lunes, 5 de septiembre de 2016

Cuidado con la masa




Decíamos hace unos días que ningún hombre es una isla, que obstinarnos en convertirnos en falsos eremitas era una estupidez que nos debilitaba como individuos y como especie. No podemos, ni sabemos, ni debemos vivir solos. Tenemos la inmensa suerte de vivir con los demás. Pero, ¿por qué los mensajes de héroes cuasi autistas calan y los personajes huraños y aventureros solitarios resultan tan atractivos?
Creo que, en parte, se debe a la envidia que nos suscitan cuando nos vemos atrapados en convencionalismos sociales, cuando nos sentimos coartados en nuestro ser por las obligaciones con los demás, cuando no nos sentimos auténticos y pensamos en la hipocresía de las relaciones humanas. Y, por supuesto que tenemos razón, vivir con los demás incluye en el paquete una serie de compromisos que no se reducen a transacciones comerciales, yo pago, yo recibo. Demasiado a menudo damos mucho a quienes no se lo merecen, nos topamos con quienes no paran de exigir y no ofrecen nada a cambio. Nada, o incluso peor, se convierten en elementos tóxicos para nuestro entorno.
Por eso olvidamos la verdadera naturaleza de nuestro corazón de erizo, nuestra necesidad de los demás. Cuando querríamos mandarlo todo a la escombrera y comenzar de nuevo en el medio de un desierto donde ningún ser humano osara aventurarse. Detestamos cualquier congénere, todo se hace pesado y el juego de dones y regalos se vuelca y derrama.
Vivimos en una sociedad donde el intercambio generalizado se pierde y se difumina. En parte por eso perdemos la perspectiva. Y duele. Duele que escuchemos que no se puede esperar nada de nadie. Sobre todo porque quien lo dice nos ha tenido amarrados a una silla escuchándole sus problemas y sus neuras durante horas y días. Nos produce escalofríos de indignación que alguien agradezca los más mínimos detalles de otros mientras se olvida de los sacrificios persistentes que le hemos regalado. Y quizás nosotros, con el corazón reconcomido por la estupefacción, perdamos de vista los regalos que muchos otros nos hacen. Y así.
Pero, por otra parte, como individuos, que no átomos, debemos ser capaces de lograr un camino propio. Debemos saber oponer resistencia a la presión del grupo. Por nuestro bien y por el del resto de la sociedad. El silencio de los inocentes, que recriminaba Martin Luther King, permitió y permite las atrocidades más grandes de la humanidad.
A pequeña escala tenemos que aprender a decir no a muchas cosas que el grupo nos propone. Tenemos que ser individuos fuertes para no insultar al débil, como hacen los demás. Tenemos la obligación de construir nuestra personalidad imitando sólo lo justo, no poniendo nuestro ser a disposición de las modas. Imitar nos hace humanos, imitar demasiado, nos deshumaniza.
El grupo es necesario mientras que podamos ser uno distinto. El fenómeno de la moda es muy llamativo al respecto. Por un lado te pide una uniformidad, y, a la vez, paradójicamente, te exige una personalidad distintiva. Todos con zapatos de plataforma, pero los tuyos, que sean diferentes a los demás. Todos fans del mismo ídolo, pero con carpetas decoradas a nuestra manera.
La diversidad es la fuente de éxito evolutivo: a costa de muchos fracasos, nos aseguramos una respuesta correcta, al menos una. Pero no debemos olvidar que esa lucha por mantenernos fieles a unos valores personales no tiene otra arena que las relaciones entre los hombres. No podremos hacer una sociedad más humana si nos apartamos y dejamos a los halcones dictar el modo correcto de ser humanos.
Lo curioso, lo que nos llama la atención, es que la mayoría de nuestros congéneres acaba por imitar lo más desastroso de las modas mientras que cede en lo fundamental. Podemos ir como locos descerebrados celebrando fiestas imposibles, maratones extenuantes, procesiones sangrientas, pero no somos capaces de censurar explícitamente un chiste machista, un comentario racista o una situación injusta que nos afecta directamente.
Y es que la sociedad no es sólo un montón de átomos rugiendo aleatoriamente, chocando por azar unos con otros. Son correlaciones de fuerzas que quieren imponerse, que obligan a los demás, que luchan por conseguir sus objetivos, venciendo, convenciendo o engañando para que los más inconscientes sean sus valedores.
Espero, sinceramente, que no sea necesario estar siempre como un quijote luchando contra molinos ilusorios. Que no siempre tengamos que ser el caballero en defensa de causas perdidas. La sociedad puede funcionar, a pequeña y a gran escala. Pero debemos reflexionar de vez en cuando, cuestionarnos hacia dónde nos hacen dirigirnos y tener nuestro propio criterio, que unas veces confluirá –espero que las más– y otras se enfrentará a los demás. Y debemos aprender a enfrentarnos de la mejor manera posible, respetando a las personas y combatiendo las ideas.
Y de eso podemos aprender de figuras como D.H. Thoureau, que explicitó muy valientemente la desobediencia civil. Desobedecer leyes injustas para cambiarlas, no esconderse sino hacerlo públicamente, promoviendo un debate que pueda replanteárselas. También es cierto que hay situaciones en las que las resistencias cotidianas pueden ofrecer demasiado riesgo y aparecen métodos de escaqueo, de trampas, de dejadez, pequeños sabotajes… ¿Hasta qué punto están justificados? Pues me temo que depende, que deberemos crearnos un sistema de valores que pueda ofrecer una garantía de justicia a lo que hagamos. Eso no nos garantiza que consigamos nuestros objetivos, ni siquiera que los objetivos o los métodos sean justos y adecuados. Pero es lo único que tenemos. Hablarlo con los otros, ponerlos en entredicho, obligarnos a pensar.
Y para pensar es difícil hacerlo en soledad, al final, siempre acabamos dialogando con otros, cara a cara o analizando sus palabras. Discutimos con Platón o con el vecino, con Habermas o con el policía que nos multa. Como el gran Juan de Mairena decía, “en mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad”.

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