martes, 7 de septiembre de 2021

Reseña de Carlos Roberto Gómez Beras: ‘Un largo suspiro’. Isla Negra ediciones. 2021

Puentes de papel: CARLOS ROBERTO GÓMEZ BERAS. UN LARGO SUSPIRO

Carlos Roberto Gómez Beras nació en República Dominicana y “(re)nació” en Puerto Rico. Es catedrático, editor y poeta. Ha obtenido en cuatro ocasiones el Premio Nacional de Poesía. Primero, el que otorgó el PEN Internacional de PR a Viaje a la noche (1989), Mapa al corazón del hombre (2012) y Árbol (2017); luego, el que recibió Errata de fe (2015) del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Además, ha publicado: La paloma de la plusvalía y otros poemas para empedernidos (1996); Aún (2007, volumen que reúne los cuatro libros escritos entre 1989 y 1992); Utánad (2008, selección en húngaro y español); Sobre la piel del agua (2011, antología personal); Árbol (2017, publicado en serbio y español, en 2018); y Sólo el naufragio (2018). Sus poemas han sido traducidos, además, al francés, inglés, italiano, estonio y alemán.

El título completo es Un largo suspiro y otros epitafios y, efectivamente, se compone de dos partes, la primera inspira una serie de poemas en los que el deseo, el amor es el protagonista, un amor pasional de gran intensidad lírica: “Ven, abre la puerta / abre las piezas / o abre mis venas…”. A ratos desengañado (“Algo saben las putas / que ignoran los conejos / quizás sentir, quizás llorar”), a ratos nostálgico (“¿Dónde se extravió ese amuleto tibio / que algunos llaman deseo: / en qué ático, en cuán esquina rosada?”), pero sobre todo, consciente de que el amor deja su huella no en la memoria de los otros (“Pero nadie preguntará por nosotros / que alguna vez fuimos eternos / como dos ánforas llenas de vino. // Pero nadie nos dedicará una tonada, / un día festivo o una calle / porque solo estaremos vivos”), sino en la de los cuerpos que recuerdan, como una herida es un recuerdo, el gozo y el dolor (“Pero nada nos salvará de la alegría / enferma, carcomida y maloliente / de sabemos libres de todo lo dicho”).

Y otros epitafios, la segunda y más extensa sección, no se refiere literalmente, o al menos, no necesariamente de manera literal, a epitafios sino a las marcas que deja la ausencia: “Esto no es quejido que se pierde en la bruma / sino una mano que recoge unos insomnios / con la luna como testigo de ese milagro” (Casi un epitafio). Continúa el amor pasional, con el gusto tan romántico de hibridar el amor con la muerte: “El amor con sus espesos rituales en un hábito triste” (Seis miniaturas).

El poeta refiere las desventuras de un amor que se resiste a desaparecer: “No invoquemos ya los modos / del decir entre tú y yo / porque nosotros es un velo ceniciento, / que encerrado en el baúl del ático / espero por su aliento y palabra” (Nosotros); “No culpemos por la verdad / de estos espejismos y secuestros / al oráculo, al deseo o al ajenjo más fino. / Sólo es real lo que nuestros cuerpos callan” (Las fiestas). En un tono confesional se interroga: “¿Qué era?, sino mi deseo de ti / hecho rapto, herida y, luego, vacío. / ¿Qué soy?, sino lo recuerdo de los otros que una vez pretendí ser hasta el infinito” (Sonata). Y, con esa misma intimidad, dialoga, interpela: “Caemos en el placer / de creernos dichosos / en exilios, en vacío, / así como una tarde / se separa, sin lamentos, / la barca, el horizonte y la orilla” (Ese otro otoño).

Hay un lamento propio de cualquier epitafio que se estima en un quehacer poético: “Todo lo que levanto con mis manos / lleva su acertijo letal y su fecha. // Vivo herido por una amarga epifanía: / en la cura de lo bello nace del opio del deseo” (Poética). Porque, para Carlos Roberto Gómez, amor y poema son indisolubles, uno provoca, el otro remite al primero: “Entre la bruma de las palabras / evoco tu recuerdo que se ofrece / puñal duro, seco y brillante” (Epitafio); “Decirmos nos empujó al deseo. / Hacernos nos condujo a esta fe enferma” (Credo). Un dolido quejido, casi un grito que penetra en la piel (“Tu mano corta por dentro / sobre la vida y sobre la muerte / como una niña asustada”) y destroza: “Solo queda tu nombre deshecho, / para recordarme que hay ausencias vivos / hechas de algo que ni siquiera es ceniza” (S…), acierta a reconocer el poeta.

Estos epitafios más que la certificación de un amor que ha terminado, ofrecen el paisaje desolado de quien se resiste a dejar el corazón aparte, quien todavía lucha por mantener si no el amor, al menos el recuerdo de la herida: “Te busqué sin encontrarte / porque eras intento, herida y olvido” (Una pequeña herida). Imágenes como la del naufragio o la de la crucifixión, de la muerte, de la huida son las que pueblan este paisaje: “Como quien contempla un naufragio / te veo flotar entre tus sábanas /…/ Por eso te refugias en ese placer / de practicar frente a un espejo roto / esa muerte lenta y sola que no mata” (La amante de Onán).

Estamos crucificados al amor,

escribirían en un cadáver exquisito,

Jesús y Sartre” (Un cadáver)

La lucha interna que se desarrolla entre el pasado y el presente es uno de los símbolos de un amor que no se acierta a representar más que como contradicciones: “He escapado de mi para encontrarte. / He hurgado en ti para encontrarme. /…/ Nadie saldrá ileso de este trámite. / Nadie saldrá ileso de este trámite. / Nadie caminará solo por la playa. / Tú y yo nunca llegaremos a tocarnos” (Un castigo); “Y yo, ingenuo, trato de apagar tu hoguera / con el orín sagrado de un niño muerto” (La hoguera). El amor que se relata apunta a encontrarse en el otro y viceversa, seré tu espejo, decía Lou Reed: “Mi mano que vuelva sobre tu espejo. / Mi ceniza que cruza tu frente. / Mi mirada que nombra tu fuego. / MI gota que sangra tu lienzo. / Mi lengua que descansa en tu perla. // Tu deseo es partida y retorno invisible” (Un retrato).

La sensación de derrota es mucho más intensa por cuanto no sabemos cómo cerrar, cómo terminar, como hacer desaparecer la herida: “El pasado muere en el ayer, / pero, a veces, no sabemos cómo matarlo” (El pasado); “He llegado hasta tu olvido /…/ He llegado hasta tu extravío / para encontrarte en tu ausencia” (Tu olvido). Los afectos pueden ser crueles y mucho más poderosos y sabios que la propia conciencia: “Solo el deseo sabe / dónde el alma termina / y luego comienza, de nuevo” (Epitafio II). Un deseo encarnado, literalmente, hecho carne: “Tu cuerpo es una frontera /…/ Tu cuerpo es el horizonte que se espeja / en el naufragio de los días” (Tu cuerpo, mi horizonte); “Tu cuerpo es un paisaje lavado por las lágrimas” (Tu cuerpo, mi paisaje).

Tras toda la lucha y la derrota, dice el poeta, “Después, el mundo quedará / inerte, opaco, lejano pero latiendo / como quedan las cosas / cuando las hemos extraviado” (Un bodegón). La conclusión de este hermoso relato de la ausencia:

“¿Parias? ¿Suicidas? ¿Ingenuos?

 

Solo me queda esperar como un faro

frente al mar vacío de tu mirada.

 

Esto no es un poema, es un largo suspiro” (El último epitafio)

 

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