lunes, 5 de junio de 2017

Contra el pueblo


A menudo las críticas a Podemos se hacen desde el odio y la inquina y uno se llega a preguntar si tiene sentido puntualizar o directamente disentir de medidas que toman desde la formación morada. No pertenezco a ese partido y, aunque lo hiciera, no les debo ningún juramento de fidelidad, que es lo que parece que afecta a los votantes del Partido Popular, que siguen queriendo ser ciegos ante un caso tras otro de vergüenza propia. Hay veces que se puede entender una medida, aunque quepan matices, pero hay otros en los que, sinceramente, no puedo estar de acuerdo.
                La concesión de la medalla de oro de la ciudad de Cádiz a la Virgen del Rosario me parece un despropósito, la hayan defendido, propuesto o apoyado quienes lo hayan defendido, propuesto o apoyado. En primer lugar, no sé para qué quiere la Virgen del Rosario una medalla de oro, o qué sentido puede tener otorgar un honor municipal a un ente que no existe ni como personalidad jurídica (lo cual tiene ventajas, por ejemplo, no va a estar implicada en ningún caso de corrupción). Luego, no nos podemos extrañar que se pida la misma distinción para el Espagueti Volador de los pastafaris.
                La propuesta, desde luego, es un arma de difícil desactivación. Si una gran parte de la sociedad gaditana la propone y el partido en la alcaldía se niega, aparecen como enemigos de lo popular. Y si acepta, nadie se acuerda de que lo han aceptado también los demás grupos, porque nunca han tenido ningún problema con cuestiones similares, sino que se le echa en cara, con razón, su falta de coherencia laica. Lo hagan como lo hagan, siempre pierden.
                Teresa Rodríguez defiende que la religiosidad no pertenece a la Iglesia, sino al pueblo y muchos cercanos a Podemos han defendido, o por lo menos, han matizado la importancia del gesto. Estoy de acuerdo con el hecho de que las manifestaciones de religiosidad popular escapan al control de la jerarquía eclesiástica y a menudo entran en conflicto. Don Eugenio Gómez Carmona, párroco que fue de mi pueblo, era quizás, uno de los hombres más cultos que he conocido, experto en marxismo y judaísmo y con una sabiduría y sensibilidad poco común. Había sido colaborador de Monseñor Romero y tenía una posición claramente dentro de la Teología de la Liberación. Como persona estaba en contra de los ritos vacíos, pero participaba en las procesiones como símbolo del sentir del pueblo. Entiendo lo que quería decir, sin embargo, él pertenecía a la Iglesia, y los partidos políticos y los poderes públicos, no. Deberían mostrar la más estricta neutralidad en estas cuestiones. Aunque el razonamiento sea el mismo que Teresa Rodríguez (ignoro si llegó a conocerlo), no se hace desde la misma perspectiva.
                Tampoco me han agradado los intentos de justificación de la medalla que insisten en la importancia que tiene para las clases subalternas, concretamente, para las mujeres de las clases más populares. Desde una postura un tanto condescendiente (que me perdone de nuevo Javier Diz), hablan como el antropólogo europeo que llega a las playas remotas de una civilización inferior y que dice aceptar tolerantemente sus ritos, sabiéndose superior por esa tolerancia y superior porque su ideología y su razón están por encima. Creo que la dignidad de las personas de cualquier clase social no debe basarse en la concesión de la gracia de los eruditos biempensantes, de los profesores universitarios, de políticos bien formados. Eso ya lo hacen los conservadores.
                Que las clases populares tengan unas creencias o ciertas prácticas, religiosas o no, no los hace merecedores de dignidad o de defensa. Una cosa es que vistan con unos gustos o hablen con un acento y otra muy distinta, que salgan con babuchas a recoger las notas o que no sepan construir una frase que resuma lo que piensan. Cuando muchos insistimos en denunciar el machismo enquistado en la tradición estamos enfrentándonos a las clases populares, a las medias y a las superiores, no podemos transigir con que no “tengan educación” o que partan de unos presupuestos epistemológicos distintos.
                Las prácticas ecológicas de conservación del medio pueden enraizarse en cultivos tradicionales, pero tropiezan con la agricultura convencional. Las inercias culturales e ideológicas hacen que muchos voten en contra de sus intereses porque la ideología no se sustenta únicamente en valorar costes y beneficios económicos. No por eso tenemos que desistir de intentar cambiar las conciencias.
                La integración de la inmigración, por ejemplo, tiene que romper, a veces, barreras que afectan a todas las clases sociales. Muchos de los que llegan están empobrecidos tras su odisea y acaban en barrios muy depauperados. Los conflictos que pueden suscitarse no son menos abarcables que las denuncias que se deben hacer al desprecio de las clases altas hacia los emigrantes que cuidan de sus hijos o limpian sus casas, atienden sus bares y les “incordian” en los semáforos.
                Debemos separar los asuntos públicos de los sentimientos privados, la religión tiene su sitio, en los corazones de los creyentes y el gobierno de las ciudades no debe tomar partido so pena de excluir a los que no nos sentimos incluidos en el credo. Una sociedad, el pueblo, tiene que cambiar y no podemos escudarnos con los sentimientos populares para entrar en el juego de una tradición que debemos dejar atrás para una sociedad más justa e igualitaria. Los rituales son armas muy peligrosas, lo que se gana en socialidad y cohesión, se puede perder cuando se utilizan, esos mismos rituales, para dar fuerzas a una institución tan rancia como la Iglesia católica en nuestro país.

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