domingo, 3 de abril de 2016

Mediando la belleza




Sobre gustos no hay nada escrito, dicen, pero hay pocas frases más falsas que esta. Existe incluso una rama de la filosofía que se ocupa del tema, recibe el pomposo nombre de Estética. La estética no suele ir sola por la vida, suelen aplicarse calificaciones estéticas cuando queremos hacer mención a cualidades de diferente arraigo. Se dice, “eso está precioso”, así, con retintín, cuando queremos censurar algo moralmente reprobable. Y los jóvenes (de)construyen con un “esto está to guapo”, cuando quiere decir que es espectacular y brillante en su ejecución, cuando perfectamente encaja, cuando funciona correctamente. No es nueva esa asociación, en cierto modo, es platonismo: conectar lo bello, lo bueno y lo justo.
Tampoco es ninguna novedad ser conscientes de que lo bello se contagia. Así se construyen los cánones. Si a principios de siglo ciertos artistas eran ignorados mientras que se encumbraba a otros, pueden tornarse los lugares en el parnaso y permanecer en el olvido aquellos cuyas obras completas en papel biblia adornaban los salones y las bibliotecas de aquellos pudientes que las adquirían en cómodos plazos.
Creo que será imposible precisar cuáles son las características de algo que sea universalmente bello. Lo único que podemos compartir es el escalofrío que nos recorre la espalda cuando estamos delante de la Belleza, así, con mayúsculas. No se puede explicar con palabras, la descripción siempre queda corta, por mucho vocabulario que consigas encontrar en ese trance, siempre estará lejos de transmitir la sensación que te atraviesa. Un vaso de agua no moja.
Esta es quizás una de las razones por las que es, a menudo, ingrato explicar obras de arte. ¿Por qué es mágica la Anunciación de Fra Angelico? ¿Qué se esconde tras la escalera de la biblioteca laurenciana de Miguel Ángel? ¿Qué es lo que hace que ‘Song to the siren’ de Tim Buckley te pueda cortar el aliento? ¿Cómo hacer que alguien entienda la ‘Elegía a Ramón Sijé’ si no se le han puesto los vellos de punta? Pretendes, a lo sumo, que la mera visión de tanta belleza pueda servir como un balcón, unas ventanas que se abran para dar a conocer lo que está más allá de sus pequeños mundos, virtuales y reales. Intentas que el aire que respiras en una obra cobije también a otros.
Aunque pueda ser disfrutada en soledad, corremos a contar cuando nos hemos asomado a la belleza. La intentamos grabar en nuestra retina y mantenerla ahí para recordarla y transmitirla a otros. Y si tenemos uno de estos endemoniados dispositivos que almacenan fotografías o vídeos, llegaremos al paroxismo del archivo. Nos dará igual no asomarnos de primera mano, ya la veremos tranquilamente. La tenemos en el móvil, lo guardamos en la cámara, lo disfrutaremos en el ordenador…
Los dispositivos nos están sirviendo para mediar en la experiencia sensible. Miramos a través de ellos, y comprendemos a través de ellos. Los mecanismos de la mente acaban por asemejarse a los simples algoritmos de los artilugios. La poesía, dicen, consiste, en cierta forma, en elegir de la realidad un trocito y recontarlo de manera tal que nos emocione, no sólo el referente real, sino ese envoltorio, dirigido como un misil a nuestra mente y a nuestro corazón. Poner en palabras lo que ni nosotros mismos hemos sido capaces, palabras en las que nos reconocemos como en un espejo que no fuera de cristal sino un lienzo en el que se hubiera pintado con óleo el retrato de otra persona. Nos vemos a nosotros en los labios de otro.
El oficio del poeta educa la mirada, para dirigirla a una tragedia, a la monotonía o a un paisaje. Educa el oficio las manos para seleccionar y ordenar aquello que nos sonará como música. Aprenderá el poeta algunos efectos para seducir, no demasiados, perdería el encantamiento conocer la tramoya. En cambio tenemos en nuestros aparatitos filtros para embellecer, herramientas de manejo intuitivo para transformar una simple fotografía en lo que hemos aprendido a valorar como artístico. No es la mirada, no es la mano que ejecuta, es un programa informático quien nos hechiza. Y así nos hemos acostumbrado a mirar la vida, como si estuviera siempre con filtros y a cámara lenta, como si no hubiera sombras incómodas.
La obsesión, la fiebre del archivo, que diría Derrida, nos contagia con insistencia. Vivimos para hacer de nuestra vida el relato de un viaje que meticulosamente documentamos con tarjetas postales handmade. Más que vivir, archivamos. Más que recordar, confiamos en la tarjeta de memoria.
Y mientras, la realidad cotidiana se ha deslucido, es más ramplona. Hollywood era la tierra de los sueños, y sabíamos que era una tierra mítica. Pero esas fotos de Instagram, ese filtro de Photoshop, esos maquillajes son de tu propia calle, de las nubes que ves a diario, de los rostros con los que te cruzas cada minuto. La belleza se ha estandarizado y se ha recluido en el laboratorio fotográfico de los medios y los retoques.
Las artes pueden seguir el mismo camino. No soy un nostálgico, como Morris o Ruskin, del trabajo artesano. Artesano es también el programador informático que mima y depura cada línea de la computación. El arte puede, tiene que aprender de los avances tecnológicos, las herramientas que facilitan esculpir en mármol o dibujar con precisión los detalles, pero no puede dejarse embelesar por el brillo ramplón de las imágenes para colgarse en los muros de Facebook. Los músicos seguirán dependiendo de su talento por mucho que el auto-tune les facilite las tomas en los estudios.
Aparecerán cánones y bandos, estará la incomprensión y el desconcierto. Habrá quienes se endiosen en tronos y lancen insultos de pescadero. Deberíamos aprender del Traje nuevo del Emperador y desconfiar cuando veamos al rey desnudo (aunque, ¿quién ha dicho que el rey desnudo no pueda ser el más bello traje?)
El peligro está en fabricar en serie, en tomar en serie, que no en serio, la obra de arte. Que la excelencia se mida en un concurso de televisión en el que se premie el más difícil todavía, confundiendo la sensibilidad con la gimnasia. La emoción, entonces, la buscarán en las historias lloronas de sus participantes. La tragedia es que todos los músicos hagan los mismos gorgoritos, que los bailarines se parezcan como clones, que un paisaje de tormenta se convierta en plastificado en lugar del mar de niebla.
Aún siguen, sin embargo, los que crean la belleza, los que consiguen emocionar con un trazo, juntando las palabras, paseando… Queda esperanza en la mirada. La belleza está ahí, en unos ojos, en un hombro dolorido, en un desconchón del muro donde crece el musgo, en un poema en el que no sabemos encontrar ni métrica ni rima pero que transforma el mundo como en un conjuro.

