miércoles, 29 de abril de 2015

El laberinto de la identidad (II)



Decíamos ayer que la identidad grupal supone un reto y suscita quizás más problemas de los que solventa. Pero la identidad individual no es menos problemática. La identidad grupal nos identifica como miembro de una comunidad, resalta lo que nos hace iguales a otros. Las tribus urbanas podrían ser el más florido ejemplo de este proceso. Pero no sólo de disfraces vive la identidad, identidad grupal es la nacional, la de género, la combativa en un determinado frente... Decíamos que esta energía desplegada de la identidad como nexo común, como re-ligio en sentido literal y primigenio, lo que nos hace “nosotros” frente a un ellos. Es un cemento social especialmente poderoso y un fabuloso disparador motivacional.
Pero, ¿existe más allá de la adscripción a un grupo alguna característica que nos identifique? Parece ser que sí, que podemos rastrear en nuestras actuaciones unos patrones de conducta, errores o aciertos, un algo, quizás difuso, que nos hace únicos. Algo reconocible a través del tiempo, de los ambientes, apreciable por los demás y por nosotros mismos. Esto es típico tuyo.
Aunque la genética claramente inclina hacia algunas peculiaridades, no es el ADN, debe ser algo más, porque dos gemelos idénticos tienen identidades distintas. ¿Dónde deberíamos buscar? Tenemos la certeza de que somos predecibles, para nosotros y para los demás. Sin embargo tenemos la sensación de que podemos actuar de manera sincera, somos nosotros mismos, y podemos actuar de manera algo fingida. Somos amables por educación, nos mordemos la lengua, nos cohibimos o procuramos ser más alegres de lo que nos pide el cuerpo. En diferentes situaciones somos distintos, ¿cómo podemos asumir que tenemos una identidad? ¿Somos realmente idénticos a nosotros mismos?
Creo, más bien, que tenemos cierto aire de familia. Decíamos ayer que podía ser debido a la disonancia cognitiva que tiende a eliminar de nuestra memoria los sucesos que no cuadran en la narrativa concreta que nos hemos asignado. Yo soy muy torpe hablando con la gente. Pero si lo haces muy bien. Bueno, mi trabajo me cuesta. Pues no se nota. Somos extraños, tenemos demasiadas excepciones a nosotros mismos.
Convivir, concedemos, consiste en manejarnos más o menos resueltamente con unas máscaras. La máscara de dependiente amable, la máscara de consumidor estricto, la máscara de votante ilusionado. Notamos un cansancio por gastar energía en adoptar personalidades fingidas. Y es cierto que a veces forzamos nuestra conducta, nuestros afectos, bien por contagio o por interés. Y llegamos a casa para descalzarnos los zapatos de la calle que nos aprietan, quitarnos la ropa entallada, dejar cuidadosamente el pantalón y la chaqueta para que no se arruguen y volverlos a usar al día siguiente. Nos desmaquillamos la sonrisa y miramos la televisión con la cara inexpresiva de quien necesita un reposo y estiramientos para evitar las agujetas. Sólo nos sentimos nosotros mismos en casa, con los nuestros, o mejor, en soledad, cuando no tenemos que hacer ningún esfuerzo.
Esta impresión se consagró a partir del nacimiento de la sociedad burguesa y el romanticismo, cuando la tarea del héroe fue enfrentarse titánicamente a la tiranía de la sociedad encorsetada. Sin embargo nos contaba Hanna Arendt que en la Grecia clásica los hombres sólo se sentían verdaderos hombres en el ágora, en la plaza; en la casa, en el oikos, sólo se realizan las tareas propias de la subsistencia, lo mismo que hacen los animales, comer, dormir, procrear...
