martes, 26 de septiembre de 2017

Mejor callar (y II)


Sólo se promete un cielo, ser uno mismo. Como diría Nietzsche, más allá del bien y del mal, jueces supremos de nuestras conductas, de nuestros gustos, de nuestra moralidad, siempre en construcción. Ni siquiera aspiramos a que nuestra conducta pueda ser ley universal, antes al contrario, nos enorgullecemos de que nuestra ley sólo pueda y deba ser aplicada a la república independiente de nuestra casa.
Sin embargo, en la teología del uno mismo no tiene por qué circunscribirse al egoísmo, puede uno entregarse a los demás siempre que no caiga en la compasión, esa que acaba en el resentimiento. El verdadero superhombre, ese líder de uno mismo no tiene en cuenta las opiniones, las recomendaciones ni las envidias de los demás, esa masa ignorante y temerosa.
Los sacerdotes se denominan terapeutas o coaches. Existen salmos y rezos, las santas escrituras en libros de autoayuda y capiteles románicos que se transmiten por las redes sociales con la forma de power point que te hacen pensar. La confianza en uno mismo consiste, dicen, en no depender de los demás, como si pudiéramos fabricarnos del pan a los zapatos y montar nuestro propio coche. La confianza sobrepasa los límites sensatos de la prudencia y nos empuja a no atender a los demás, como si fuésemos los más sabios y nadie pudiera sacarnos de un error, colaborar con nosotros en perfeccionar una tarea o aportar una sana alternativa que nos saque del solipsismo.
Te dicen: un hombre seguro de sí mismo si llega a una reunión vestido informalmente y los demás están trajeados, no es que ignore las indirectas o las miradas reprobatorias, ¡es que ni siquiera se da cuenta! Tal es el grado de concentración en la misión. O tal es el grado de síndrome de Asperger que padecen.
Suelen tender estos superhombres que creen en sí mismos que los demás los desprecian. Lo explicó Nietzsche en la moral de los esclavos, esos que critican a los amos, pero que, en el fondo, los envidian y no tienen el coraje de vivir lo que dicen despreciar. El manantial (The fountainhead), de Ayn Rand mostraba muy a las claras esa tiranía de los mediocres que cercena la creatividad de los superiores.
Sin embargo, como aprendimos de la dialéctica entre el amo y el esclavo, el amo necesita tanto el reconocimiento como lo necesita el esclavo. En el fondo, los que se creen como el arquitecto protagonista de El manantial, son dependientes socialmente de aquellos a los que desprecia como pusilánimes. Esos superhombres necesitan compararse y sentir la mirada del otro, aunque para mirarlos desde el altar del desprecio.
Y los que no la necesitan, aquellos que ignoran a los demás, tan preocupados en sí mismos y sus necesidades, o son unos ególatras patológicos, o padecen los síntomas del Asperger, incapaces de reconocerse en los demás. Las dos opciones, la glorificación de una clase superior o la dirección por parte de psicópatas o individuos con déficit en los comportamientos sociales llevan a una vida menos humana, el peligro de un abismo donde se ha perdido la sensación de convivencia entre iguales, de colaboración y complementariedad que evolutivamente nos ha beneficiado.
La añorada autonomía a la que aspiraban los ilustrados ha devenido atomización, a nivel epistemológico y vital. Dinamitamos todo vínculo, y a esto contribuyen desde los aparatejos electrónicos (los auriculares, las pantallas gigantes de los televisores, y, paradójicamente, la irrupción de las redes sociales) hasta la segmentación del mercado laboral y la subcontratación de la subcontratación de falsos autónomos. Hasta el disfrute sufre las grietas de la individualización.
Este peligro lo sentimos en la propia piel. Las celebraciones comunitarias, los festejos, los festivales de música, las hinchadas  deportivas no son sino muestras de ese añorado vibrar en comunión, en el sentido más corporal del término.
¿Dónde dejamos lo comunitario? ¿Nos quedaremos solos en la bolera? No es de extrañar que cuando pasamos al siguiente nivel, el de los supraindividual, la manera que tenemos de concebirlo es personalizando, individualizando. Las naciones, siguiendo la metáfora organicista son entes vivos, eternos en la medida que sus células, las personas, se van regenerando, mientras se mantiene su esencia. El nosotros como un individuo, la metáfora del leviatán parece más adecuada que nunca, que se alza para llegar a su destino por encima del bien y del mal, por encima de los mediocres que la envidian y que viven a su costa. Maneras de vivir lo comunitario de manera individual.
Para al final volver al principio.

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