domingo, 27 de marzo de 2016

Europa ha muerto



Proféticos fueron, como en tantas ocasiones, los Ilegales cuando certificaron la defunción de Europa. La pintoresca vieja Europa, como decía aquel libro que muchos teníamos en los estantes y que describía un mundo lleno de historia, de una herencia cultural que merecía la pena conservar. Esa Europa que fascinó a Stefan Zweig ha vuelto a morir tras el nazismo y la reconstrucción. En esta semana dos hechos me han motivado a escribir sobre un tema que, normalmente, no me entusiasma. No soy precisamente lo que se dice un europeísta. Y no por una defensa de la soberanía nacional española, más bien al contrario, porque no me identifico con ninguna bandera.
Los bárbaros atentados en Bruselas desde luego conmocionan a cualquiera. Más aún si tienes recuerdos de aquel aeropuerto, si eres capaz de situarte en el lugar de los hechos. Y parte de eso hay en nuestra insensibilidad hacia los atentados que se perpetran fuera de los límites de nuestro mundo civilizado. ¡Cuántos muertos en Siria, en Pakistán, en Nigeria…! Es ya un tópico reflexionar sobre la discriminación eurocéntrica, racista incluso, de nuestra pena e indignación.
Los gobiernos europeos, juntos y por separado, se han visto desbordados por hechos que no saben cómo afrontar. La ciudadanía, hablando con el corazón en la mano, multiplica los gestos de apoyo y solidaridad. Me dan pena y me indignan todos esos machos-alfa que critican esas manifestaciones riéndose con un halo de superioridad. No, señores machos-alfa, las velas y las flores no van a derrotar militarmente a ningún terrorista, su misión es hacer sentir acompañados a las víctimas. Como las visitas en los entierros no van a conseguir revivir al fallecido, sino consolar a los deudos.
La respuesta de los dirigentes, en especial Hollande, me da miedo, como ya he comentado en alguna ocasión. Está hablando de guerra. No es un fenómeno de terrorismo, sino de un ejército frente a otro. Por eso prefieren la denominación Estado Islámico, ISIS o DAESH, porque los pueden bombardear de igual a igual. De esta forma consiguen que parezca lógico que si un yihadista salta por los aires en el metro de Bruselas se bombardee la población de Siria, como una cadena lógica sin tacha.
Otra de las falacias que se están escuchando demasiado a menudo es que los terroristas odian nuestro estilo de vida, nuestra democracia y nuestra libertad. No es cierto, los terroristas no luchan contra un modo de vida ni contra unos valores, luchan contra un enemigo. Así lo reclaman, atacan a los países que participan en la coalición internacional. La Europa que atacan no les significa democracia, ni secularización, ni el infiel. Es la Europa de los explotadores, de los invasores.
Además, ¡qué pronto se nos olvida que la inmensa mayoría de los atentados se perpetran en países islámicos! ¿Luchan contra la democracia dentro de Pakistán, de Nigeria, de Siria, de Irán, de Sudán?
La compasión y la extensión de derechos tendría que ser, por tanto, la marca de lo que debía significar Europa. Una Europa que apresuradamente identificamos con la Unión Europea, desdeñando lo que Suiza, por ejemplo, ha aportado a la construcción de nuestra herencia cultural, pasando por alto que hubo un tiempo no muy lejano en los que ni España, ni Grecia, cuna del concepto de democracia, estábamos dentro de lo que entonces era el Mercado Común.
