad. Su estilo poético es introspectivo y denso, con una riqueza lingüística que invita a la reflexión y al análisis minucioso de cada término: “palabras para unir pensamientos,/  susurros de deseo, /gritos de desamparo, /... / y una oración / para la desesperanza y el milagro”; “Con las palabras sellamos la memoria / de un yo y del prójimo”.

Humano invento es una exploración constante de la interioridad humana, utilizando metáforas y símbolos que capturan la complejidad de las emociones y pensamientos. Su capacidad para evocar imágenes poderosas y su profundo compromiso con la exploración del ser hacen que su poesía sea una experiencia enriquecedora y desafiante para el lector. Por ejemplo, retoma el tema del theatrum mundi: “Esto es un teatrillo sin guion, /  ni formal ni profundo,/ una mediocre tragicomedia con actores sobreactuados, / sainete ridículo y soez./ Deambulan los actores de un lado a otro. / Diálogos absurdos, vacíos y banales, / gritan sobre el escenario que tiene mala acústica / y no llegan claros a la platea”.

Además, su meta juego con el lenguaje y su habilidad para jugar con el verso hacen que cada poema sea una pieza capaz de transmitir un amplio espectro de sensaciones y significados, de desconfianza e ilusión. Es una invitación a sumergirse en los abismos de la existencia humana, donde las palabras se convierten en herramientas para explorar los límites de la comprensión y la belleza de lo desconocido. En el acto de escribir hay también una huida del mundo: “Cuando escribo olvido / que hay relojes en la casa / y no veo que el cielo se oscurezca.  / Cuando escribo no soy cuerpo, / ni alma, ni espíritu, / soy un ente sin nombre, / un personaje indefinido”. La influencia de la tradición mística, cristiana y sufí se hace evidente en su poesía. Tiende a explorar conceptos como la trascendencia, el silencio y la relación entre el individuo y lo divino, entendiendo lo numinoso más como una energía que como un Ser. Su habilidad para fusionar lo cotidiano con lo trascendental crea una atmósfera única, casi ritualístico.

Quizás el otro extremo donde se apoya el pensamiento de Mercedes Márquez es la reivindicación del silencio como epistemología (“La duda nunca es ajena”). La desconfianza de la capacidad del lenguaje para expresar y la conciencia de cómo el pensamiento se doblega a partir del lenguaje utilizado tiene mucho que ver con la escuela performativa que hunde sus raíces en la hipótesis Sapir-Wolf que, como Wittgenstein, denuncian de que los límites de nuestro lenguaje son los límites del mundo. Debemos, pues, someternos a la herencia de las palabras y los conceptos: “No soy dueña de estas letras que con asombro anudo”; “Las palabras no nos pertenecen, llegan y salen de nuestra boca. /…/ Las palabras se apoderan de nuestros hábitos, / de miedos y deseos”. Esto no quiere decir que sea un lenguaje críptico, frío o calculador, la autora hace gala de una emoción, unas veces contenida, otras desgarrada, que dotan de sentido estas reflexiones filosóficas.

La poesía de Mercedes Márquez aboga por el silencio frente al alborotar de las palabras heredadas, de los discursos convencionales, llega a tensar las preposiciones, las frases hechas, las metáforas convenciones, apuesta por neologismos, explorando temas como la identidad, la memoria, la política y la intimidad: “Mantengamos el lenguaje a raya, /…/ Solo así se iluminará la mirada / y cambiará el rostro del mundo”; “Dejemos que hable el espacio, / que callen nuestras palabras / y el laberinto de sus destellos ilumine nuestro pensar, / el deleite del instante, /el frenesí de los sentidos, / la contemplación en reposo”; “En los espacios silentes hace falta el crujido, / a ratos olvidar el mundo”; “No hay silencio en el silencio./…/ Ay, silencio mío / que se interroga y no admite / un silencio / por respuesta” (Plegaria al silencio).

A menudo sus poemas se centran, como la pintura paisajística, en elementos cercanos, un tejado, un árbol, la playa, el vuelo de las aves, no tanto con intención descriptiva, sino como referencia a un contexto concreto que rodea la experiencia poética y que explica, como explicarían los barrotes de una cárcel, la dificultad para percibir la totalidad y la aún mayor, para describirla: “Usemos poco la palabra, / la palabra imprescindible, / la palabra resuelta./ Usemos más el silencio, / la mirada, el gesto, / la palabra susurrada”. Estos humanos inventos, los ángeles fríos de Sylvia Plath deben ser domados por mucho que hayan sido paridos desde la razón de los hombres.