No sé si la sociedad actual está en lo correcto al considerar que sólo mostramos nuestra identidad cuanto más estemos en soledad, sin que nadie nos mire ni nos juzgue. No sé si los griegos eran más sensatos al considerar que la esencia del ser humano era la polis, la sociedad. Sólo pienso en el sufrimiento que conlleva considerarnos a nosotros mismos traidores a nuestra propia causa personal. Sentirnos fingidores constantes. Si nos hemos definido como personas tímidas nos produce cierto resquemor mirarnos a nosotros mismos en las reuniones sociales y comprobar cómo nos desenvolvemos, a lo mejor debemos cambiar nuestro descriptor. No somos tímidos, somos personas-en-general-tímidas-que-podemos-gestionar-las-relaciones-sociales-con-cierta-competencia.
Unas veces defendemos ardientemente unas causas para luego sorprendernos adoptando posturas contrarias. Ser fiel a uno mismo lo convertimos en un imperativo por encima de cualquier obligación con nosotros mismos o con los demás. Defendemos unas ideas porque en cierto momento nos parecieron razonables y a partir de ahí cambiamos antes de coche o de pareja que de ideas. Y orgullosos estamos. En realidad vamos cambiando, nos vamos adaptando, vamos evolucionando, no somos los mismos de un día para otro, ni tiene por qué gustarnos la misma música -que no nos gusta-, ni tener la misma sensibilidad para las comidas.
Somos personas que nos contradecimos, que vemos la paja en el ojo ajeno y somos incapaces de ver la viga en el propio. Y nos parece bien, cambiamos de códigos morales y lingüísticos atendiendo a la situación y malo sería que no lo hiciéramos. Nos pueden desagradar los animales y tener mascota. Podemos ser muy generosos en ocasiones y muy mirados. Podemos ser xenófobos y tener amigos marroquíes. A veces vemos más allá de nuestras limitaciones y complejidades para darnos una coherencia que no tenemos.
Aceptémoslo, no tenemos una identidad inmutable, inalterable como una roca al paso del tiempo. Debemos cambiar, y de hecho cambiamos. En el tiempo, a lo largo de los años. Eso es sano. Y también es sano cambiar con respecto a las situaciones. No pretendo hacer un elogio de la hipocresía o transfugismo, sólo creo que asirnos a una identidad constreñida nos acarrea muchos más problemas que considerarnos seres multiformes.
Sencillas normas como procurar no hacer daño, traer más felicidad y belleza al mundo son tareas más que suficientes para estar satisfechos con nosotros mismos y que requieren habilidades diferentes. Una orquesta funciona con diversas voces y cambios de ritmo.
La identidad es algo en constante construcción y en constante evolución. Es inevitable, pero cuidado también con ese lema importado del deporte por el que siempre hay que mejorar, implementar, alcanzar nuevas metas. Como Rilke en su oda a un torso antiguo: “Has de cambiar tu vida”. Convertir una carrera de continuo perfeccionamiento es propio de deportistas pero no necesariamente de una vida plena. No es necesario esa constante evaluación, con sus buzones de sugerencias para el alma y el cuerpo. Descubrir la propia identidad ya parecía a los griegos suficiente tarea para llenar una vida. Por eso en el oráculo de Delfos recomendaban conócete a ti mismo.
Por mucho que mantengamos ciertos rasgos, por mucho que seamos genio y figura hasta la sepultura, no somos un monolito, somos identidades multiformes y cambiantes, irresponsables y calculadores, románticos y pragmáticos, en mayor o menor medida. Muy de mucho, y poco de otras cosas. ¿por qué no? La identidad personal es como el Argos, la nave de Jasón cuando buscaba el Vellocino de Oro. En el viaje tuvieron que reparar el barco y tuvieron que sustituir todas y cada una de las piezas que lo componían. Al terminar el periplo no quedaba ninguna de las piezas que lo comenzara, pero todos reconocían la misma nave.
Unos cambiamos radicalmente, otros mejoran, la mayoría nos echamos a perder, y todos nos transformamos con lentitud. En estos casos me gusta recordar unos versos de Walt Whitman:

“Me contradigo, sí, me contradigo.
Soy inmenso, ¡contengo multitudes!”

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