domingo, 7 de julio de 2019

Las igualdades


Los conceptos los carga el diablo, esto es un dogma de fe. Por algo decía Nietzsche que no podríamos dejar de creer en Dios, porque todavía creíamos en la Gramática. Más de una discusión acaba invocando las Santas Escrituras del Diccionario de la Real Academia de la Lengua para zanjar la existencia o no de una realidad. También se demuestra en las luchas dialécticas que se enzarzan en discutir bizantinamente si es mejor un término o el siguiente. No es baladí cuando una u otra expresión acaba en el BOE.
Las palabras importan.
Pongamos por caso una de las claves del mundo contemporáneo, la noción de “igualdad”. Confieso que me espinó cuando se empezó a utilizar el término mucho menos elegante y, por lo tanto, presuntamente más certero, de “equidad”. No he sido capaz de hallar el trasfondo ideológico que permite pasar de uno a otro. Quizás se pueda referir a que la “igualdad” estaría indicado para los casos en los que todos reciben por igual, y “equidad” para aquellos otros en los que cada uno recibe distinto para que todos acaben en la misma situación. La imagen de tres niños de diferentes alturas subidos al mismo cajón sería la “igualdad” y que el más bajito utilice dos cajones, el de altura media sólo uno y el alto ninguno sería un ejemplo de “equidad”. En términos más conocidos de la historia política, igualdad se entendería como “igualdad de oportunidades” en el sentido de remover los obstáculos y las prebendas para que cada individuo deje de tener obstáculos o ayudas para el desarrollo de sus capacidades.
                Sin embargo hay muchos pensadores y activistas perspicaces que se dan cuenta de que si la situación es injusta de partida, la inacción de las autoridades (no favorecer ni perjudicar a nadie) no ofrece un marco justo de oportunidades. Proponen, por lo tanto, medidas activas para que los individuos, independientemente del medio de partida, puedan ofrecer lo mejor de sí mismos sin tener lastres heredados. Por ejemplo, la educación gratuita teóricamente posibilita a todos igualdad de oportunidades, pero todos sabemos que hay ciertas familias que, ante el suspenso en matemáticas o el inglés, pueden costearse clases particulares mientras que otras familias no pueden por mucho que quieran. Incluso algunas que ni quieran. ¿Tienen los alumnos las mismas oportunidades o están perpetuando lo que sus padres les han legado? ¿Es descabellado pensar que la igualdad de todos ante la ley debería facilitar ese impulso extra a quienes sus padres no están en condiciones de dar?
                En esta segunda perspectiva de igualdad se mete una vieja definición de justicia: dar a cada uno lo que le corresponde. Nadie entendería que todos los trabajadores cobraran lo mismo si no han realizado la misma faena. Hay una desigualdad justa, consecuencia de la diferente actitud y esfuerzo pero me resisto a llamarla desigualdad natural. Es natural que alguien que nazca en una familia desestructurada, con problemas de enfermedades mentales, drogadicción y maltrato no ofrezca el interés necesario para que el hijo se preocupe por los estudios. Puede ser natural, pero no sería justo dejar que una generación sufriera las más crudas consecuencias del desastre de sus padres.
                También es natural la tartamudez y sería una barbaridad que se puntuara la velocidad lectora oral con el mismo criterio que con el de los demás alumnos. A nadie se le ocurre –espero– considerar igualdad a darle el mismo libro a niños videntes que a ciegos. Nadie –espero– considera injusto que se facilitara un libro escrito en braille a estos niños con déficit de visión. Pero hay que ir más allá. Creo que menos personas son conscientes de que es más difícil aprender una lección escrita en braille que en escritura convencional, sencillamente por la razón de que el ciego tiene que aprender, además, el sistema braille. Por no hablar del inconveniente de ir hacia atrás en las páginas para releer. Alguno podrá pensar que estamos malcriando a la sociedad si permitimos unas pruebas con menor dificultad a los alumnos que tienen algún tipo de problemas. Como si la vida fuera una escuela justa.
                Estos planteamientos de desigualdad “natural” pero injusta ponen sobre la mesa muchísimos dilemas éticos. Para empezar tenemos los límites. ¿Hasta qué punto hay que tener en cuenta problemas de ansiedad, de autismo, de hiperactividad… a la hora de diseñar los currículos y las evaluaciones? Si para los adultos es complicado comprenderlo, para alumnos se hace muy difícil. ¿Es justo decir que “yo trabajo e intento entregar mis trabajos en la fecha indicada para sacar la nota que me merezca por ellos, pero porque una o varias personas tengan dificultad para hacerlos no significa que puedan entregarlos más tarde”? (comentario de un alumno). ¿Es justo decir que “a fulanito, que no puede, le piden aprenderse diez capitales de Europa, y a mi hijo, porque puede, le exigen que se sepa todas. Eso es desmotivarlo”? (comentario de un padre). Puedo llegar a entender la enrevesada lógica moral de ambos casos y entreveo la poquísima importancia que se le otorga a los contenidos que se enseñan en la escuela. Si un alumno no es capaz de comprender que acostumbrarse uno mismo a entregar los trabajos a tiempo es un aprendizaje que le servirá toda la vida y le hará mejor persona –incluso trabajador más eficiente–, puedo llegar a comprenderlo por la edad. Pero que un padre prefiera que su hijo aprenda lo menos posible, me parece una perversión de los valores. (Y un egoísmo narcisista insoportable.)
                Otro de los problemas que suscita el abordaje de la igualdad/equidad es que no todas las medidas son soluciones. Algunas acaban teniendo un efecto perverso. Otras se llevan a cabo por personas que no creen en ellas y se esfuerzan en que queden anuladas en la práctica. Otras simplemente son insuficientes. Hay quienes prefieren mirar para otro lado.
                La escuela, en este sentido, es un laboratorio de condiciones controladas. La vida es mucho más feroz. Las notas de la escuela tienen una validez muy limitada, las recompensas de la vida, en cambio, tienen carices trágicos. Por eso es imprescindible considerarnos a todos en el mismo barco, y ser conscientes de que las decisiones que afectan a unos pocos acaban por rebotarnos a todos. Que todos debemos ser responsables, más allá de lo mínimo exigible que es cumplir con nuestro deber estricto (¡qué menos!). A veces tenemos que ir más allá para combatir, o limitar, al menos, la injusticia. Aunque, para ello, no todos podamos hacer lo mismo.

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