sábado, 12 de abril de 2014

La enseñanza de la República.

Con motivo del aniversario de la proclamación de la II República he estado haciendo unas reflexiones sobre una especie de canon que se está estableciendo acerca de cómo hay que enseñar este periodo de la historia. Sin embargo, antes de empezar habría que hacer un planteamiento de base, para evitar discusiones estériles y debates manipulados ya desde su planteamiento. El sistema republicano de gobierno simplemente cuestiona cómo debe hacerse la designación del jefe de Estado. A diferencia de los sistemas monárquicos, la república se toma en serio la igualdad de todos ante la ley y no considera que un supuesto linaje de sangre pueda otorgar a una persona unas características especiales particularmente adecuadas para ostentar la representación de un Estado. Si somos capaces de elegir quién va a hacer las leyes en nuestro lugar, también lo somos para designar a quién represente al Estado. La continuidad de la patria, el símbolo excelso de la nación no tiene por qué encarnarse mágicamente en un líder carismático que durante toda su vida, antes incluso de llegar a jurar el cargo, lleve en sus genes las dotes de carisma, tradición y efectividad que se le presuponen a un rey. A Francia, Estados Unidos o Alemania les va bastante bien.
Por otra parte hay que considerar que la república es también un modo de pensar políticamente. Una manera de enfrentar los problemas públicos en la que todo es discutible y discutido, en la que todas las decisiones se toman por el pueblo y para el pueblo. Quizás no acabe con todos los problemas, pero está claro que sin república quedará algún problema por resolver, cómo el jefe de estado se perpetúa, sin que la ciudadanía pueda decidir al respecto.
Sin embargo, existe tendencia a identificar “república” con II República Española, asumiendo además, que todo régimen republicano terminaría con una guerra civil. Guerra Civil, por supuesto, que no comenzaron los republicanos, aunque terminaran acusados de rebelión militar. De esta forma se deja caer la idea subliminal que el “carácter” español es incompatible con un régimen republicano. Estamos hechos de fábrica para la monarquía.
Algunos de los tópicos que se han instaurado sobre el régimen del 31 tienen que ver con su legitimidad. Si bien la proclamación de la República fue espontánea tras unas elecciones municipales, la elección a Cortes Constituyentes respalda definitivamente, no sólo su legalidad, sino su legitimidad. Si no aceptáramos esta fuente de legitimidad, prácticamente ningún gobierno sería legítimo. También es un lugar común criticar la ley electoral porque permitía la creación de mayorías artificiales. Nuestro régimen actual electoral no es, desde luego un modelo de representatividad proporcional. 
Se ha dicho que esta fue una república de profesores y maestros, un régimen de intelectuales. Y es cierto. La inmensa mayoría de los catedráticos, científicos y hombres de letras del país saludó al nuevo régimen y muchos se incorporaron a la política activa. En las Cortes Constituyentes salieron elegidos Ortega, Marañón, Sánchez Albornoz, Azaña, Madariaga, Fernando de los Ríos, Unamuno. No todos estuvieron de acuerdo con las medidas del gobierno (Ortega, Unamuno) pero otros las apoyaron (Valle-Inclán o Machado). ¿Cómo hay que interpretar esto? Muchos son los autores que utilizan esta característica como descalificación. Como si los intelectuales fueran siempre ratones de biblioteca sin relación ninguna con los problemas concretos de las personas comunes. ¿Qué podríamos decir de un sistema de partidos de masas como el actual? La República, en cambio, se entendió como una modernización y equiparación de España con el resto de Europa.
Uno de los tópicos más destructivos para la república fue la confusión entre su laicismo y el anticlericalismo. La identificación de los sucesos anticlericales como la quema de conventos durante la República con el laicismo del gobierno de la República fue un arma muy efectiva. El gobierno trató de evitar y castigar la quema de conventos, sin embargo, su fuerte determinación de separación efectiva de Iglesia y Estado, y sus medidas contra los privilegios seculares de la Iglesia les hizo, y todavía hace aparecer, como cómplices de esos desmanes.