El segundo hecho que marca la muerte de Europa es la actitud hacia los refugiados. Tenemos la memoria muy cortita en este ingrato continente. Nos hemos pasado los cinco últimos siglos invadiendo y poblando el resto, expoliando sus riquezas naturales y, cuando nos ha hecho falta, huyendo de las cruentas guerras del siglo XX. A Estados Unidos, a México, a Venezuela, a Argentina emigraron los españoles huyendo de la Guerra Civil. Otro tanto hicieron muchos alemanes, franceses o belgas para escapar de los nazis. ¿Pensaron estos países el perjuicio económico que les iba a pesar? Algunos lo hicieron y cerraron las puertas a los refugiados. Por eso admiramos a los gobiernos que abrieron los brazos y las fronteras. Es miserable plantearse el costo económico cuando estamos hablando de vidas de seres humanos.
Los refugiados están en su inmensa mayoría en los países de su entorno, que, obviamente son musulmanes. Muchos están intentando escapar lo más lejos posible, por eso no se contentan con llegar a Grecia, quieren Alemania o Suecia. Pero no olvidemos que el grueso está en Turquía, Jordania, Líbano… La democracia israelí los ha vetado. La autocracia amiga de Arabia Saudí, también. Intentemos parecernos a ellos.
La Unión Europea ha decidido contener la marea de refugiados echando mano de la valla. La misma que nos indigna cuando la sugiere Donald Trump. Les pagamos a Turquía para que no vengan, en lugar de repartir los refugiados entre los países miembros. Es una total vergüenza. Y se aprovechan los atentados, como hace la catolicísima Polonia, para negar la entrada a los refugiados. Para eso sirve la religión en los estamentos oficiales, para dar la compasión que niegan.
No se trata de defender la Unión Europea pase lo que pase. Quizás tuviera algunos aspectos destacables, pero si la deriva que toma no es la que los ciudadanos queremos, estamos en nuestro derecho, incluso en nuestro deber, de echar en cara a las instituciones su actitud. No vamos a ser hooligans de la UE, como lo somos de muchos equipos de fútbol, partidos o políticos manque pierdan.
Los terroristas no vienen de Siria, son franceses, son belgas, son europeos. ¿No habría que pensar mejor cuáles son las causas de esta radicalización? Ah, no. Eso es buenrollismo. Una de los insultos, junto con progre, que está de moda. El buenrollismo no causa muertos, los que prefieren la utilidad de la violencia, sí. Estos que critican las políticas de entendimiento y de solución pacífica de conflictos y mediación son mucho más listos que los demás. Ellos han entendido la vida y saben a ciencia cierta que no funciona y que eso es lo que provoca los atentados.
Estos clarividentes que nos miran por encima del hombro parten de la asunción de que hay, como dicen los americanos, chicos malos a los que no sirve más que la violencia. Hay chicos malos en las calles, y países, regímenes y religiones malas, intolerantes, violentas, terroristas. Es la lógica de ellos frente a nosotros. Ellos son los que son agresivos como el halcón o el escorpión de la fábula. Es su naturaleza. Nosotros somos los que nos vemos obligados a hacer uso de la violencia. Por eso tenemos que estar agradecidos a estos, de nuevo, machos-alfa, que se sacrifican por nosotros aplicando mano dura.
Por mí, y en mi nombre, que no lo hagan.
No estoy diciendo que no haga falta una policía o incluso un ejército. No es eso, es la estructura mental que lleva a la violencia. Luego nos extrañará el resurgimiento del racismo y la xenofobia, y no comprenderemos que es una espiral de violencia, que si beneficia a alguien, desde luego que no es a nosotros, los ciudadanos de a pie. La violencia engendra violencia y dará la razón a los violentos que sembraron vientos y recogen tempestades. Ya hemos empezado tirando bengalas contra una mezquita y golpeando con un puñetazo en una manifestación de Bruselas.
Si esto es Europa, razón de más para no pertenecer. Si ya prefería que se quitaran todas las banderas, la de la Unión Europea ha ganado, con mucho, el dudoso honor de ofrecer vergüenza.

