Siempre es muy grato asomarse a una opera prima. Mónica Manrique de Lara es licenciada en Traducción e Interpretación y ejerce como profesora de secundaria. Junto con otras cinco escritoras publicó El cuerpo de las flores (Ediciones escondidas, 2019), un volumen de poemas y relatos. Lo que tenemos delante es un consistente debut con unos ejes temáticos y un vocabulario definidos. Conviven en este paisaje una serie de elementos, la orilla, las olas, por supuesto, las corrientes, el río, el barro y el lodo por un lado, y el sendero y sus paisajes por otro. Pueblan el litoral pescadores y caminantes, amantes y amados.
El primer bloque, El sendero, abre contundentemente el poemario, “en la orilla que me borra, soy la huella, / pescador, caminante, sirena” (Prólogo). En él se encuentran poemas de emoción contenida, de imágenes en las que el acercamiento, la piel y los sentidos cobran un relieve lírico. Podemos mirar al horizonte sintiendo la brevedad de la vida (“hacia el mar nada muere del todo”, Sol del Alba); podemos meditar asombrados por las imágenes que nos descubren a nosotros mismos, (“Somos un hondo crepúsculo de nieve, / una arritmia prendida de luz, / un desembarco de barro en el cielo”, Vertical de la aurora). Sentimos delirios y mareas, que diría Rosario Troncoso. Asoman homenajes a Cernuda: “allá tan lejos, donde habita tu llanto, / horadarán tus lágrimas la roca / para llevar el corazón a quien te aguarda” (Túmulo abandonado), y un gusto por la manera en la que Pedro Salinas o Pablo Neruda utilizaban los pinceles sencillos de las imágenes para su poesía amorosa: “Como un prisma de mil caras / este cuerpo transparente es mi refugio /…/ a este cuerpo lo traspasa el sonido / y la luz que me atraviesa los costados / como un río sin principio ni destino / que se desborda por las lindes de la noche” (Testimonio); “ahora la herida de mi lengua te proclama, / amor mío, torso desnudo de lluvia y silencio, / gira la luz para mí con tus labios, / en el momento de hacernos invictos” (Limítrofe de aire y camino). Un recuerdo al García Montero de Diario Cómplice: “soy un disparo del Tú sobre el Nosotros, / sin embargo, si existes, yo existo” (Vine a ti).
Soy, eres, sendero son el leit motiv sonoro y conceptual del Deseo: “hay un caudal de sol ensimismado en la materia / cuando la noche encarcela sus formas” (Confesión de los cuerpos); “Mis sombra es una senda revelada / de mi cuerpo por el sol, / mi sombra es el Deseo / porque el Otro también es oscuro / y también es sendero” (Desvelo mi tronco). La orilla, el espacio liminar entre el mar y la arena, el agua y la tierra, un ser y otro ser, las olas como culmen de esa acometida: “ya no hay abrigo sobre esta piel desnuda ante las olas” (Limítrofe de agua y de piedra). No se refiere únicamente a la piel y lo carnal, esa zona de confluencia nos trae nuestro propio relato (“a ratos vienen las gaviotas a contarme / que lo eterno es el globo de un niño”, Solsticio) y nuestros propios anhelos (“no desear siquiera el viento de la espiga / y aferrarse a una tierra de orilla”, Pequeña sonata del sueño”).
