lunes, 25 de septiembre de 2017

Mejor callar I


Así terminaba el adagio más conocido de Wittgenstein, de lo que no se puede hablar, mejor es callar. Y del problema en Cataluña creo que se puede decir poco que no se haya dicho, de una forma más o menos grosera o atinada. Cierto es que, ante los desmanes de cada bando, se hacen notar más las voces en contra. Nos irrita más la intransigencia de los enemigos que las barbaridades de los tuyos. Se nos nubla el entendimiento y saltamos a defender nuestros principios sin importarnos valorar el alcance de las burradas o quién o en qué momento se dicen. Hay muchos analistas que se han mostrado lúcidos casi en la misma proporción de los que han acometido tropelías en sus argumentaciones. Eso sí, me irrita sobremanera hacer depender del otro las causas de la deriva. Y detesto el insulto comodín de facha para el que defiende el referéndum, para el que apoya la integridad territorial y para el que ve acciones cuestionables en uno o en otro bando.
¿Qué solución nos queda? Sinceramente, no lo sé. Me hastía analizar los discursos, necesito desconectar de este guirigay tan absurdo, volver de alguna manera a mis ocupaciones y a mis neuras de siempre. En estos tiempos de niebla parece que añoramos los apoyos firmes en las convicciones y abrazamos la que sea con la fe del converso, más preocupada de mostrar la fidelidad que de aplicar sus principios.
Si antes podíamos recurrir al divino para que apoyara con su santa sabiduría lo que nosotros ya sabíamos que era lo correcto, ahora tenemos que enarbolar la bandera del diálogo y el convencimiento. Si no estamos convencidos, poco podemos hacer para que el otro, los otros, se entusiasmen, o al menos, se comprometan con nuestras ideas. La larga lucha por la libertad del individuo frente a la tiranía del absolutismo, de la tradición, de la tiranía de la mayoría, aunque fuera cierta, nos ha dejado un poco huérfanos de certezas. Tan huérfanos que llamamos verdad a cada intuición personal que tengamos, aunque sea ante una caña y unas aceitunas.
Decía Juan de Mairena a sus alumnos que los griegos cambiaron la fe en los dioses por la fe en la razón, convirtiendo la segunda en un dios, adorándolo y, como venían a decir, Adorno y Horkheimer, un dios tiránico y absolutista. Uno de los grandes errores del pensamiento posmoderno fue no ser deicidas y derribar el concepto de Verdad con mayúsculas. El gran error fue convertir a cada una de esas verdades particulares, egocéntricas y parciales, en una divinidad celosa, belicosa y vengativa. Una deidad que se reproduce por partenogénesis fractal. Cada pequeña diferencia da lugar a una nueva diosa y, así, hasta el infinito.
Tal panteón es inabarcable e imposible, impiden los cultos colectivos. Quizás por eso florecen los sucedáneos, aquellos que no colman, como lo hace una religión, todos los aspectos del individuo. Si el fútbol puede tener creyentes, nada dice la FIFA sobre moralidad o sacrificios más allá de su estricto ámbito. Quizás por eso debamos creer en nosotros mismos, como sermonea el credo liberal. Pensar que nuestro cuerpo es nuestro santuario y que el alma es la cárcel del cuerpo. Un cuerpo doblegado en sesiones imposibles de fitness y tiránicamente ayunando en una cuaresma perpetua.
El panorama no deja de aparecer como desolador. La prometida liberación del hombre de su culpable incapacidad, ese estado perpetuamente consentido de infancia no ha desaparecido. El Sapere Aude kantiano no ha incitado al conocimiento, sino a una autosuficiencia pagada de sí misma ante cualquier idea que creamos propia. Más atrevimiento en mostrar nuestras ocurrencias que en conocer otras realidades. Atrévete a mostrarte, he ahí el lema de nuestra Ilustración.
Sin marcos comunes de referencia, la experiencia se hace egoísta y sólo cabe encontrar ficciones en las que otros sean como nosotros, vistan igual, disfruten con las mismas experiencias, bailen al unísono. Espumas llenas de burbujas que se mueven al unísono llevadas y traídas por las olas.
En lugar de hacernos adultos, hemos preferido continuar en una adolescencia perpetua de niños consentidos. No cambiamos de ideas porque son las nuestras, queremos que se cumplan nuestros deseos por el sólo hecho de enunciarlos, esperando un hada mágica que nos los conceda. Un hada que puede ser una mano invisible, el talento que demostraremos en un show televisivo o las esperanzas que ponemos en un líder que se ocupe de nosotros como una buena madre abnegada.
El desconcierto es la única experiencia universal. La realidad no se pliega a nuestros deseos y no se ajusta a nuestras ideas, a nuestras pequeñas verdades. No queda otra que ignorarla y seguir encerrados con un solo juguete.

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