No es cuestión de imponer una idea sobre las demás, lo que se lleva ahora es pedir respeto para la propia.
Cuando se hablaba del fin de los grandes relatos quedaron desacreditados los intentos por unificar los ideales hacia una utopía compartida. A medida que los filósofos fueron socavando esta certeza, los medios de comunicación y el advenimiento de la democracia de masas hicieron insostenible la pretensión de entusiasmar a un pueblo con un horizonte determinado más allá del deporte. Quizás haya que aceptar que no ha sido tanto Nietzsche y sus cachorros posestructuralistas, ni los estudios culturales, ni el giro lingüístico quienes sean los responsables de esta época de relativismo. Hay muchos más actores en juego y los mecanismos del sistema hacen inviable imponer una ideología a todos.
Es verdad que existieron momentos en los que parecía que se podía defender la opinión propia frente a otros ciudadanos en igualdad, al menos teórica. Lo que se perdió rápidamente en el camino fue la pretensión de convencer, ese mágico instante en el que ambos interlocutores se dan por satisfechos al llegar a una conclusión quasi hegeliana superando las posturas iniciales. Más bien se ha puesto de moda montar un espectáculo en el que se pueda gritar, se pueda uno mostrar ocurrente, sarcástico o simplemente despectivo con el único objetivo de contentar a los propios. No creo que ningún mitin de los últimos 30 años haya convencido a ningún indeciso, no digamos a alguien contrario. Los actos electorales son para celebración de los militantes de igual forma que las tertulias en los medios son el método para sacar fondos de la publicidad.
Es curioso el cambio de actitud que presentan quienes estuvieron acostumbrados a tener la verdad y la ley de su lado. Quienes tenían el monopolio de la educación moral, los que controlaban los aparatos del Estado y decidían que unos colores debían estar proscritos mientras que otros recibían culto ahora se ven impotentes para seguir actuando con la misma conformidad. Hubo un momento en el que se les notaba nerviosos, con síndrome de abstinencia, acostumbrados a mandar y sentenciar, se advertía su frustración en exabruptos desde los más variados púlpitos. Ahora, sin embargo, prefieren delimitar su radio de acción y atar en corto a los fieles. En estos tiempos inciertos le dan la vuelta al argumento y pretenden que la defensa de la libertad de expresión consiste en que les dejen pensar como quieran y no les critiquen. Se quejan con rabia de que tras expresar sus ideas machistas o retrógradas les llamemos machistas o retrógrados.
Lo he comentado muchas veces, la libertad de expresión no es que uno pueda decir lo que le venga en gana y no tenga consecuencias. La libertad de expresión es que puedas criticar –en especial al poderoso– y no te multen por ello. Implica que entras en un terreno de juego de réplicas y contrarréplicas: que si tú protestas por una medida, otros puedan quejarse de tu protesta y así con la esperanza de encontrar un punto de acuerdo o, al menos, que no se llegue a la violencia por defender unas ideas.
Hay un montón de temas sensibles en los que la tradición entra en conflicto. (Iba a escribir con el progreso, pero me temo que es difícil decidir qué es progresar en estos tiempos confusos). El Tribunal Supremo acaba de dictaminar que los colegios que segregan por sexos no discriminan, que, particularmente a mí me suena a la monserga racista de “iguales pero separados”. Pero no es importante para el caso el fondo de la cuestión, sino la manera en la que se mantiene la discusión. Básicamente, los partidarios de los colegios segregados no pretenden imponer su modelo al resto de la sociedad –para empezar, tendrían muy poco éxito–, lo que exigen es respeto para su manera de entender la educación de sus hijos. De todas formas, es un primer paso en una pendiente resbaladiza: se comienza delimitando ámbitos para luego ir extendiendo su influencia poco a poco. De los colegios segregados a las “playas familiares” donde no se practique el top less para proteger a los hijos –como si un pezón femenino pudiera perturbar el sano desarrollo de un infante más que unas ideas rígidas en cuanto a la moral–, y de ahí, en adelante.
Este caso es muy significativo porque tropieza con un eslabón clave en la perpetuación de las formas sociales: la educación de los hijos. A partir de ahí surgen todos los temas espinosos, todos los que tienen que ver con el adoctrinamiento de los “progres”. De ahí surge la negativa a tratar temas de la Memoria Histórica, de la supuesta “ideología de género”, de temas como los refugiados, la plusvalía, el pensamiento crítico… en fin, la maldad intrínseca del relativismo cultural como suprema ideología totalitaria. A los ojos de estos padres preocupados, cualquier intento de contradecir su relato es una intromisión, un adoctrinamiento. Ellos no pretenden que sus hijos decidan por sí mismos, sino apartarlos de cualquier desviación herética. No confían en que sus ideas prevalezcan por sí mismas, temen la influencia de cualquier otra. No quieren la libertad de pensamiento de sus hijos, lo que quieren es seguir adoctrinándolos ellos en sus propias y cerradas ideas. Creen que sus hijos son de su propiedad.
Lo bueno de vivir en sociedad es que tiene uno la oportunidad de contrastar opiniones y material genético, eso es lo que nos hace fuertes como especie. Practicar la endogamia no hacen sino ponernos en una situación de vulnerabilidad. Someterse al escrutinio de los demás nos pone a prueba. Sería una verdadera lástima mantener unas ideas durante toda la vida sólo porque decidiste no contradecir a tu padre a los 15 años y te has cerrado a escuchar cualquier otra versión.
Estos guardianes de la fe ni siquiera escuchan los argumentos de los demás, no pretenden convencer y por eso se creen muy tolerantes. Su intolerancia es tal que no consienten la convivencia entre las ideas, solo la confrontación. Así son los debates, en los que se intenta humillar al contrario, no razonar, sino imponer. Por supuesto que saben que no van a conseguirlo, lo que hacen es un parapeto, un repertorio de frases a usar como un crucifijo cuando el vampiro izquierdista, anarquista, ateo, progre, podemita les espete cualquier contradicción.
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