Las Manos es el título del segundo bloque donde fija la atención, quizás en mayor medida, en los personajes del paisaje de costa. A partir de este momento confluyen nuevos argumentos, sin apartar la sensibilidad ni la introspección: “La gravedad es un aroma / que la caída se vuelve hacia dentro” (Nacimiento); “voy siendo espejo y, más tarde, espejismo” (Travesía del anhelo). Existe entre los versos de Mónica Manrique de Lara una indagación hacia el deseo, hacia la necesidad, hacia el amor: “Qué batallas perdida esta sed” (Meditación de las olas); “Todo esto era amor en las manos” (Quiromancia para un pescador); “Pero el viento es espejo del mar, / y ese mar es camino del cielo, / ¿ves cómo vuelan esos peces hacia el fondo?” (Retorno del deseo); “¿Qué puedo hacer por llegar hasta ti / siendo yo el cauce desnudo y tú el agua / de nube tersada en el cielo?” (Los abrazos); “¿Por qué dices que el vuelo es anhelo, / si este círculo del aire es alimento / si queda luz sobre la tierra en la semilla / y el agua siempre se despierta a ser rocío?” (Pensamiento en el cielo). Como Benedetti, en el mejor de los sentidos, embadurnado de existencialismo: “soy el temblor embalsamado de la tierra / que aún sostiene una leve existencia, / mucho más y más lejos de aquí, / de esta obediencia de cantares silenciados, / hay racimos de soles y lunas para cada anhelo” (Revelación de soles y lunas para cada anhelo). Y, de nuevo, Neruda en las marinas: “Tu mar y mi naufragio” (Entrega contra la roca).
Mayor introspección, quizás algo más sombrío es la última sección, El fondo del agua. Aparecen las sensaciones de pérdida (“el lodo quiere ser como la lluvia / y acaricia la duna hacia el llanto / y desnuda su lecho”, Ensoñación de las olas); de desengaño (“una mañana nos perdimos en el bosque, / creí que me agarrabas y era el viento”, Mudez de la sirena); de imposibilidad (“Eres un astro en el rescoldo / de lo eterno / y yo no sé cómo ser humo / de tu tallo”, Riachuelo de la lluvia); de ausencia (“tu ausencia es agua turbia, llueven insectos en mi cuerpo y vas cayendo sobre el lago que no está, / cuando regreses seré el firmamento, / largo laúd de presente continuo”, De ausencia);“he de cerrar los ojos, no habrá tiempo, / no habrá verbo, ni duda, ni espacio, / el centinela ha quedado dormido”, Cielo alzado). Un sentido de inevitabilidad (“Mientras la pulcritud de la pared / me llama signo / y yo a ella la llamo destino”, Sistema circulatorio de las olas), de roca contra la ola que diría Bécquer, son los argumentos de una madurez, de recapitulación sentimental: “Como fuego de rocío sobre el hielo / mi cuerpo se hace flor / con el recuerdo” (Punto de rocío); “El viento vino al agua y levantó / su cordillera de desiertos, / ¿era esto mostrarse el amor?” (Nocturno de silencio). Son momentos de aceptación y, hasta cierto punto de nostalgia: “lleva en mí todos los rostros del amor / y moriré pronunciando tu nombre” (Despedida del mar); “quizá la vida sea estar adherida” (Ascender del barro). Una opción personal de odisea, es decir, de tomar el camino, bien sea de alejamiento o de vuelta, alzándose o hundiéndose: “Soy la gaviota que vuelve hacia el fondo” (Círculo de agua); “Las manos en el mar son un camino / con su arboleda tañida de sol / y su sal de naufragio” (Sirena).
“Cuando tú duermes, tras la ventana de sangre y camino,
tiendo mi alimento al azahar de las mareas
porque tus manos son un sueño que no alcanzo,
cuando tú duermes yo abro los ojos,
me traslado por la luz de tu alimento
como un nuevo planeta en el cuerpo más alto del cielo,
para esperar siempre una aurora en nuestros ojos,
cuando despiertas, yo sigo en tu sueño”(El sol y la luna)
Lázaro es un personaje, como el pescador, recurrente en estos poemas. Podría haber sido un fénix, podría recordarse que las olas, a fuerza de venir consecutivas, parecen una misma ola repetida, podría, como hace la voz del poeta, confrontar los elementos, la luz, el agua, el reflejo: “Tú fuiste el río y yo su reflejo” (El pozo). Se cierra este poemario con el recuerdo del júbilo que será también promesa de cómo el recuerdo marca el futuro abierto: “se lubrica con la luz mientras gozamos / nuestro amor como elipse de viento, / desde los pájaros revueltos / al manso arrullo de los sueños desahuciados. / No habrá necesidad de más destino” (Sobre el lecho del fruto).
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