lunes, 20 de marzo de 2017

La discriminación hacia la mayoría



En estos tiempos inciertos nunca podemos estar seguros de quién oprime y quién es oprimido. Parece que, al final Foucault tenía razón y es la víctima quien tiene el poder. Siempre me había parecido que el filósofo francés entendía las relaciones de poder como un ejemplo de sadomasoquismo en el que es el esclavo quien tiene el poder, porque es él quien decide concluir el juego, quien, con una palabra clave, desactiva todo el aparataje de dominación. Fin de la escena. Sin embargo, si atiendo a las declaraciones en prensa o a los revuelos mediáticos de las redes sociales, debo confesar que me siento perplejo. O quizás todo sea un caso más de atender más a la paja en el ojo ajeno que a la viga en el propio.
                Creo que debemos dar por descartado considerar a España como un país laico. Son demasiados los beneficios que posee una Iglesia, la católica, como para que nos planteemos seriamente que exista una división estricta entre Iglesia y Estado. Es cierto que, según la constitución, no hay religión oficial, pero seguidamente se establece la importancia del catolicismo para el conjunto del Estado. Y si se quieren recurrir, según la constitución, las prerrogativas de la Iglesia, ésta recurre al Concordato, anterior a la Carta Magna.
                La cuestión no es si debemos ceder parte de ese espacio a otras religiones para que todas estén en igualdad. De esa forma quedamos discriminados los que somos ateos. Los distintos credos tienen sus plataformas de actuación para protestar cuando se vulneran sus derechos, tienen una presencia continua en los actos, especialmente en un país tradicionalmente católico como el nuestro. Los ateos no tenemos una iglesia donde recogernos y, además, tenemos una gran heterogeneidad de puntos de vista y de necesidades que hace difícil ofrecer un rostro reconocible.
                A pesar de todo ello, supongo que todos estaremos de acuerdo en que nuestras creencias –o no creencias– tienen el mismo derecho a no ser molestadas. En la televisión pública existen programas para distintas religiones, y se podría discutir si su duración es la razonable, como la polémica que ha surgido con la propuesta de Pablo Iglesias de eliminar de la parrilla televisiva la retransmisión de la misa. Lo primero que se me ocurre es reclamar la atención sobre los que no somos creyentes en ninguna religión. No tenemos un espacio donde se traten los asuntos de los ateos. Y nadie ha planteado hacerlo. Las reacciones a la propuesta de Iglesias han sido paradigmáticas. Unos acusan directamente al líder de Podemos de hacerle el juego a los islamistas. Otros sospechan que nunca se atrevería a prohibirles lo mismo a los musulmanes, porque ellos sí que defienden ardorosamente sus creencias. Es muy ilustrativo que se acuse de lo que podría pasar en lugar de ponderar lo que sí sucede.
                Lo que sucede es que la televisión de todos considera de utilidad pública retransmitir la misa católica los domingos con la misma fe con la que retransmiten partidos de fútbol. No me gusta ni uno ni lo otro, pero se supone que no hay discriminación entre los equipos que son retransmitidos mientras que sí que no hay una igualdad de oportunidades entre las distintas religiones. No todas son retransmitidas.
                Sinceramente sostengo que no debía ser retransmitida ninguna, que el ámbito público es el de todos y dejar de transmitir la idea que España es católica en esencia, más allá de los barnices modernos y extranjerizantes. No hablo de prohibir las misas, sino su retransmisión desde la televisión pública. Ya no se reza el Ángelus desde Radio Nacional y no se le puede acusar de haber bajado los índices de asistencia a las misas. De eso se han ocupado los curas católicos y toda la jerarquía.
                En realidad, lo que me parece sorprendente es que sea la Iglesia quien se sienta discriminada cuando ni paga impuestos como el IBI, puede inmatricular inmuebles, impone sus profesores en la educación pública a los que pagamos entre todos. Se le cede el protagonismo en las calles, y no sólo durante la Semana Santa. Se les atiende en cuestiones de familia cuando los miembros de la jerarquía católica no pertenecen más que como hijos de sus padres.                Se sienten agraviados cuando se imparten contenidos cívicos, acusan de relativismo a cualquier crítica a su hegemonía ideológica, pretenden librar a los niños de aculturación cuando ellos quieren adoctrinar a los suyos –y a los demás si les dejamos–. Califican de intromisión a la defensa de valores diferentes a los que ellos defienden. Si los homosexuales quieren visibilidad y las mujeres muestran que hay modos diferentes de ser hombre y mujer, montan un revuelo. Quieren acabar con la familia y los valores occidentales, gritan asustados cuando precisamente se aspira a conseguir que todas las perspectivas, todos los tipos de familia puedan convivir. Defender el matrimonio entre dos hombres no acaba con el tradicional entre hombres y mujeres que los católicos conservadores se identifican. Ahora bien, aceptar la postura de estos conservadores católicos sí que quita el derecho a los homosexuales a casarse.
                Siento perplejidad por todos aquellos varones, caucásicos, heterosexuales, con su parcela de poder, católicos y españoles que se sienten tan amenazados por las declaraciones de las minorías, por el feminismo, por cualquier nueva idea que pueda perturbarles sus tradicionales valores occidentales.
                Las reivindicaciones de las mujeres, de los homosexuales, de las minorías no me quitan, al contrario, las asumo como propias, aunque no pertenezca a ninguno de esos colectivos. Para mí, es la forma de ser humano, compartir las necesidades de los demás e intentar darles solución. Como ateo me siento en minoría, pero, sinceramente, como varón heterosexual de origen patrio, no me siento amenazado en absoluto.

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