PS. Vaya también en homenaje a Alejandro Espina, bajista de los Ilegales, fallecido recientemente.

lunes, 21 de marzo de 2016

Legitimidades e ideología



Lo mismo es por la cuaresma, pero últimamente parece que he decidido martirizarme a base de meterme en fregados en las redes sociales. Comento noticias, planteo polémicas, no huyo el debate… Lo mejor para mi estómago. Normalmente encuentro personas muy amables que expresan su opinión de la manera más razonada posible, salvo en alguna cosa. En no pocas ocasiones me indigna la desfachatez con la que se usan argumentos demagógicos y claramente falaces. Me crispa los nervios la falta de equidad en los juicios. Lo que vale para unos no vale para otros. Y así llego a los que directamente son ofensivos a la vista.
Cuando me enfrasqué en la sociología del conocimiento se empezaba con una reflexión sobre la ideología y la utopía (Mannheim, Ricoeur). Lo primerito que se aprende es que la ideología es la de los demás. Uno tiene sentido común, los demás están enturbiados por sus ideologías, a menudo perniciosas, muchas veces interesadas y siempre equivocadas. Lo tomo como algo consustancial a cualquier discusión, lo que me preocupa es la descalificación que acarrea. Es duro asimilar que por tener unas determinadas ideas ya, inmediatamente, tienes que opinar tal cosa sobre otro asunto. Te meten en el mismo saco que los “…”, con las mismas fobias y filias. No se discuten argumentos, sino que se aplican respuestas ya codificadas, aprendidas en los periódicos, en las tertulias, en las redes sociales.
En parte, la digitalización de la información ha influido negativamente en el proceso de deliberación. Podría parecer que una discusión en un foro de internet, o en un muro de Facebook, se hace de manera igualitaria, sin presiones externas, al mismo nivel. Un poco como la utopía comunicativa de Habermas. Pero, en realidad, lo que sucede es que nos afiliamos a una “secta”, seguimos a los mismos opinadores, compartimos los mismos memes que los que opinan como nosotros, ignoramos las páginas que defienden posturas opuestas, de igual forma que sólo vemos unos canales de televisión y nos fiamos de ciertos periódicos. No utilizamos las potencialidades de la red para contrastar, sino que insistimos machaconamente en los errores de los otros, a todas luces irracionales porque nos hemos negado a escuchar/leer sus puntos de vista.
Por supuesto que hay personas más coherentes, más tolerantes, más sabias, más informadas. Son las que animan las conversaciones y te dan puntos de vista interesantes, aunque no coincidan con los tuyos. Al menos te hacen pensar que las posturas de los demás tienen algo de cordura.
En esta semana, además de los tópicos políticos en los que nos comportamos como hooligans de fútbol, han coincidido varios temas polémicos: la celebración de la mujer trabajadora y la cercanía de la Semana Santa. Pronto llegará el aniversario de la proclamación de la II República. Uno de los actos fue un homenaje a las mujeres represaliadas por el franquismo en la localidad, donde, por cierto, no hubo guerra civil y a fecha del 19 de julio de 1936 sólo hubo represión por uno de los lados. Leo en la prensa local que la oposición del PP ha mostrado su desacuerdo con estas actividades. Según dicen en un comunicado, se ha insistido por parte del ayuntamiento, en aspectos que separan, en lugar de buscar la unión. Califican de “sectario” el evento. Imagino que, por el contexto, se refieren a la reivindicación de la Memoria Histórica. Y me pregunto por qué consideran sectario reconocer a unas mujeres que fueron represaliadas por actuaciones completamente dentro de la legalidad, como formar parte de un sindicato, tener determinadas ideas o estar parejas que eran activistas, como se diría ahora. Quiero recordar que en la localidad no hubo “terror rojo” y que los 39 asesinados no tenían crímenes a sus espaldas. No sé qué pueden tener en contra los del PP en homenajear a estas mujeres.
