De Revolutionibus es el segundo poemario publicado bajo el heterónimo de María Esteban Becedas en BajAmar. El primero fue Las alas de las polillas (2021) siguieron Los restos de la Fiesta (2022) y Dinosaurios de pelo rosa (2023), con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. El título evoca el tratado fundacional de Copérnico y, como señala en el prólogo Miguel Ángel Hoyos, “No os dejéis intimidar por el latinajo, en este libro hay carne. Hay carne en el mejor sentido literario, o sea, hay verdad”. Efectivamente, este libro orbita sobre cuerpos, recuerdos, ciudades y deseos, y sus revoluciones son más íntimas que astronómicas. El yo lírico se presenta expuesto, contradictorio, profundamente humano. De Revolutionibus es símbolo de vulnerabilidad, deseo, y también de lucha: “Cuando vuelvo a ti / y soy diez años más virgen, / y te encuentro enterrando tesoros / casi tan lejanos / en tu provocación pirata” (Cuando vuelvo a ti).
Amanda Sorokin toma el camino de la sciencia nuova para hablar de lo cíclico de la existencia, del eterno retorno de los recuerdos: “Hay mañanas más lúgubres que cualquier noche /…/ Dios es el término creado / para convertir el mundo en algo abarcable” (Las mañanas de reyes). Es una puesta en cuestión del progreso y la ciencia: “Voy a intentar explicarte que la civilización no funciona. / Que algo en nosotros reclama el estado natural / y la ciudad es poco más / que una casa de espejos / en una feria cerrada / al final del verano” (St Nicholas Parla). Como este, no faltan los poemas de corte existencial. Esta crítica sutil, aunque afilada, muestra la capacidad para destilar filosofía en pocas líneas. En La cultura ofusca se vuelve aún más explícita: “Recuerda que la verdad no nace de la literatura, / ni los ladrones dicen «Arriba las manos»”. La poeta desconfía de los relatos prefabricados, ya vengan de la religión, el arte o la cultura popular. Sorokin construye su poética a partir de una fusión de imágenes urbanas, evocaciones personales y referencias culturales. El desencanto con la modernidad se enfoca en la imagen de la feria cerrada, tan evocadora como desoladora, encierra la idea de un progreso ilusorio, una modernidad agotada.
El cuerpo y su devenir están presentes en muchas de las piezas. En No fumes, Irene, el deseo y el desencanto se cruzan: “Me haces pensar, Irene, / en la corrupción de los cuerpos, / el relajo de las costumbres, / los imperios decadentes”. Aquí, el cuerpo no solo es biología, sino también metáfora de una civilización en crisis, de un mundo donde las estructuras simbólicas comienzan a deshacerse.
Gran conocedora del mundo de los cantautores, hay numerosos guiños que también inciden, por su juventud, con un retomar lo que ya no está de moda: “Llevo una rosa en la mano / y el pelo muy corto y la falda muy corta, / y llueve en todos los lugares de paso /…/ Esta rosa es la promesa de una metáfora válida. / La busco –ya siento el agua en los zapatos–. / La busco, y se me ocurre…” (Rosas en el mar, o en la lluvia); “Un posible delfín /…/ Y en la concha de Venus, / una canción protesta, / probablemente arrugada de recuerdos americanos” (Un posible delfín). O la literatura que se acerca a los fantasmas de la modernidad más inquietante: “Desperté / como en las peores fiebres de julio, / creyéndome muerta. / Luego recordé que el muerto eras tú” (Sueño Lovecraftiano). De la misma forma que bordea la más ingenua de las resistencias literarias en El desastrito: “Fuiste mi primera rosa. / Luego intenté domesticarte, / cuando en verdad el zorro era yo /…/ Al final me saliste baobab / Y así, con la bobada, / me has reventado el planeta”. Hay, pues, también espacio para el humor ácido. El poema juega con referencias a Saint-Exupéry para hablar de una relación fallida, y lo hace con una ligereza que no es superficialidad, sino inteligencia emocional.
Otras referencias vienen del cine, concretamente de la Nouvelle vague, cuando Alicia sustituye a Zazie en el Metro de Louis Malle: “Ayer me quedé mirando / tu nuca mientras se aleja el metro. / Pensaba que ahora, probablemente, / eres lo más parecido a la verdad / que pueda encontrarme por la calle” (Alicia en el metro). El encuentro cotidiano se eleva a epifanía, y lo amoroso se redefine como una forma de acceso a lo real. Es una de las imágenes más potentes del libro. El amor —torpe, apasionado, ambiguo— es otro eje de esta constelación.
