A menudo las críticas a Podemos se hacen desde el odio y la inquina y uno se llega a preguntar si tiene sentido puntualizar o directamente disentir de medidas que toman desde la formación morada. No pertenezco a ese partido y, aunque lo hiciera, no les debo ningún juramento de fidelidad, que es lo que parece que afecta a los votantes del Partido Popular, que siguen queriendo ser ciegos ante un caso tras otro de vergüenza propia. Hay veces que se puede entender una medida, aunque quepan matices, pero hay otros en los que, sinceramente, no puedo estar de acuerdo.
La
concesión de la medalla de oro de la ciudad de Cádiz a la Virgen del Rosario me
parece un despropósito, la hayan defendido, propuesto o apoyado quienes lo
hayan defendido, propuesto o apoyado. En primer lugar, no sé para qué quiere la
Virgen del Rosario una medalla de oro, o qué sentido puede tener otorgar un
honor municipal a un ente que no existe ni como personalidad jurídica (lo cual
tiene ventajas, por ejemplo, no va a estar implicada en ningún caso de
corrupción). Luego, no nos podemos extrañar que se pida la misma distinción
para el Espagueti Volador de los pastafaris.
La
propuesta, desde luego, es un arma de difícil desactivación. Si una gran parte
de la sociedad gaditana la propone y el partido en la alcaldía se niega,
aparecen como enemigos de lo popular. Y si acepta, nadie se acuerda de que lo
han aceptado también los demás grupos, porque nunca han tenido ningún problema
con cuestiones similares, sino que se le echa en cara, con razón, su falta de
coherencia laica. Lo hagan como lo hagan, siempre pierden.
Teresa
Rodríguez defiende que la religiosidad no pertenece a la Iglesia, sino al
pueblo y muchos cercanos a Podemos han defendido, o por lo menos, han matizado
la importancia del gesto. Estoy de acuerdo con el hecho de que las
manifestaciones de religiosidad popular escapan al control de la jerarquía
eclesiástica y a menudo entran en conflicto. Don Eugenio Gómez Carmona, párroco
que fue de mi pueblo, era quizás, uno de los hombres más cultos que he
conocido, experto en marxismo y judaísmo y con una sabiduría y sensibilidad
poco común. Había sido colaborador de Monseñor Romero y tenía una posición
claramente dentro de la Teología de la Liberación. Como persona estaba en
contra de los ritos vacíos, pero participaba en las procesiones como símbolo
del sentir del pueblo. Entiendo lo que quería decir, sin embargo, él pertenecía
a la Iglesia, y los partidos políticos y los poderes públicos, no. Deberían
mostrar la más estricta neutralidad en estas cuestiones. Aunque el razonamiento
sea el mismo que Teresa Rodríguez (ignoro si llegó a conocerlo), no se hace
desde la misma perspectiva.
Tampoco
me han agradado los intentos de justificación de la medalla que insisten en la
importancia que tiene para las clases subalternas, concretamente, para las
mujeres de las clases más populares. Desde una postura un tanto condescendiente
(que me perdone de nuevo Javier Diz), hablan como el antropólogo europeo que
llega a las playas remotas de una civilización inferior y que dice aceptar tolerantemente sus ritos, sabiéndose
superior por esa tolerancia y superior porque su ideología y su razón están por
encima. Creo que la dignidad de las personas de cualquier clase social no debe
basarse en la concesión de la gracia de los eruditos biempensantes, de los
profesores universitarios, de políticos bien formados. Eso ya lo hacen los
conservadores.
Que las
clases populares tengan unas creencias o ciertas prácticas, religiosas o no, no
los hace merecedores de dignidad o de defensa. Una cosa es que vistan con unos
gustos o hablen con un acento y otra muy distinta, que salgan con babuchas a
recoger las notas o que no sepan construir una frase que resuma lo que piensan.
Cuando muchos insistimos en denunciar el machismo enquistado en la tradición
estamos enfrentándonos a las clases populares, a las medias y a las superiores,
no podemos transigir con que no “tengan educación” o que partan de unos
presupuestos epistemológicos distintos.
Las
prácticas ecológicas de conservación del medio pueden enraizarse en cultivos
tradicionales, pero tropiezan con la agricultura convencional. Las inercias
culturales e ideológicas hacen que muchos voten en contra de sus intereses
porque la ideología no se sustenta únicamente en valorar costes y beneficios
económicos. No por eso tenemos que desistir de intentar cambiar las
conciencias.
La
integración de la inmigración, por ejemplo, tiene que romper, a veces, barreras
que afectan a todas las clases sociales. Muchos de los que llegan están
empobrecidos tras su odisea y acaban en barrios muy depauperados. Los
conflictos que pueden suscitarse no son menos abarcables que las denuncias que
se deben hacer al desprecio de las clases altas hacia los emigrantes que cuidan
de sus hijos o limpian sus casas, atienden sus bares y les “incordian” en los
semáforos.
Debemos
separar los asuntos públicos de los sentimientos privados, la religión tiene su
sitio, en los corazones de los creyentes y el gobierno de las ciudades no debe
tomar partido so pena de excluir a los que no nos sentimos incluidos en el
credo. Una sociedad, el pueblo, tiene que cambiar y no podemos escudarnos con
los sentimientos populares para entrar en el juego de una tradición que debemos
dejar atrás para una sociedad más justa e igualitaria. Los rituales son armas
muy peligrosas, lo que se gana en socialidad y cohesión, se puede perder cuando
se utilizan, esos mismos rituales, para dar fuerzas a una institución tan
rancia como la Iglesia católica en nuestro país.
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