En los comentarios de las noticias aparecen posturas mucho más combativas en contra de la Memoria Histórica. Uno de los más típicos es decir que no hay que remover el pasado, que siempre están con lo de la Guerra Civil, etc., etc. Me gustaría imaginar qué opinarían estos ciudadanos si dentro de unos años se pidiera olvidar los crímenes de ETA porque pertenecen al pasado. Por lo visto las víctimas tienen fecha de caducidad. 
La segunda parte del asunto, y no es la primera vez que me pasa, tiene que ver con mi profesionalidad. Soy profesor de Ciencias Sociales en un instituto de secundaria y soy una persona de izquierdas. Como es lógico, no dejo que mis filias y mis fobias se traduzcan en clase. Y me enorgullezco de tener alumnos que llegaron a pensar que era de derechas, de izquierdas, hasta de CiU. Creo que es importante el rigor histórico, más aún cuando tienes delante seres que se están formando como personas. Defiendo una educación crítica, y por eso intento que los alumnos tengan sus propias ideas, dotándoles de herramientas para analizar lo que dicen unos y otros, y así, maduramente decidan.
Por supuesto que en mi vida fuera de las aulas soy beligerante en muchos asuntos. Estoy en mi derecho, y si me apuran, en mi obligación. Sin embargo, parece que tener unas determinadas ideas, me inhabilita para ser neutral. Se asume como natural que los de izquierdas tratamos arteramente de manipular las mentes de los más pequeños. Somos, genéticamente, incapaces de ver defectos en los nuestros y endiosamos a los que se han declarado de izquierdas. Ya saben qué damos en las clases, cómo explicamos y qué ocultamos. No recuerdo qué cargo del PP sugería eliminar las facultades de Políticas y Sociología porque eran un criadero de marxistas.
Se da la circunstancia de que mis apuntes están colgados con licencia Creative Commons, pero, por supuesto, no voy a someterme al escrutinio de nadie. Soy un profesional honesto, no necesito demostrarlo. En cambio, hay quienes proponen en colegios públicos celebrar procesiones infantiles, ¿no es eso manipular a los más pequeños? Ellos no lo creen así, creen que lo hacen por tradición, como poner un belén en los centros públicos. No comprenden que ateos y creyentes en otras religiones nos podamos sentir no identificados. Los espacios públicos son de todos, no pueden asociarse a ninguna fe ni ideología.  Pero ideología es ser de IU o de Podemos, aunque no se hable de ello en clase. No es ideología ser conservador, partidario de las procesiones o contrario al matrimonio homosexual.
La ideología sólo tenemos los de izquierdas, y tratamos, por todos los medios de convencer a los demás, siempre con métodos maquiavélicos, como sólo los de izquierda podemos hacer. Porque el sentido común está con Rajoy, con lo que siempre ha sido así. Una actividad crítica siempre es sospechosa de ideológica, mientras que en lo que continúa el estado de las cosas no se aprecia ideología ninguna. Lo dicho, ideología es la de los demás. Y yo soy muy demás.