Con la angustia de un Juan Ramón Jiménez, la poeta suplica, “Dios mío, dame las palabras mejores /  o el silencio más acertado / cuando me hable de su dolor”. Porque no solo se trata del acercamiento abstracto, sino de la fuente del lenguaje como conexión entre personas, entre seres que sufren en el mundo: “Es nuestra voz hilo que tira de las palabras, /  rotundo eco / que sale de la cueva de la boca. /Sonora melodía, /  infernal grito”. El final de uno de los poemas es conmovedor: “Mas mi palabra es eco vacío / si no es voz en otra boca”.

Y si en un momento declara que son “Fuente clara mis palabras, / vuelo ligero de golondrina. /Mi voz, rumor de agua sobre las piedras, / su sentido, dejar el nido para el invierno”; poco después concede que  “Estos poemas no son agua clara, / chorro que venga / de la boca de una fuente, / son borbotones que salen de un estrecho caño, / el abrupto fluir / que no calma la sed”; “Escribo, / junto palabras con ufano esfuerzo / por atrapar la belleza / que, al final, se escapa de mi abrazo”. No es más que la reflexión circular sobre las trampas del lenguaje que arrastra al pensamiento y que nos impide atender a las esencias: “Nos habla la vida y vamos sordos repitiendo un eco”. Mercedes Márquez descubre lo que de real hay detrás de la máscara del lenguaje, los impulsos, el animal, el deseo primordial: “Son primitivos ecos, / anclados en lo profundo de nuestro ser animal / y muerden la consciencia humana”. Pero sabe que “Al cuerpo hambriento no le basta / el pan que lo alimenta” y por eso no hay sino convivir y trampear con las herramientas que tenemos: “Perdida la batalla, / entregamos las armas / de una voz sin ecos, /sin luz, sin forma, / todo vacío”. Los poemas se erigen como un territorio exploratorio donde la palabra se convierte en un instrumento de indagación y revelación. Su obra destaca por experimentar una constante búsqueda de formas de expresión poética. Sus versos fusionan lo cotidiano del mirar a través de una ventana con lo surrealista, lo íntimo con lo universal. Invita Mercedes Márquez a descubrir significados más allá de las palabras mismas.

Mercedes Márquez traza con amplitud un panorama que gira alrededor de la palabra. El lenguaje humano –y no humano– se presenta como un enigma que ordena el mundo, a veces, de manera azarosa, que oculta y resalta a capricho sentires y existires. La palabra no es un inocente instrumento, ni es transparente ni viene libre de cargas, las connotaciones heredadas perfilan, como la mano firme de un escultor travieso, las mentalidades y la visión que fabricamos de la realidad. Las palabras y sus silencios prometen esperanzas y decepciones, nos conforman –en los dos sentidos de la palabra–. La autora resistirá, y este libro es un hermoso ejemplo, la imposición de conformarse, persiguiendo siempre el horizonte donde la palabra sea, además de belleza, la sutil comunión del alma con el cosmos.

Las palabras, humano invento,

vienen a mí desde una oscura nube

que descarga sus gotas

sobre esta cabeza

que empieza a ser cana

sin disimulo.

 

 

domingo, 10 de noviembre de 2024

Reseña de la revista Ítaca. Nº 11. Otoño 2024


Isabel Marina en cada uno de los números de Ítaca consigue una mayor ambición tanto en los temas como en la calidad de los participantes. En este caso, además del inicial artículo en el que se vincula la poesía con la rehabilitación psicológica a cargo de Andrés Calvo Kalch, de la Universidad del Ruhr, contamos con una interesantísima entrevista que la propia Isabel Marina hace a un lacónico Luis Alberto de Cuenca. También entresacamos la imprescindible utilidad de la poesía tanto para nuestro ilustre entrevistado como para quienes disfrutamos de ella. Un cuestionario bien elaborado por parte de quien demuestra conocer a fondo al personaje y su obra. Acompaña una selección de poemas siempre notables del poeta madrileño deudores de una herencia clásica, llenos de melancolía incluso en la celebración (“…Que tu ejemplo en la vida / sea siempre lo que gozaste, no el sufrimiento”, Optimismo; “Cuando la realidad era el deseo / y nuestro reino no era de este mundo”, In Illo Tempore).

