domingo, 9 de septiembre de 2018

El dilema del trapecista


Tiempos confusos los que nos han tocado vivir. Quiero pensar que el ser humano nunca ha tenido las certezas que le hubiera gustado y que esta es una época tan difícil como cualquier otra. No creo en un pasado idílico y una catástrofe contemporánea. Eso no quiere decir que tenga la idea de que el mundo no cambia. En absoluto. En perpetuo movimiento cada época presenta unos desafíos para los que, normalmente, no estamos preparados. Y es lógico, nos criaron para dar soluciones a los problemas de la etapa anterior. Como esos padres que procuran que no les falte de nada a sus hijos por la miseria y la necesidad que pasaron durante su propia infancia. O algo así.
            Los momentos de crisis suelen ser privilegiados para comprobar las cenizas de un mundo que todavía está ardiendo a la vez que se atisban los brotes del que vendrá. En palabras de la poeta Rosario Troncoso, ya no son infalibles las rutas conocidas. En nuestro afán cartográfico procuramos crear mapas nuevos para aportar cierta certidumbre a nuestros pasos. No siempre lo logramos y, a menudo, solapamos atlas distintos, planos a distinta escala y representaciones de lugares imaginarios. Aunque hablemos de nosotros mismos.
            En el mapa del corazón humano aparecen tensiones entre un instinto cerval ante el compromiso que requieren las relaciones humanas –la realidad incluso– y una necesidad de la colaboración del otro. Por un lado una voluntad de autoafirmación frente a las exigencias y por otro el requerimiento de sociabilidad. Es muy difícil mantener el equilibrio para una autoestima fuerte, asertiva, que razonablemente no nos haga depender de los demás sin llegar a ser unos autistas sociales.
            Las ocasiones para el orgullo son numerosas. La soberbia puede convertirse en un obstáculo muy serio para las relaciones humanas y multitud de sistemas morales han intentado rebajar la vanidad de los individuos. La moral judeocristiana es especialista en abatir el ego utilizando la culpa y el temor a dios como instrumentos para el rebaje del engreimiento personal. No es la única. Hay sociedades tradicionales que consiguen la paz social a base de someter a la mediocridad a sus miserables integrantes. La crítica de los convecinos por un lado y, por otro, la enseñanza férrea en atender a las necesidades de los demás, al sacrificio por el prójimo consiguen de una manera efectiva que nuestra autoestima dependa de la valoración de los demás.
            En contraposición aparecen las morales pantene, “porque yo lo valgo”. Un intento desesperado por librarse del yugo de la culpa y adquirir autoestima. Unos aspiran a la autosuficiencia inspirados por Nietzsche y por Thoureau, alejarse de la humanidad para ser libres y auténticos. El prestigio de la soledad valora la condición eminentemente social del hombre como un lastre. Otros se apuntan a cursillos psi para llegar a la asertividad como quien alcanza el nirvana. Una revelación que los haga inmunes a las críticas y alabanzas de los demás como si fueran un veneno debilitador.
            Olvidan que también este golpe de péndulo tiene contraindicaciones. Prácticamente podríamos decir que nos convertimos en humanos gracias a la interacción con nuestros congéneres. Pero que tampoco se olvide que ser social no implica necesariamente ser gregario. Seguir a la masa como borregos es sólo una de las posibilidades. Aprendemos los rudimentos de la conducta gracias a la aprobación o desaprobación de los otros, de los progenitores, de los iguales, del Otro imaginado. No solamente a andar con el tumbao que tienen los guapos al caminar, también la moral imprescindible nace de estar pendiente del rostro del que tenemos enfrente. Muy poca humanidad podríamos tener si no supiésemos leer las expresiones de alegría y de disgusto que nuestros actos provocan en los demás. Podríamos ser totalmente racionales y radicalmente crueles si no entendiéramos que nuestro egoísmo causa dolor y que el altruismo se recompensa con una mirada.
            Y en eso estriba parte de la dificultad de convertirse en humano. Por un lado deberíamos seguir la senda de aprobación y desaprobación de los que nos rodean para aprender las habilidades necesarias, desde freír un huevo a vestir correctamente tanto como medir las consecuencias de nuestros actos e internarnos en los terrenos de la ética. Pero, por otro lado, acatar la aprobación y desaprobación nos hace vulnerables, dependientes de los demás. Nuestro amor propio está en manos de quienes no siempre miran por nuestro bien.
            Nuestra felicidad depende, en gran medida, de cómo resolvamos este dilema. La metáfora de Schopenhauer de los erizos ilustra sólo una parte de nuestro dilema. Los erizos tienen frío y por eso se juntan, pero no pueden acercarse demasiado porque se clavarían las púas del vecino. Pero no es sólo la necesidad de calor humano la que nos hace acercarnos, también a ser erizo se aprende y el juicio de los demás sobre nuestra conducta es básico para aprender a montar en bicicleta o a triunfar en el tenis.
            Si fuésemos capaces de pensar lo que conviene en cada caso podríamos prescindir de la mirada del prójimo. Podríamos comportarnos bien de manera autónoma y así llegar a la autosuficiencia. Pero, ay, es muy complicado ser moralmente racional si no nos hemos educado entre los demás y aprendemos qué conductas son facilitadoras y tienen resultados positivos y cuáles muestran el enfado y el daño. Tampoco podemos estar siempre pendientes de una recompensa en forma de aprobación social. Se trata, más bien, de un entrenamiento.
            De eso sabían mucho los estoicos. No solo de que debemos aceptar las cosas tal como vienen y que no nos deben afectar ni el triunfo ni la derrota, esos falsarios, también en el sentido de que la senda para convertirse en humano es un entrenamiento continuo. No una preparación para la muerte, sino un esfuerzo consciente de pensamiento y actuaciones, de ejercicios espirituales y corporales.
            Aunque eso, en manos del capitalismo tardío, también tiene su reverso tenebroso en esa consigna olímpica de más rápido, más alto, más fuerte que parece imperar en el mundo de la empresa, la ciencia y el coaching personal. Has de mejorar tu vida puede ser también el lema de quien siempre es un infante, del que nunca es adulto.
            La senda para tener cierto equilibrio mental en la lucha entre la autosuficiencia y la vanidad es digna de los mejores equilibristas de los circos mundiales.

1 comentario:

  1. Nada más difícil y que creo, sinceramente, que nunca llega a alcanzarse del todo, es ese equilibrio mental al que haces referencia en tu última frase, pues todo equilibrio se base en la justa dosis de determinados elementos que conforman la personalidad de cada uno de nosotros. Excelente, como es habitual, mi querido MAESTRO.

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