Son comunes las imágenes de la nostalgia: “Hace sol triste de final de la tarde / y hoy eres menos que el nombre de la rosa” (Mi lista de contactos); “No esperaba verte en una playa. / No era este un escenario para los dos. Y sin embargo, aquí está /…/ Y así, en la roca, te has hecho sirena posmoderna” (Ángeles en la roca). La primera persona es la voz que habla, aunque no necesariamente tenga que basarse en una autobiografía real o fingida: “Era la edad de ya no ser niños / y jugar en secreto, todavía” (Instituto II). El cuestionamiento de la madurez comienza a aparecer en poemas como Maleficio, cargados de ironía: “Que tus ídolos de infancia se vuelvan ridículos a tus ojos /…/ Que las fiestas empiecen sin ti, terminen sin ti / y no tengas el poder de estropearlas”. No es tanto una cuestión personal, es casi un paradigma generacional: “Son jóvenes, dicen, y casi siempre guapos /…/ A ellos no se les ha escapado el segmento vital que a mí me falta” (Fantasmagoría).
Lo autobiográfico no se limita a la nostalgia. La autora sabe mirar hacia atrás sin romantizar el pasado. En Instituto I se lee: “Será que hemos crecido algo, / Por eso sabemos ahora / que ni son frágiles los trajes de papel / ni triste, o tan triste el recuerdo / de unos zapatos feos sobre estos mismos adoquines”. La infancia y la adolescencia son revisadas sin condescendencia, como espacios de aprendizaje abrupto y belleza áspera: “Un día nos miraremos la infancia / y explicaremos por fin / qué hay en nuestros ojos cuando nos miramos /…/ Un día nos miraremos las infancias / y, de golpe lo entenderemos todo. / Entonces lo sabremos con tanta luz / que nadie podrá decir lo contrario: / Solo ese será el momento / de volver a encontrarme” (Un día nos miraremos las infancias).
De Revolutionibus juega con los contrastes, de la ciencia y sus fracasos (“No sé en qué momento te convertiste en una categoría abstracta / sobre la que construir”, Sinécdoque confusiva), de la historia y el presente (“Aunque siempre me gustó vivir al revés /…/ Cuando sea joven, / devoraré cerezas a dos manos”, Anacronismos), de lo personal a lo grupal (“Tú y la masa turística / y mi boca cerrada, / y la Historia del Mundo, que descansa dentro. / Ahí termina nuestro alcance vital. / Más allá, el infinito”), de la seriedad al humor (“Estate quieto, / que al final me has roto la tarde del viernes / y si me descuido, el suelo y los esquemas, / y me dejas sin nada que comer”, Monello). Funciona tanto a nivel conceptual como siendo una herramienta en cada poema: “Dos años sin vosotros, casi, / y a la vez, / dos años de ti que eras malo / y yo así quiero acompañarte. Deja de quererme, niñato” (Otra vez otoño); “Te sigo queriendo a lo bestia, // no pienses que te haya odiado ni siquiera por un rato” (Carmen Consoli). Igual vuelve el gesto hacia la infancia (“Duerme, Pirata, /…/ Lo que pase afuera ya no va contigo /…/ Ahora duerme, Pirata, / Despertarán mañana / y contigo se abrirán las latitudes. / Los soles mediterráneos, / los ilimitados mapas”, Nanas para un marinero insomne); que hacia la obstinada madurez: “Tú y yo compartimos un gesto involuntario / que ilustra nuestra terca sapiosexualidad /…/ En fin, que nos tocamos en público para pensar más rápido” (Sapiosexualidad).
En la última sección del libro, marcada por poemas como Epílogo o íncipit, se abre una puerta hacia la intimidad más descarnada, donde el regreso al hogar se convierte en acto de resistencia silenciosa: “Volver de verdad a la vida de casa, / en lo posible, / soltar la maleta, desmaquillarme, / poner la mesa, besar a mis padres. / Dormir y callar, / dejando una estela de humo”. Aquí la autora no cierra el libro con un punto final, sino con una especie de exhalación, una rendición sin derrota.
De Revolutionibus es una obra de madurez, que sabe moverse entre lo lírico, lo filosófico y lo cotidiano sin perder la voz propia. Amanda Sorokin demuestra que es posible habitar el lenguaje con ironía y con fe, a la vez; que la poesía puede seguir siendo un mapa para los que buscan el camino en medio del ruido. Como reza los versos de Aéropostale: “Somos nube, Aire, Deseo. / Aviadores en Concordia, / en mapas dibujados en nuestra pared. / Lenguaje. Obstinado aprendizaje. // Nos hicimos pilotos porque no sabemos hablar / sin mordernos todas las lenguas”.
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