domingo, 4 de febrero de 2018

El poder mágico de las palabras



Los viejos magos, los de toda la vida, los de antes de la megalomanía televisiva, concretaban sus actuaciones con unos pases mágicos y con unas palabras mágicas, el abracadabra que concedía los deseos del conjuro. Esas y sólo esas, pronunciadas con la seguridad, el tono y la dicción exactas. En cualquier otro caso, las palabras eran sólo eso, palabras, de las que se lleva el viento y no son capaces de construir nada, ni hacer desaparecer nada, ni cambiar el color de una carta. No podían conseguir que un alguien se enamorara de otro alguien.
Sin embargo, a poco que nos paremos, comprobaremos que las palabras, todas las palabras, tienen un poder mágico. En la hechicería, el conjuro es el acto por el que se sanciona y se inicia la magia. Es la firma que da validez, que enciende y permite. Las palabras mágicas son rituales, símbolo del mago. John Austin supo escuchar otros conjuros, no realizados por hechiceros, sino por jueces, sacerdotes, pendencieros, amantes… que condenaban a prisión, celebraban un matrimonio, amenazaban de muerte. Los amantes no lo son hasta que se han declarado. Austin sabía cómo hacer cosas con palabras. Sólo con pronunciar unos fonemas prometemos, nos disculpamos, perdonamos. Quizás sea cierto que, en ocasiones, no sólo son las palabras por sí mismas, sino que tienen que ser verdaderos brujos, notarios, alcaldes o reyes y tienen que apoyarse en documentos oficiales con papel de pago al Estado.
                Las palabras, de todas formas, y esto lo saben los poetas, son instrumentos que conmueven al corazón. Y no vale con decir casi lo mismo, y esto lo saben los traductores. Las palabras deben ser las adecuadas para que sean efectivas. También lo saben los humoristas. La misma idea necesita de los términos milimétricamente pesados para que surtan efecto y aparezca esa maravilla de la naturaleza que es la risa.
                Las palabras consuelan, dan calor. Como un abrazo, como un gesto, como un guiño. Las palabras a distancia, dibujadas en un papel, surten el mismo encantamiento. Ni siquiera necesitamos imaginar el rostro amado para escuchar su voz al oído. Claro que el tono de voz que las pronuncia acaricia mejor y da más calor, pero la imaginación resuena, invoca como esas brumas que se acumulan encima de los calderos mágicos.
                Las palabras nos permiten comunicarnos con los muertos, con los seres lejanos, acercarnos al corazón de las personas, y deslumbrarnos con la sabiduría de otras. Nos asomamos al abismo oscuro de muchas almas y gozamos ebrios de felicidad con las ocurrencias de quienes llevan viviendo entre las sombras varios siglos y a varios miles de kilómetros de distancia.
Las palabras hieren y son capaces de taladrar cualquier escudo, cualquier armadura que podamos tener preparadas. Y se quedan, envenenadas, en el interior, bajo la piel, esperando supurar y que no se desperdicie ni una sola gota de mortal líquido. Palabras que, dichas a un amigo, son muestra de cariño y confianza, se transfiguran en sombras de orcos al acecho de los puentes. Un matiz, apenas perceptible, desencadena la gran batalla final. Ojalá las discusiones fueran como la danza, una sucesión de movimientos sonoros que se encadenan y surcan los aires con el tempo y la belleza.
Nos defendemos de las palabras con otras palabras. Entonces no suena música, ni siquiera marchas militares, sino una algarabía de ruido y bilis que ensordece la mente y las conciencias. Hay palabras como piedras, que se lanzan certeramente para hacer daño. Eso son palabras mayores, que reclaman la autoridad absoluta. Los proyectiles vienen envueltos en atributos sexuales y en recuerdos a los antepasados, y duelen, enervan y disparan la ira de quienes las escuchan. El supremo poder de la palabra.
Y nada más efectivo que la rima. El soniquete de las palabras otorga sabiduría y efectividad a un conjuro y a un contraconjuro. No se puede hacer magia si no hay rima. Es la cualidad de las palabras por ser palabras, por ser sonido, no sólo concepto.
Decía José Luis Pardo que la intimidad era lo que las palabras llevan de contrabando, todo el universo que se oculta sibilinamente en la mente del que habla y en la conciencia del que escucha más que los propios sonidos. Sabe que las palabras, como las cosas, no son siempre lo que parecen. Y como los arcones y las chisteras de los magos, siempre tienen compartimientos ocultos. Sólo los amantes y los amigos tienen la llave secreta.
               

1 comentario:

  1. Bonito titulo . Tú sí que eres un mago de las palabras.
    Gracias por brindarnos la maravillosa oportunidad de leerte.

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