Reyes García Burdeus nos acerca a la obra de Marina Tsvietáieva, una de las grandes figuras de la literatura rusa del siglo pasado. “Vivir-escribir o escribir-vivir” es el acertado título para el artículo que pone de manifiesto el compromiso vital entretejido con el literario de esta autora que, a juicio de Todorov, bulle en sus cartas, “porque están tan trabajadas como los poemas, pero contienen, además, una imagen más viva de su autor”. Cuenta, además, con ilustraciones de la propia Reyes García Burdeus, quien selecciona y traduce alguno de sus poemas, entre los que no faltan referencias a España (“¡Relucen los bulevares de París! /…/ ¡Las guitarras de Madrid resuenan!”, Para allá).

“Con delicada mano apartando la cruz no besada,

tras el último saludo, me lanzaré hacia el magnánimo cielo.

Despunta el alba y una sonrisa por respuesta…

Y en la agonía de la muerte seguiré siendo poeta” (Sé que moriré en el crepúsculo)

Willnet de Rokha es la autora chilena a la que Carmen Yáñez dedica una antología y unas palabras introductorias. “Domador de los últimos símbolos, / domador de la palabra, / domador de la materia, / como el temible Dios de Moisés” (Balada de la arquitectura única).

En el apartado de poemas inéditos tenemos a Ángel Alonso (“cifrados mensajes de arcanos dioses / apenas comprensibles para aquellos / que están en el secreto y que lo callan, / que aprenden a mirar sin preguntarse”); Yolanda Aller (“Espero / en el subsuelo / disuelta en moléculas / Esenciales”); José Luis Argüelles (“Habrá que darse prisa / y levantar los diques, / los refugios / frente a las avenidas del invierno, / guardarse de las horas grises y sus pozos”); Nicolás Corraliza (“Sea un incendio la pena: / una lumbre mayor / en la llama de los días”).

Irma García (Disólvome nas espumas, / sumérxome / nas llagúas oscuras, / sécome al sol / con a pegañosa viscosidá / dun anfibio que sobrevive / oteando a lontananza”); Juan García Campal (“Y ahora, / aun esta experta en yerros / sabiduría que los años forjan, / sabiendo el futuro mermado e incierto”); María Esther García López (“El mar l.lamábame, / con insistencia, / cola mesma bravura qu’agora pronuncio mar, / cola mesma emoción cola qu’agor anomo / a mia ma, / a miou pa, a mia güela”); Cani Guardado (“Hoy quise decir: / no brotaron palabras // Quise oír: / tan solo escuché ecos”); Matilde Gutiérrez Martínez (“La luz tibia permite / escuchar el sonido de la melancolía”).

Faustino Lobato (“Mi hijo tiene / arena en el pelo, / en sus ojos nace / un mundo infinito de algas”); Chechu López (“Tal vez yo sea un enfermo / un psicópata del verso / un traidor a la verdad”); Félix Maraña (“Tan solo, dicen, hay otra piedra / que bogue rumbo al fuego, / aunque se ignora / y acaso no se sepa nunca / que, dentro de ambas, de las dos, / está escrita la última parte / de la fórmula final del mundo.”); Inés Marful /Construiste una matria al abrigo del viento / y guardaste en un cofre la primera réplica de ti / para que no te echara de menos durante el invierno”); Juan Francisco Quevedo (“La luz del mediodía / acomoda su rastro / a la espalda de un tiempo, / perdido en la memoria, / que se añora y extingue”).

Ángela Serna (“El Huerto del cura es la distancia que existe entre tu casa y mi casa: vieja y niña frente a frente”); M. J. Romero (“No es un juego escribir en las fisuras / relacionar los saltos con las caídas”); Cani Vidal (“no puedes poner puertas al mar, / y corríamos felices entre grasa y alquitrán, / barcos en desguace / y basura en la arena”); Juan Suárez (“Cuántas veces esperaste a que el mundo / te trajese momentos diferentes. / Pero el tiempo ha pasado, y es seguro / que te traerá lo mismo [...]”) y Ricardo Virtanen (“Serás la piedra que se endurece en la arena, / la luna que hierbe en el pensamiento, / la alta delicadeza de la nada, / la luz serena del invierno”).

