lunes, 15 de enero de 2018

El viaje y las alforjas



Que la izquierda anda un poco perdida es algo que no se le escapa a casi nadie. No puede haber un discurso triunfalista cuando los resultados electorales no se corresponden o, cuando alcanza el poder, las políticas no hacen gala de una perspectiva sensiblemente distinta de gobiernos anteriores. Ahora mismo, y no sólo en España, lo máximo que se puede prometer es una tímida declaración de intenciones y una descalificación del contrario basándose en los casos de corrupción. Ahora bien, enumerar la desfachatez del adversario no es suficiente para movilizar un electorado. Tras un bufido, todos son iguales… se produce más un desencanto que un vuelco electoral. Da la impresión de que lo único que puede ilusionar es la apelación a un marco de identidad.

            Eso sí que parece tener efectos sobre el electorado y la opinión pública. Este anzuelo ya lo venía predicando Manuel Castells hace dos décadas, aunque es innegable que se haya transformado el panorama mundial al respecto. Lo más básico, quizás, es señalar el nacionalismo y acusarlo de disgregar las sociedades, ignorando, desde fuera, el inmenso poder de atracción que posee. En el caso de Cataluña sorprende la ceguera de los indepes al negar que la mayoría de los catalanes no apoya su proyecto de Estado. Y sorprende también la ceguera del gobierno para ignorar que casi la mitad de los catalanes optan por partidos que apoyan la independencia. Ninguno de los dos es capaz de asumir la ingente cantidad de aspiraciones insatisfechas que provoca una política y la opuesta. Que se ganen unas elecciones no elimina el enorme número de votantes de la otra opción.

            La defensa de las minorías puede provocar, por su parte, efectos perversos. Por ejemplo, la creación de barrios gay-friendly puede terminar por asemejarse a guetos. Sin embargo, desde mi punto de vista, es un riesgo menor ante la avalancha de homofobia que campa por las redes sociales y por la sociedad en general. Es más urgente normalizar las conductas que advertir de los peligros que la supuesta ideología de género puede acarrear más allá de las mentes estrechas de quienes se alarman por ella.

            Muchos analistas están poniendo el dedo en la llaga a este respecto, señalando los defectos de una izquierda de salón, un progresismo cool, que aboga por la defensa de los marginados bajo la bandera del respeto a la identidad del diferente. Me divierten mucho, por otra parte, las quejas de los varones blancos heterosexuales “amenazados” por estas banderas, que dicen sufrir marginación frente a las minorías del lobby rosa, o de las feministas (a las que denominan “radicales). Si son tan sensibles a cierta censura en el decir, no quiero ni pensar cómo estarían si durante décadas hubieran estado privados del derecho al voto, que hubieran necesitado permiso de su esposa para viajar al extranjero, tener una cuenta corriente a su nombre, o en la actualidad, que adjudicaran a sus buenos haceres en la cama los ascensos que se han merecido por su trabajo, por decir simplemente un apunte.

            El problema de la defensa de estos colectivos es, por un lado, que se deja de lado la visión global de la cuestión. Al hacerse adalides de una parte de la sociedad, o mejor, de la sociedad por partes se hacen muy patentes los enfrentamientos y las divisiones internas por la prioridad en las demandas y el reparto de atención y medidas. Y, para colmo, salen a la superficie los prejuicios de clase. Si echamos la mirada atrás, como hace Owen Jones en Chavs, comprobaremos cómo han cambiado los perfiles de los activistas de izquierda. En los inicios del movimiento obrero hasta más de la mitad del siglo XX, los líderes provenían de las fábricas, del tejido productivo, ahora, sin embargo, el arquetipo de persona progresista tiene estudios universitarios y un trabajo alejado del ideal de proletario. Que la clase media tenga conciencia social no es malo, pero sí que termina por romper el símbolo de identificación con la working class. En Chavs, también aparece claramente la estrategia de la derecha para demonizar a la clase trabajadora. Lo triste es que a una parte de estos activistas universitarios les asoma por las grietas un desprecio, a veces mal disimulado, por ciertos aspectos del habitus, de la cultura o de los gustos musicales de la clase baja. Víctor Lenore ha insistido últimamente a propósito del reguetón.

