domingo, 12 de noviembre de 2017

¿Para qué escribir?



En la famosa película Hechizo de Luna, Rose, la madre de la protagonista, se preguntaba por qué los hombres engañan a las mujeres. Porque tienen miedo a la muerte, le contestaron. ¿Por qué escribir? Porque somos conscientes de ella. También la filosofía tiene su principio en el miedo a la muerte, o, al menos, de la finitud del tiempo para poder explicarnos el mundo. Gulliver deseó ser inmortal hasta que le advirtieron que una cosa es no morir nunca y otra, muy distinta, es ser lo suficientemente joven como para disfrutar de la vida. Esta es la urgencia que nos angustia pero que nos pone en marcha en nuestras aspiraciones. La prisa por alcanzar los picos más altos, la dosis más directa de adrenalina, el suave confort del cariño y el salvaje precipicio del sexo.

            El mundo pasa muy rápido y no queda tiempo para casi nada. Escribir es mi manera de poder detenerlo y analizarlo con cautela. Con la cabeza embotada, con una sensación de niebla pesada que entorpece la lucidez, necesito sentarme ante un folio en blanco o virtual para poner orden en las sensaciones y dialogar conmigo mismo. Es una de las pocas maneras que conozco para entender el mundo. Decía Emmánuel Lizcano que las metáforas nos piensan, que el lenguaje habla por nosotros, y es curioso cómo las ideas van surgiendo en negro sobre blanco a veces antes de que estén claras en la mente. Quizás por eso desvaríe tanto cuando escribo.

            Mirar una fotografía es una manera extraordinaria de fijar la atención donde estábamos perdidos. El buen fotógrafo sabe seleccionar una parcela de la realidad, sacarla del contexto, ampliarla y llevarnos de la mano para atender a un punto que se perdía entre la multitud de colores y formas. Apreciar los detalles con la mano, dibujar los edificios, era un consejo del ínclito John Ruskin a los futuros arquitectos para educar la mirada. Por eso agradezco tanto hacer reseñas, porque es la forma que tengo de prestar mi atención, de fijar los detalles, de apreciar las estructuras, los andamios, los defectos y los trucos. Deleitarse en unos versos, la ensoñación que provocan a menudo te dirige hacia tu propio mundo, lees los poemas como si fuera tu voz y fuerzas los significados para que uno escriba su vida y tú leas la tuya. Y eso está bien, quizás sea esa el maravilloso don de la literatura, que alguien esté narrando su atalaya del universo y sirva de manera tangible para entender tu paisaje.

            Entiendo las reseñas como ejercicio espiritual, en el sentido de Pierre Hadot. Este gran filósofo nos enseña que la filosofía antigua no albergaba la necesidad de plantear un sistema riguroso y coherente, más bien era una forma de vida, unas instrucciones para pensar y vivir como un filósofo, mostraban unas herramientas, unas tecnologías para vivir de acuerdo con unos principios. Las tecnologías del yo, que retomó Michel Foucault. Leer con atención, tomar notas, redactarlas luego son mis tecnologías para deleitarme en los versos ajenos. Y he de decir que así disfruto muchísimo. Las palabras que, desde un principio, te habían impresionado, vistas de cerca adquieren una dimensión mucho más intensa, más sensorial, más vital.

            No soy un profesional, apenas habré realizado una treintena. Y todavía me queda mucho por aprender de los grandes reseñadores a los que admiro. Estoy seguro de que nunca llegaré a tener esa lucidez y comprensión de los textos, esa habilidad para situarlos y resaltar los aspectos fundamentales. Por mi parte procuro entender la intención de los autores y las resonancias que luego puedan surgir. Sé que la poesía pertenece tanto al que la escribe como al que la necesita, que decía el Pablo Neruda del cartero.

            Tengo la ventaja de hacerlo por mi cuenta, de contar con mi propio espacio para hablar de unos y de otras. El único límite es mi escaso presupuesto, que se alivia con tan buenos amigos que, de vez en cuando, me regalan sus palabras impresas. A muchos ni siquiera he podido darles un abrazo personalmente, por mucho que sus palabras me hayan conmovido, que me hayan dejado al borde de las lágrimas o ascendiendo a través de la sensualidad y la clarividencia.

      Leer con la intención de disfrutar, no de buscar errores, incoherencias o equívocos. Afortunadamente, el hecho de no ser profesional me permite hablar de los libros a los que amo, preciosas gemas del lenguaje así que no hay que perder el tiempo buscando anacolutos, incoherencias o comas fuera de lugar. El objetivo es apreciar la belleza que transportan las palabras, y, precisamente gracias a la belleza, completan y glosan y revelan el mundo, el propio y el ajeno.

            Un diálogo conmigo mismo que muestro con la confianza de no pasar vergüenza directa con mis palabras, la pantalla me permite no ponerme colorado al lanzarlo al aire y al recibir las respuestas. No pretendo tener razón sino buscarla. No traigo belleza, procuro reflejarla. Y si a alguien le puede venir bien, disfrutar con mis artículos, o le sirve de reflexión para estar en desacuerdo, pues, perfecto, el diálogo se amplía.

Uno lee para tratar de comprender la vida. Y escribe también para lo mismo. Confía en el poder del lenguaje por sí mismo desenrede la cifra que haga comprensible la realidad, nos aleje del desierto de lo real.

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