Por último, las reseñas que Ángel Alonso hace de Hilo de lluvia, de Ricardo Virtanen; Ángeles Carbajal de Oficio de difuntos de Luis López Suárez; Jesús Cárdenas del último libro de Gerardo Rodríguez Salas, Los hijos de la infancia. Un servidor comenta el debut de Mercedes Márquez Bernal, Humano invento y el último hasta ahora de Isabel Marina, Donde siempre es de día. Precisamente esta última se encarga de La rosa de Xericó, de Ángeles Carbajal, y Tarja, de Hilario Barrero.

Ítaca se va confirmando número a número como una cita imprescindible para abrir horizontes y repasar la poesía que nos ayuda a vivir. Enhorabuena.

 

 

 

miércoles, 6 de noviembre de 2024

Reseña de Hilario Barrero: ‘Tarja’. Renacimiento. 2024

TARJA | HILARIO BARRERO | Editorial Renacimiento | Casa del Libro


Con el prólogo José Luis García Martín, Tarja es la última entrega poética de Hilario Barrero desde Brooklyn. Y es, en última instancia, una celebración de los recuerdos y una meditación sobre la inevitabilidad de la pérdida. Hilario Barrero siempre ha escrito desde la memoria, con una poética de deseo urgente que equilibra la belleza y el dolor, permitiendo que cada poema sea una introspección honesta y conmovedora. Sus versos, a menudo oscuros, pero también luminosos, invitan a enfrentarse con sus propias cicatrices, sus propias “tarjas.” En estos poemas, el tiempo y el amor se combinan para formar un mapa de vida, donde cada línea es a la vez un lamento y un recordatorio.

La poesía de Barrero se sustenta en la experiencia personal y en la universalidad del sufrimiento y el amor, y logra una conexión inmediata y visceral. El libro está estructurado en tres secciones principales, cada una abordando temas recurrentes en su obra como el amor, la pérdida y el envejecimiento. A través de una narrativa poética que nos transporta de la niñez a la vejez, el poeta examina cómo cada experiencia deja una marca indeleble en el alma. Una tarja es una señal, una muesca, pero también la marca de reconocimiento, la contraseña que debe completarse. En su poema homónimo, introduce el concepto de la primera herida, el primer encuentro con la muerte, que se convierte en un recordatorio constante de la fugacidad de la vida. Esta experiencia inicial es el preludio de otras “tarjas” que se irán acumulando a lo largo de los años, marcando el paso inexorable del tiempo y la inevitabilidad de la pérdida: “A veces vuelve el susto a latir dentro del corazón / y sé que es la pasión que va por dentro” (Tarja).

La presencia de la muerte cada vez está más presente, pero no es sino la seña que completa el amor: “La muerte es, sobre todo, la que oxida el amor, / los dioses los culpables de tanta adversidad” (Lamento de Dido); “Lo llamabas Amor y no lo era: / era una forma torpe de celebrar tu asombro /…/ Y llegando la hora te queda todo claro: / el amor cuando abrasa es destrucción” (Los turistas de Nemeror); “Eres un muerto cuando estás enamorado /…/ Cada vez más cercano al frío de la noche / dormir por siempre y a tu lado es todo lo que pido” (Volviendo al cementerio de Green Wood). En tantas ocasiones Hilario Barrero ha descrito la pérdida como el gemelo del deseo que ahora la connotación va un paso más allá hacia el infinito: “Sobre los vidrios rotos del olvido resbala el sol / como quien se desliza a un precipicio” (The day after); “Como este miedo que tiene de perderte / ahora más que nunca: abril, amor, sombra, diciembre” (Narcisos). En fin, el miedo a que “y al leer los nombres de los muertos se encuentran con el suyo”.

