miércoles, 10 de diciembre de 2025

Reseña de Julia Bellido: ‘Flor de calabaza’. La Garúa Poesía. Haiku, 2025

 Flor de calabaza – La Garúa


Julia Bellido pertenece a esa estirpe mínima y luminosa de obras que no buscan deslumbrar, aunque lo hacen, sino afinar la mirada del lector hasta convertirla en un temblor. Ofrece un canto a lo esencial, a la delicadeza que se esconde en los repliegues de la naturaleza, en lo que parece apenas un gesto, un parpadeo, un destello. Desde el inicio, el libro se abre como una jaula suspendida entre dos mundos: el de lo cotidiano y el de lo prodigioso. Y lo hace con un poema que ya define una poética de la suspensión, de aquello que cae y no cae, que vive en el umbral: “Una jaula de mimbre / amarrada a un cordel. / Cuelga del techo / asomado al abismo / un pajarillo verde”. En estos versos, el milagro es pequeño pero suficiente: un pajarillo verde que no escapa de la jaula porque quizá la verdadera libertad no está en el vuelo, sino en la mirada que lo contempla. Bellido invita a observar el instante con una mezcla de ternura y vértigo, como si el mundo fuese siempre un borde que se asoma al abismo.

La autora continúa su diálogo con la luz, la forma y el desprendimiento en otro de los poemas más emblemáticos del libro, dedicado a la flor que da título a la obra: “Un sol vencido / ardiente y arrugado. / Es su envoltura / una estrella naranja / cerrada en la mañana”. Aquí, la flor se vuelve astro fatigado, un sol minimizado que conserva su dignidad en la intimidad del huerto. La imagen logra una alquimia particular: lo vegetal se eleva, lo celeste se humaniza, y el lector descubre que el mundo —cualquier mundo— cabe en una flor si la mirada es la adecuada. Ese diálogo entre lo que se ve fuera y lo que se siente dentro se hace todavía más explícito en un haiku de una sencillez conmovedora: “En el pinsapo / un petirrojo canta / lo que yo siento”. El canto del petirrojo es el de la poeta, pero también el del lector que reconoce, sin necesidad de explicación, que hay momentos en que un pájaro basta para relevarnos de hablar. Julia Bellido sabe escuchar y, sobre todo, sabe traducir ese silencio que canta.

El libro está recorrido por estaciones, y cada una de ellas despliega su propio lenguaje. La luz se convierte en un animal que merodea, que se deshace o se condensa según el ánimo del paisaje. En uno de los poemas más delicados que recogen la transición entre sombra y claridad, leemos: “Ya está la luz / entre las hojas pardas. / En el estanque / se deshace la sombra / en pequeñas tinieblas”. Aquí la sombra no desaparece, sino que se fragmenta, como si la luz no conquistara del todo su territorio. La poeta observa, no narra: registra un fenómeno mínimo con la precisión de quien sabe que la belleza verdadera vive en esa “pequeña tiniebla” que se resiste a morir.

La primavera llega en un suspiro blanco, perfumado, como quien abre una ventana en medio de un sueño: “Primavera temprana. / Flores de limonero / vieran las calles”. Las calles, humanizadas, son testigos mudos de la estación. Este poema contiene la impresión de una ciudad que despierta suavemente, no con estruendo, sino con el aroma fresco del limonero. En Bellido, la primavera no irrumpe: se deja caer. En contraste, el verano aparece insinuado como un territorio de brillo que no se derrite: “Cordilleras de sal / un relumbre de nieve / que no se funde”. La imagen convierte lo cotidiano —la sal— en paisaje alpino, y al lector le basta un solo verso para sentir en los labios ese tacto mineral, esa blancura calcinada por el sol. Lo que no se funde no es solo la sal: es la memoria del verano, su persistencia. El otoño llega con un ritmo más marcado, una música líquida que la poeta recoge con emoción contenida: “Llegó el otoño: / tamborilea la lluvia. / Caen diamantes / donde fluye el arroyo / y se entristece el chopo”. Aquí, Julia Bellido no teme la imagen intensa: la lluvia no son gotas, sino diamantes; el árbol no es sólo árbol, sino un ser que se entristece. La estación se hace melancolía activa, un rumor que cala pero no hiere. El otoño, para la autora, es una vibración. El campo vuelve a ser escenario emocional en otro haiku de una pureza rotunda: “Es otoño en el campo. / Flor de algodón: / nieve mansa que brota”. La imagen del algodón como nieve que nace invita a repensar la estación, a mirarla no desde la pérdida de hojas sino desde su capacidad de dar vida.

