domingo, 25 de marzo de 2018

Sentirse identificado



El ayuntamiento de Barcelona ha decidido retirar la estatua del marqués de Comillas por considerar indigno de una ciudad tener un homenaje a un traficante de esclavos. Por supuesto, han saltado quienes quieren atacar a Colau aprovechando cualquier pretexto y, por supuesto también, los cántabros quienes reivindican la figura de su paisano. Realmente hay pocas cosas tan mudables como el pasado.
                Dejando momentáneamente de lado la cuestión de si es importante o no retirar la estatua, hay un asunto que subyace, el sentimiento de identificación. Se da por sentado que, siendo cántabro el marqués, los cántabros deban defender su estatua y su memoria. De igual forma, debe ser sensato admirar a Francisco Pizarro o a Hernán Cortés por ser de origen español. No sé si deberíamos tener la misma proximidad con un asesino múltiple que fuera de nuestro pueblo. Habría que clarificar cuál es el límite para reivindicar una figura como propia. Me gustaría suponer que ningún alemán defiende a Hitler por ser alemán, ningún ruso admira a Stalin por haber pertenecido a la Unión Soviética. Quizás haya quienes los defiendan porque “hicieron también cosas buenas”, que es la excusa preferida de los franquistas de tapadillo.
                ¿Qué nos hace identificarnos con alguien? ¿Qué nos hace sentirnos igual que otro alguien? Para los que profesan una fe se les requiere elegir entre modelos. No es lo mismo, supongo, para un católico las declaraciones del arzobispo de San Sebastián referidas al feminismo, que las declaraciones del cardenal arzobispo de Madrid quien supone que la Virgen habría secundado la huelga del 8M. Los comunistas deben elegir si su ideología es la de Stalin que mandó al Gulag a millones de compatriotas, los liberales si apoyan, como Thatcher, a Pinochet. Teniendo en cuenta que las ideas no son de nadie, que no se puede poner restricciones a cualquier hijo de vecino que adopte su fe en cualquier lado, aunque sea contradictorio, no podemos hacer responsables a todos los adeptos de las barbaridades de alguno.
                Sin embargo, para los que están dentro o intraños, insiders en inglés, resulta indigesto comulgar con piedras de molino, pero posible. Para los extraños es tal barbaridad que no comprendemos cómo pueden seguir apoyando a cualquier partido político, habida cuenta de lo que ha dicho su líder en no-sé-dónde. Hablarán psicólogos de ceguera parcial, de sesgo cognitivo que impide ver las incoherencias propias y las barbaridades de los nuestros mientras que nos hace especialmente sensibles a las ajenas.
                Pero creo que hay mucho más, que hay una voluntad explícita de apoyar a los nuestros a pesar de todo. Pero, ¿quiénes son los nuestros? ¿Cómo los elegimos? Una persona, cualquier persona tiene diferentes rasgos, interpreta diferentes roles en la vida. Somos parte de los padres frente a los profesores, somos padres frente a las madres, somos pobres frente a los ricos, españoles frente a los extranjeros, cultos frente a los catetos, andaluces frente a cántabros… Y añádase un equipo de fútbol, de baloncesto, un gusto concreto de música, de literatura, de forma de pasar el tiempo libre… De todos estos rasgos, ¿cuál sobresacamos? ¿a cuál nos aferramos para pasar del “yo” al “nosotros”?
                De las múltiples caras de nuestra poliédrica personalidad y de nuestra difícil y mestiza identidad, cribamos unas características, ni siquiera las más evidentes, las más útiles, las que mejor nos hacen sentir. Y de todas ellas observamos a nuestro alrededor quiénes pueden tener las mismas, comoquiera que sea compartir la misma identidad. ¿Cuál es la ceguera hacia nosotros y la cualidad de encontrar parecidos?
                Habrá quien se apoye en la biología (¡qué fácil lo tienen los biólogos evolutivos para caer en la falacia post hoc!) para explicar que tendemos a favorecer a los nuestros porque así nuestros genes (los memes de Dawkins) tienen mayor probabilidad de perpetuarse. Ahora bien, ¿cuál es la forma de elegir a los nuestros? ¿Quiénes son similares a nosotros? La familia, como grupo primaria, tiene muchas papeletas para conseguir apoyos incondicionales. Pero no es una explicación convincente habida cuenta que el primer asesinato de la Biblia fue un hermano contra otro hermano. De esto saben mucho quienes han sufrido herencias traumáticas. Incluso rupturas matrimoniales. Ni siquiera compartir familia es un elemento seguro para que te incluyan o para incluir en los que somos iguales.
                Se dice a menudo que el nacionalismo es una ideología muy básica, de transmisión efectiva sólo con despertar los más bajos instintos egoístas de la población. Sin embargo, no es tan fácil crear nación. Así se lo pueden preguntar a los nacionalistas andaluces, e incluso al catalanismo más intransigente, que no consigue convencer de sus bondades sino a menos de la mitad de los votantes. Siempre les queda, desde luego, calificar a los que no son nacionalistas de falsos patriotas, de vendidos, de esquiroles a la patria, amor sagrado hacia el paisaje de la infancia y, de paso, hacia sus líderes.
                Cuando se produce el milagro, llamémosle así, además de sentirse identificado, uno tiende a sentirse indignado y defender lo indefendible abducido por el espejo. Literalmente así, no porque te convenzan las mismas razones, sino porque, aunque no haya razones, uno es de la misma ciudad, del mismo sexo, del mismo partido.
                El sociólogo Gabriel Tarde y, en su estela, Michel Maffesoli y mi maestro Luis Castro, incidían en los poderes de la imitación de los seres humanos. Mecanismos biológicos permiten, según las investigaciones de los hermanos Castro Nogueira, entusiasmarnos con el Otro, sentirnos abducidos hasta tal punto que nuestra razón se adapta al grupo en el que respiramos. Vemos por sus ojos, razonamos con sus silogismos y sostenemos como evidentes las mismas verdades que otros, sin embargo, no dudan en calificar como locuras. Lo que está por clarificar es por qué nos seducen unos y no otros, por qué nos fascinan los chicos malos, por qué nos enganchan los ambientes místicos, porqué nos enrollamos en una bandera o hacemos coros en una canción popular de nuestra infancia.




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