Los recuerdos doloridos como en Penélope son el complemento de un balance en el que el dolor junto con el deseo han puesto su magisterio en las huellas de la vida: “todo nos iba enseñando lo que ahora sabemos: / que la vida son gestos cotidianos, recordar una calle, / las madrugadas rozando el deterioro, doce arras de piedra, / dos manos que desgastan un cuerpo de tanto acariciarlo” (Danny Boy). A pesar del tono crepuscular, Tarja es, como toda la poesía de Hilario Barrero, un canto al deseo más desgarrador: “Caminó entre explosivos, / arropó la cama para cubrir el fuero, / trazó el otro nombre es la piel del frío, / enterró a sus muertes y destruyó secretos” (Objetos perdidos). Quizás el recuerdo que todavía escuece es el de tantos amigos perdidos en la epidemia del sida, en ellos, “En el torso de aquellos ángeles apareció la contraseña” (Testigos).

En la segunda parte, El deterioro, el autor progresa y profundiza, con un lirismo hermoso y desgarrado, en esa evidencia que nos acompaña desde la cuna y de la que empezamos a ser conscientes a medida que la vida nos va hiriendo y dejando cicatrices. Esa certeza se vuelve una hoz en el cuello cuando se vislumbra una vejez, a la que acompaña un deterioro doliente, que nos conduce hasta esa última muesca que nos llevará al olvido por el desagüe de las pequeñas historias de cuantos han sido. Pero es, sobre todo, la hoz en el cuello del amor: “Sí, no lo niego, / después de la primera noche, pensé que también sería la última” (I); “Sintiendo el frío de la madrugada / como un aviso que nos llega de pronto” (VI).

El amor fue la primera herida, una tarja en el calendario de la existencia que se adhiere a la piel y que nos acompañará en el tránsito vital como una indeleble señal que permanentemente nos recordará lo inevitable, una nube de dolor que se irá extendiendo con los años a medida que se van imprimiendo en nuestro ser las sucesivas tarjetas o poemas con que la vida nos obsequia:  “Ahora somos dos sombras / que tropieza con muebles y recuerdos / esperando que llegue la ambulancia / que se lleve a uno de los dos / y que vuelva la noche” (II). Habla el poeta de cómo el amor envejece, a la vez que echa la vista atrás y confirma que es amor precisamente porque envejece, porque no es eterno, porque es fugaz, porque tendrá un final: “De lengua en juglaría a régimen incompleto; / ese último beso que no tendrá respuesta” (II). Y ante esa certidumbre solo queda aguardar: “Y yo en la ventana esperando / que llegara la noche y tú con ella, /…/ Fue un milagro que te quedara para siempre” (VII).

La universalización de estos poemas tan introspectivos quiebran esa cuarta pared de las páginas. Aquel que salió de Toledo no solo descubrió la muerte, también la acompañó hasta a ese inmenso oasis de sosiego que es Prospect Park: “De joven encontraste un dolor / y desde entonces vive con él. // Ahora de viejo acierta / la imborrable contraseña de la muerte // Cuando llega la noche y están solo te pregunta: / ¿quién llena el huego que deja un dolor en el pecho?” (El vacío). No le ciega a los milagros, al  latir acelerado que aflora al observar un cielo estrellado o al estallido de una palabra que nos hace felices y que se parece a la mordida del amor. Esas serán las Muescas, título de la tercera sección de Tarja. Se acumulan las referencias y las imágenes que identifican el paso del tiempo, o del amor, tanto da, con la erosión del propio cuerpo, del alma: “estás mucho de amor y no lo sabes” (II); “sin olvidar que el fuego / siempre toca madera” (Elementos). La verdad, la triste verdad asoma, aun en el amor más constante, “Después del fuego y la navaja fría, / de la certeza de un amor seguro / sientes llega la muerte de puntillas” (I). Lo que cabe es la esperanza última, la que culmina el último poema, Blending: “Al final, la pregunta: / ¿cuál de los dos ganará la partida?”.

Tarja es, en cierta manera, en una sucesión de pequeños autorretratos en los que la voz poética se refleja, con crudeza y sin ambages, en el azogue desgastado de los años pasados. Es el tiempo, con su aspereza, quien ha cincelado y quien terminará de cincelar la obra y al poeta, hundiendo más en la urgencia que acecha. El amor se ha convertido, siempre lo fue, en el élan vital y a su vez ha servido de combustible Este es un diálogo luminosamente dolorido entre el individuo y el tiempo, en el que el miedo y la certeza se hermanan en confesión sincera y lúcida.