He estado más o menos atento a las reacciones ante la aprobación de la Ley Orgánica de regulación de la eutanasia. Creo que poco podría yo añadir a la defensa de esta ley que no hayan dicho y mejor otros. Sin embargo, me siguen sorprendiendo las críticas que recibe. No voy a entrar en lo fácil, en la falta de coherencia de quienes celebran la muerte y critican que uno pueda decidir la suya propia, como los que abanderan la libertad y luego se muestran contrarios a que uno pueda tener la libertad para decidir su punto final. Esta es una ley muy conservadora y garantista, como no podría ser de otra forma. Todavía queda mucho por regular para mantener los llamados “derechos de salida”.
Para empezar y, aunque parezca increíble, hay que recordar que la eutanasia no es obligatoria. Que no se hace por motivos miserables de ahorrarse unas pensiones. Hay que ser mezquino para argumentar ese tipo de razonamientos. Si alguien tuviera una creencia contraria a decidir sobre su propia muerte, está en su derecho de sufrir lo que estime oportuno, de solicitar cuidados paliativos o no. Nadie obliga a nadie a acogerse a esta posibilidad, como el divorcio, por ejemplo, o el matrimonio homosexual. Si no quieres, no lo hagas, pero estamos otras personas que sí queremos tener esa opción y para nosotros está una ley que puede acoger a cualquiera, incluso a católicos que en trances tan difíciles decidan acabar con su sufrimiento.
Otra cuestión que creía innecesario recalcar es que no todas las muertes son iguales, no todas tienen la misma dignidad. Todas las personas tenemos la misma dignidad y derechos, pero no todos gozamos o sufrimos de las mismas situaciones vitales. Cabe preguntarse, como hacen quienes se muestran indignados (literalmente dicen perder dignidad) con esta legislación, qué es una muerte no digna. El articulado de la norma lo especifica: un mal incurable, que implique sufrimiento según unas circunstancias y bajo la atenta mirada de varios profesionales independientes entre sí. Una muerte dulce en el sueño sin sobresaltos no es lo mismo que un sufrimiento atroz de una enfermedad irreversible y degenerativa. Y siempre, como decimos, es una opción individual.
Como en muchas ocasiones nadie discute sobre la necesidad de la justicia, entendiéndola, por ejemplo, como dar a cada uno lo suyo. El problema es definir que es “lo suyo”. Para algunos integristas será la vida, la medicina y seguirán estando en su derecho de que así sea, para otros será aceptar su decisión consciente y madurada de salir de este mundo. Hay alguna hipocresía, como la que se le achaca a la madre Teresa de Calcuta, de reivindicar el sufrimiento para los demás, y, sin embargo, pedir todo el catálogo de cuidados paliativos. O pensar que los cuidados paliativos aceleran el final de la vida, así que no es necesario recurrir a la ayuda a la eutanasia.
Se puede pensar que no es bueno que se ayude a quitar la vida a nadie, pero eso es discutible, y de hecho se ha discutido mucho antes de que se aprobara la ley. Lo que es un despropósito es tachar al Estado de abuso de poder. El soberano antiguo, decía el filósofo Michel Foucault, tenía el poder sobre la vida y la muerte de sus súbditos, dejaba vivir o hacía morir. Los modernos Estados soberanos prefieren hacer vivir. Él le llamaba biopoder a los intentos del Poder por cuidarnos, como obligarnos al cinturón de seguridad o a vacunarnos. Tomando el antiguo soberano o el nuevo, esta ley acaba con el monopolio sobre el control de la muerte, que pasa al ciudadano. ¿Dónde está el abuso de poder del Estado?
Todo el mundo está en su derecho a pensar que el Estado es un sanguinario que pretende “aligerar el erario público” a base de ayudar a morir a los pensionistas. Podemos situarnos en el escenario de la película Cuando el futuro nos alcance (Soylent Green) en la que los ciudadanos se ven conminados a decidir no ser una carga para la sociedad, como hacían supuestamente los ancianos inuit. Sin embargo esta no es una ley que pida el Estado, sino que ha sido un largo trecho de luchas y reivindicaciones por parte de quienes necesitaban esa ayuda y el Estado les obligaba a vivir en miserables condiciones. ¿Qué es más absolutista, obligar a vivir o permitir que uno decida?
Los parlamentarios no han usurpado el papel de Dios, al contrario, era el Estado quien decidía en lugar de Dios. Ahora somos los ciudadanos quienes libremente podemos solicitarlo y el Estado articula los mecanismos para evitar abusos. Es un paso más para dignificar la vida humana. Una elección. La libertad es elección y estamos, como decía Sartre, condenados a elegir siempre. Estando incapacitados para buscar la propia muerte, pero también cuando podemos estamparnos con el coche en una pared. No me deja de sorprender que califiquen de Estado totalitario al que deja descansar sobre los individuos las decisiones trascendentales de la vida. Entienden la libertad como aquello que el Estado te obliga a hacer, en lugar de considerarla como aquello que hacemos, lo obligue a hacer el Estado o no.
Quienes practican la medicina podrán tener sus ideas, pero no deberían estar por encima de la libertad del paciente. El recurso al argumento nazi es demasiado tópico para tenerlo en cuenta. No se trata de eliminar al Otro, sino de decidir que la vida de uno no debe seguir en esas desgraciadísimas circunstancias.
Las circunstancias de la pandemia dan otro argumento tramposo. No es una ley que se haya sacado con premura, es algo que se lleva discutiendo en la sociedad desde hace décadas y que casos como el de Ramón Sampedro y la película que Amenábar le dedicó pusieron en el candelero. Ahora ha sido el momento, pero debió ser mucho antes.
Un asesinato no es matar a una persona con premeditación. Esa definición podría corresponder a una guerra. Y es el propio individuo quien la solicita. El dolor no engrandece, el sufrimiento no hace digna una acción o una vida. La dignidad es algo más, y puede ser diferente para diferentes personas. Ahora se ha dado un paso más en la dirección de que cada persona pueda decidir sobre su vida.