domingo, 10 de septiembre de 2017

Equilibristas



Clamaba hace años Franco Battiato por tener un centro de gravedad permanente, que le permitiera no cambiar lo que entonces pensaba sobre las cosas. Ignoro si habrá conseguido encontrarlo y mantenerlo todo este tiempo. De todas formas, creo que tenía una gran ironía, sobre todo, al incluir esos coros en inglés, tan doo woop. Por mi parte, no tengo excesivo problema en ir evolucionando de pensamiento y arrepentirme de no disfrutar con ciertas canciones o terminar aborreciendo algunas políticas. Quizás sea más conveniente poseer unos principios, al menos, unos esquemas que sirvan de orientación. Por ejemplo, el nunca considerar a los seres humanos como medios, sino como fines en sí mismos. Entramos, pues, en el terreno de la ética.
                En estos tiempos inciertos incluso cuesta trabajo discernir unos principios de los que no tengas que adjurar. Las situaciones confusas, las consecuencias inesperadas, los daños colaterales se escapan al cálculo y terminan por quitarte la razón y causando, en el peor de los casos, daño a los que más quieres o a uno mismo. No ayuda de ninguna forma enunciarlos con la contundencia de un eslogan. Frases muletilla para zanjar cualquier discusión con cualquier adversario, incluso contra uno mismo. Esta es la roca sobre la que edificaré mi idea. Pero, ¡cuántas veces chocamos con la misma roca, cuántas veces nos golpea desde el cielo el guijarro que lanzamos!
                Tampoco conviene ir mudando de piel, de chaqueta, de principios. Las decisiones que atañen a las posturas no pueden tomarse corriendo en zapatillas, hay que madurarlas serenamente si no queremos correr el riesgo de ser zarandeados por quienes nos lanzan argumentarios a prueba de fisuras. No sentarnos tranquilamente en el peligro de suponernos pensadores individuales cuando repetimos como papagayos lo que otros piensan desde sus despachos.
                Por eso me pongo en guardia cuando escucho esas proclamas rotundas, ya sean de un lado o de otro. Cuanto más inquebrantable parezcan, más sospechosas las considero. Y termina uno por vivir en un juego de matrioskas, en un fractal de mentiras y medias verdades que confunden y aclaran para volver a confundir. Me aterroriza lo que puede llegar a movilizar una colectividad. El trabajo en grupo, que tanto predicamento está logrando, puede ser la máscara para que entremos en la corriente del convencionalismo y abandonemos cualquier vestigio de racionalidad personal, que sucumbamos a los deseos de otros antes que defender nuestros gustos; que nos obliguemos nosotros mismos a realizar proyectos que no queremos y que nos perjudican, que nos pueden incluso arruinar; que seamos suicidas con una bandera.
                Dicen que el hombre es un animal gregario, que necesita vivir en comunidad, y que debemos ayudarnos unos a otros. Y ese noble fin, con esos principios tan naturales y biológicos, nos conduce al desastre, al precipicio de la normalidad en el peor sentido de la palabra, a perder nuestra identidad desdibujada en la del grupo al que perteneces. Un grupo que te exige sacrificios por el bien de todos. ¿Cómo negarse? Y cuando no son sacrificios tan grandes, ¿qué más te da aceptar lo que dice la mayoría? Entonces veo las masas enfervorecidas por el fútbol y recapacito. Miro las proclamas de las manifestaciones y comprendo que uno tiene que fijar las fronteras de su conciencia y de su compromiso.
Y también me pongo en guardia cuando escucho hablar del individuo, de su responsabilidad y de su mágica capacidad para lograr lo que se proponga. Pienso entonces la excusa tan apropiada para justificar lo que no te dio el talento sino los contactos, sospecho entonces la culpabilidad de quien nunca pudo saborear las oportunidades por carecer de capital. Miro por la ventana y veo carreteras que llevan a hospitales, pienso en el tendero y en quien hace el pan. No podemos vivir solos. Ni siquiera la utopía autosuficiente de Thoreau pudo construirse sin que un amigo le cediera el terreno en Walden.
                Necesitamos a los demás para ser nosotros mismos, comunicarnos, vernos en el espejo de otros, ayudarnos, tener proyectos comunes a largo plazo… Me asusto del riesgo de caer en la atomización de la sociedad, de cómo romper el tejido social lleva al aislamiento, la depresión, la radicalización… Recelo de todos esos autores que detestan las colectividades, que minimizan el peso de las clases sociales o los grupos familiares. Llegan a ser muy sofisticados, como aquellos que hablaban de multitudes inteligentes (smart mobs) para describir la colaboración de desarrolladores de software o en la resolución de problemas a través de la web… Sin embargo, no ven los grupos, ven átomos, personas solitarias que, desde sus cubículos, colaboran entre sí sin mantener contacto unas con otras.
                La consecuencia de toda esta revolución del individuo es el precipicio, dejarnos a merced de quienes pueden controlar las empresas, los gobiernos, la venta de productos o el medio ambiente. En sus diatribas entran los obsoletos sindicatos, las anquilosadas administraciones, las tradiciones que daban seguridad a las personas.
                Lo terrible de este laberinto es que ninguno de los dos extremos te salva del precipicio. Ni siquiera optar por un camino intermedio es la solución para todo. ¿Cómo distinguir cuando tenemos que ser solidarios de las ocasiones en las que servimos para destruir la sociedad? Si trabajo de voluntario, ¿no estaré contribuyendo a destruir empleo en el sector de la dependencia? Y si me muestro como un señor feudal en mi castillo, ¿no estaré siendo impasible ante el sufrimiento ajeno? Si me dejo convencer por la mayoría puedo contribuir a la catástrofe, y si pienso por mí mismo, ¿quién me asegura que no estoy actuando por comodidad o para defender mis propios intereses?
                Pensar cada decisión, decidir con la mayor responsabilidad, dejarse guiar por el instinto y luego ponerlo a prueba. Todas soluciones incompletas, peligrosas. Únicamente nos queda desearnos suerte para cruzar el precipicio como un equilibrista que no solo se pone en peligro a sí mismo, sino a todos los demás habitantes del planeta.

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