El invierno, por su parte, irrumpe como un golpe seco: “El invierno aparece / golpeando el cristal / como un guijarro”. Pocas imágenes transmiten tan bien la brusquedad fría del invierno. La estación entra sin ceremonias, como quien reclama su sitio golpeando la ventana. Y no tarda en llegar la bruma, esa aliada del silencio: “Densa neblina / en la linde del bosque. / Hierba silvestre. / Las lágrimas del pino / precursoras de lluvia”. La neblina vela el paisaje, pero no lo anula. La poeta revela la ternura del árbol que llora antes de la lluvia; hay en estos versos una suerte de empatía vegetal que convierte el entorno en un ser vivo capaz de anticipar lo que viene.

En otro momento, Bellido dirige la mirada al romero, a su quietud perfumada movida solo por la respiración del aire: “El aire mece / las flores del romero / Junto al olivo / un velo nebuloso / de espejismo y de sombra”. Este poema es casi táctil: el lector puede imaginar la textura del romero, la sombra del olivo, ese velo que no oculta, sino que suaviza. El paisaje andaluz, depurado y exacto, se vuelve escenario íntimo. La relación entre mirada y naturaleza regresa con nuevos matices en poemas como: “Vibran las hojas / de los plateados olmos; / mis ojos tiemblan”. El temblor es compartido; el lector advierte que en Flor de calabaza lo que se mueve fuera inevitablemente mueve algo dentro.

Cuando cae la noche, la poeta abraza el lenguaje más expresivo y simbólico: “La noche cae / como un cuenco volcado de tinta espesa. / La oscuridad me escribe / sin pensar en el alba”. Este poema es uno de los más intensos de la obra. Es la noche la que escribe, no la poeta: la oscuridad se convierte en sujeto creador, en una mano que deja su marca sin esperar la luz. La presencia del otro —ese tú silencioso que acompaña el libro desde la sombra— aparece en un verso mínimo y perfecto: “El sol en la arboleda / y el rumor de tus pasos: / todo sucede”. Ese “todo sucede” podría ser la clave del libro. En tres palabras, la autora sintetiza la filosofía de su escritura: la vida entera cabe en un instante si ese instante está habitado por la presencia amada o por la belleza.

Hay también poemas de introspección directa, de una lucidez que se condensa como la luz misma: “Luz apretada / de la tarde de abril; / me miro adentro. / Más rotunda de golpe / me parece la vida”. Aquí la poeta se vuelve testigo de sí misma. La luz no solo ilumina: revela. Y esa revelación tiene la fuerza de lo repentino. Otro de los momentos más alegres del libro se presenta casi como un guiño al lector: “Requiebra el viento. / Al doblar esta esquina / me espera el sol”. Este poema es una celebración del instante feliz, ese que llega sin avisar, que rompe la sombra con la calidez inesperada del sol en una esquina cualquiera.

Finalmente, el libro cierra —o quizá abre— con la imagen más íntima, la de un postigo que se abre a la noche y al misterio: “Postigo abierto: / un destello amarillo. / En la ventana / brilla el pico del mirlo / a la luz de la luna”. El mirlo, con su pico amarillo, es como un signo mínimo que deslumbra en medio del silencio. La escena tiene algo de epifanía doméstica, de revelación suave, y quizá por eso Bellido decide terminar aquí: en la intuición de que todo lo que buscamos está a veces quieto, posado, iluminado apenas por la luna.

Leer Flor de calabaza es adentrarse en un paisaje que respira a la vez fuera y dentro del lector. Julia Bellido compone sus haikus con una mezcla de exactitud y asombro, con una sensibilidad que no teme la metáfora ni el silencio. Su lenguaje es un susurro que se afila; una caricia que, al mismo tiempo, revela. La naturaleza no es aquí un decorado, sino un interlocutor: cada flor, cada estación, cada sombra tiene una voz que la poeta escucha y traduce con fidelidad emocionada. Este libro recuerda que lo pequeño importa, que basta un olmo tembloroso o el pico de un mirlo para comprender la hondura del mundo. Julia Bellido escribe desde la frontera exacta entre lo visible y lo sentido, y en esa frontera encuentra no solo belleza, sino también verdad. Flor de calabaza es, así, un testimonio de la luz que persiste, de la sombra que se fragmenta, de la música que sobrevive en un petirrojo. Es un libro que no se termina: se queda. Y vuelve. Y cada regreso es una forma distinta de nombrar la vida.

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