A la II República se la califica a menudo como un régimen convulso, como si el malestar de las clases más desfavorecidas fuera causado por el cambio de gobierno, no por las desigualdades económicas brutales que se mantenían desde mucho tiempo atrás. Ante la implantación de la República, los grandes poderes económicos (terratenientes, industriales, financieros), siempre tan defensores de España, retiraron sus fondos de la Bolsa, redujeron los préstamos y créditos, hundiendo el sistema financiero. En casi ningún libro de texto se habla de las presiones y violencias por parte de patronos, terratenientes, las clases dirigentes y la iglesia.
También a menudo se habla de que las reformas desilusionaron a amplios sectores populares mientras que provocaban a las derechas. Falta de habilidad política, demasiado tibios para unos, extremistas para otros. Por lo que observamos, no todo el movimiento obrero rechazó la política del gobierno. No fue, desde luego, un capricho de niños consentidos el que los sindicatos se movilizaran para aligerar las reformas. Hay que tener en cuenta las condiciones terribles en las que se encontraban los jornaleros y los obreros de las distintas industrias. ¿Era el momento de realizarlas teniendo en cuenta la crisis mundial de 1929? En realidad, la pregunta debería ser, ¿cómo se pudo esperar tanto para emprenderlas? Tenemos el testimonio de Buñuel en su documental sobre las Hurdes, tierra sin pan. ¿Cómo esperar? Una lección que sufrimos hoy en día.
Un importante sector de la historiografía, representado por ejemplo por Stanley Payne, consideran que nadie luchó por mantener la república, ni la derecha -lo que es evidente por sus planteamientos y por haber protagonizado un golpe de estado-, ni por las izquierdas -poniendo de ejemplo la Revolución de Octubre-, ni el exterior. Desde posiciones que se autodenominan liberales -léase Libertad Digital y similares-, se acusa a la izquierda de haber acabado con la república en la Revolución de Octubre. Esto supone, en primer lugar, un serio disgusto para los que aclamaban a Franco como cruzado y liberador de España de la república atea, masona y comunista. 
En primer lugar, aunque no fue una república de todos y en prácticamente todo el espectro político encontramos resistencias, hay que tener en cuenta que la República no se hundió por su problemática interna, sino que la echan abajo los militares tras una guerra civil. La II República tuvo sus apoyos en partidos de izquierda y también algunos de derechas. Vivió unos momentos muy duros, con unas desigualdades insoportables para la mayoría de la población y contó con unos gobernantes que asumieron con coraje la tarea de cambiarlos. Durante la II República se cometieron muchos errores. Y de eso precisamente trata el régimen republicano. En la posibilidad de enmendarlos, de corregir y ampliar. Y si un gobernante resulta incapaz de resolver la situación, entonces existen los cauces legales para cambiarlo y así el pueblo puede expresar su voluntad soberana. La dictadura y la monarquía tienen en común precisamente lo contrario, ofrecen un mandatario elegido por dios mismo, encarnación de la patria y del pueblo al que gobierna considerándolo por siempre un menor de edad que no comprende lo que quiere. La descalificación de la República, de cualquier república, pasa por mostrar su fracaso. Y el fracaso de la república de 1931 se debió principalmente a la voluntad de unos que, creyéndose salvadores de la patria, decidieron saltarse la legalidad, dar un golpe de estado y comenzar una larga y sangrienta guerra que acabó con un régimen dictatorial del que nació accidentadamente la monarquía que tenemos. No cualquier república, dice el lema, pero ninguna monarquía.
Para terminar me gustaría recordar cómo acababa un manual para profesores datado en la II República:
“La República representa un régimen político de libertad y de dignidad. En España está aceptado por la inmensa mayoría de los ciudadanos que sabrán enaltecerla con las virtudes y la unión de todos y defenderla con sus votos y, si es preciso, con su sangre.”
Salud y República.

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