            Ahí dicen que radica el éxito de personajes como Donald Trump. Un multimillonario que consigue la identificación de la clase más empobrecida de los Estados Unidos a través de los prejuicios racistas, machistas, homófobos, xenófobos, siendo tan grosero como ellos, la white trash, los rednecks, Le Penn y la ultraderecha alemana, austriaca y holandesa, el UKIP hasta Amanecer Dorado siguen un paradigma muy similar. Han conseguido el voto de los trabajadores que se sienten abandonado por las políticas de la derecha liberal y también por la izquierda que vende una solidaridad con los que ellos consideran su enemigo natural, los emigrantes que compiten por sus puestos de trabajo, las feministas y homosexuales que socavan la estructura mental tradicional de roles de género… Denuncian que, de alguna manera, hay colectivos privilegiados dentro de la discriminación. Por eso pueblan la red los relatos de magrebíes que abusan de los servicios sociales con desfachatez, de gitanos que se aprovechan de las ventajas para no dar un palo al agua, de refugiados que son, en realidad, yihadistas mal disfrazados. La derecha más populista no tiene ningún reparo en sentirse identificada con estos prejuicios, y los alimenta, echando más leña al fuego, como García Albiol contra los emigrantes, o dirigiendo interesadamente las críticas hacia los servicios sociales y el funcionariado. Los fallos del sistema que indignan a las clases más bajas son azuzados como ariete para desmontar el Estado del Bienestar.

            En cierta forma, el éxito de Inés Arrimadas y Ciudadanos en las últimas elecciones catalanas muestra también a las claras cómo ha sabido recuperar el “nosotros” del pueblo, que en el cinturón rojo de Barcelona ha pasado a ser el cinturón naranja. Ha conseguido la identificación de esa mayoría del pueblo que no se siente independentista y se ha visto abandonada por los devaneos del PSOE y Podemos con el federalismo. El fracaso de Podemos ha sido no conseguir rentabilizar la identificación indignada que unió a los millones de votantes de su principio. No es sólo, como plantea la dirección, un problema de comunicación, también es de estrategia y de dirección política.

            La cuestión es que la identidad es polimorfa. Ser mujer y feminista admite muchos matices, incluso contradictorios, como se está demostrando en las campañas y contracampañas #Metoo. Basarse en la creación de identidades es una solución siempre que sea para sumar, no para enfrentarse, porque segmentando al electorado lo único que se consigue es dejar el camino libre para que la derecha siga ganando las elecciones con un tercio de apoyo del electorado. Sin embargo, resulta complicado esta reformulación ilusionante de la identidad.

            Es necesario, desde luego, evitar el menosprecio que cierto sector progresista hace de la gente “normal”, como la famosa portada de El jueves insultando a los millones de votantes del Partido Popular. No se puede despreciar las bases de la cultura popular, porque la identidad no sólo se forma a través del razonamiento intelectual, ni siquiera tener una posición económica te hace automáticamente tener unas ideas políticas, uno se impregna a través de las prácticas comunes, se contagia de los gustos, opiniones y razonamientos de los que tiene al lado.

            No propongo asumir la estrategia de la derecha demagoga, ni renunciar a los principios básicos del progresismo y la izquierda (como sucedió con Tony Blair y toda la izquierda que se sumó a la visión economista neoclásica), Pero, quizás, para conseguir la identificación de una mayoría del electorado igual hay que hablar el idioma del flamenquito. Sin embargo, ganarse la simpatía de la gente “común” a través de los prejuicios, de la xenofobia, de perpetuar los estereotipos machistas por usar un lenguaje políticamente incorrecto o directamente sexista… para ese viaje no necesitamos alforjas.

2 comentarios:

  1. Análisis muy certero de como nos sentimos la mayoría. Estamos en un momento muy difícil. Bajo mi punto de vista, la izquierda nos ha dejado desamparados, no saben, no tiene mucho que ofrecer y son soberbios. Cada lado político debería hacer una introspección, analizarse y salir nuevamente con los ideales claros. Necesitamos gente que quiera gobernar de verdad y sacarnos de esta barbaridad política. Y no que solo quieran salir en la foto.
    No diré nada del racismo, xenofobia , del machismo etc...ya que no acabaría.
    Gracias por este texto. Genial como siempre

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  2. Gracias por tus apreciaciones. No creo que la derecha sea menos soberbia, pero se le perdona. hay que seguir conla crítica y trabajando. No queda otra

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