domingo, 28 de julio de 2019

Reseña de ‘Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas’ Edgar Cabanas y Eva Illouz


Edgar Cabanas es Doctor en Psicología e investigador en la Universidad Camilo José Cela, investigador adjunto del Centro para el Estudio de las Emociones en el Instituto Max Planck de Berlín. Eva Illouz es directora de estudios en la EHESS (París), especialista en el “capitalismo afectivo”, desarrollado en libros como Intimidades congeladas (2007) O Por qué el amor duele (2012).El tono de este volumen está adaptado al gran público y, por ejemplo, para situarnos, se comienza a través de la película En busca de la felicidad, protagonizada por Will Smith, la epopeya de un hombre que se rehace a sí mismo. La felicidad de la que se habla es algo tan cotidiano que nos pasa desapercibido, pero es notable el desplazamiento semántico que ha sufrido en los últimos años. Ya no es la ausencia del dolor, ni el destino,
“Ahora la felicidad se considera como un conjunto de estados psicológicos que pueden gestionarse mediante la voluntad; como el resultado de controlar nuestra fuerza interior y nuestro auténtico yo; como el único objetivo que hace que la vida sea digna de ser vivida; como el baremo con el que debemos medir el valor de nuestra biografía” (p.13)
La felicidad ocupa ahora un elemento “central en la definición de lo que es y debe ser un buen ciudadano” (p. 13), un ciudadano individualista, sincero, determinado, resliente, automotivado, optimista y muy inteligente emocionalmente. Es interesante advertir las sutiles diferencias con la teoría clásica del liberalismo sobre la felicidad. Para Adam Smith y a diferencia de Thomas Hobbes, el hombre es bueno por naturaleza y tiende a buscar la felicidad, un estado en el que predomina más el placer que el dolor, decían los enclopedistas. Para alcanzar la felicidad el individuo pone en juego todos sus recursos y dedicación de manera que aquellos que consigan alcanzarlos serán felices gracias a su esfuerzo y no al estamento en el que han nacido. El dinero, la riqueza no solo eran los medios para conseguirla, son también una manera de comprobar que se ha logrado y de clasificar a las personas por su capacidad a la hora de alcanzar la felicidad. En estos tiempos del capitalismo tardío adquiere un tono mucho más de pornografía emocional, más centrado en los aspectos psicológicos del individuo.
Para desarrollar estas cualidades es importante advertir la aparición de una escuela psicológica de la llamada “psicología positiva”, de coaching, que se ha introducido en la agenda académica y política. Es una manera de confirmar que solo los perfiles psicológicos como el del protagonista de la película conseguirán la felicidad, porque se la merecen. Es una ideología epistemológicamente débil y sociológicamente peligrosa. Enraíza con Hayek, la escuela de Chicago y Thatcher. Fenomenológicamente, en realidad, produce mayor insatisfacción. BF Skinner, en su celebérrimo Walden 2, incluía una escena en la que un funcionario preguntaba a los habitantes de la utopía conductista si eran felices. Una anciana le responde que lo era mientras no le preguntaran, que solo se sentía infeliz en el momento de contestar a la encuesta.
Los autores dividen el libro en capítulos centrados en cada uno de estos aspectos, el capítulo primero se refiere a la felicidad y política, para luego conectar con una ideología neoliberal con escasa sensibilidad social. El tercer capítulo reflexiona sobre la flexibilidad y conformidad en el mundo laboral, el siguiente analiza cómo la felicidad se comercializa, cómo se convierte en un negocio. El capítulo cinco recapitula el discurso que ha ido colonizando las evaluaciones de comportamientos: emoción, neoliberalismo, felicidad y cultura terapéutica.
Para la sociogénesis del concepto hay que comenzar hablando de Martin Seligman. Al frente de la Asociación Americana de Psicología (APA) buscaba un campo de estudio prometedor y rentable. Según sus propias confesiones, tuvo una iluminación: dejar de quejarse. Con esta consigna alcanzó mucho éxito y recaudó fondos (incluso la empresa Coca Cola financió estudios sobre la felicidad), se creó una red académica de institutos y publicaciones. Los profesionales psi y el desarrollo personal se nutre de la autoayuda para individuos sanos y adaptados. Los autores la acusan de ser reduccionista con muchas tautologías y contradicciones, así como falta de fiabilidad, es una especie de “psicología popular pensada por y para el mercado” (p. 40). La crisis de 2008 fue decisiva para su aplicación masiva, un poco en el sentido que N. Klein explicaba en La doctrina del shock. Para la psicología positiva, “la felicidad se postula como una de las principales brújulas económicas, políticas y morales de nuestras sociedades actuales” (p. 53)1. Así, a pesar de los recortes económicos y sociales, la felicidad está al alcance de la mano.
El individualismo está en la esencia de esta concepción de la felicidad que, para teñirla de cientifismo, llega a ser resumida en una fórmula matemática: F (felicidad) = R (Rango fijo) + V (Voluntad) + C (Circunstancias), R es un 50%, V un 40% y C un 10%. Es decir, el 90% son factores individuales de carácter psicológico. Según la crítica Bárbara Ehrenreich: “Si lo que los psicólogos positivos dicen es cierto, entonces ¿para qué reclamar mejoras laborales, mejores escuelas, barios más seguros, un justo sistema de pensiones o una sanidad universal y de calidad” (cfr. p. 68). Si se afirma que “El dinero no influye significativamente en la felicidad” (p. 69) –algo más que cuestionable–, es evidente que el mensaje encaja con el conservadurismo político. Y además, se ha superado el esquema del liberalismo clásico que reivindicaba el papel de la riqueza como medio para alcanzar la felicidad. Ahora se postula el coaching, el mindfulness, cuidarse a uno mismo: “los individuos de las sociedades neoliberales post-2008 han interiorizado la creencia de que deben buscar en su interior la fuerza de voluntad necesaria para salir del atolladero por sí mismos y resistir la resaca del declive económico generalizado” (p. 74). Se prefiere educar para la felicidad, en lugar de afrontar la multiculturalidad o la exclusión social, la brecha educativa entre pobres y ricos, recortar las becas, precariedad en el profesorado. Todo este discurso a pesar de que las evidencias ofrecen un mayor estrés y número de suicidios: “La mayoría de los niños y adolescentes no tienen problemas serios, pero estos programas les harán pensar que sí los tienen” (p. 87).
Otra película de Hollywood, Up in the air, “ilustra bien hasta qué punto las técnicas emocionales positivas se han convertido en algo fundamental en las empresas para gestionar trabajadores “(p. 94). La simbiosis entre el mundo laboral y la psicología son muy antiguas, desde Elton Mayo y los estudios de marketing. Se pasamos de la pirámide de A. Maslow sobre las necesidades personales a focalizar el esfuerzo en la felicidad es fácil desplazar los conceptos, como el de “seguridad” en el trabajo, que se ha ido diluyendo con el capitalismo flexible. Richard Sennett ya advirtió que otorgar mayor autonomía al trabajado, le da mayor responsabilidad, que es una falsa autonomía. Trabajar por “proyectos” efímeros y hablar de “capital humano” insisten en la misma dirección.
“La función de la psicología en el trabajo consistía principalmente en ofrecer a los trabajadores técnicas y herramientas para adaptarse mejor a sus condiciones laborales –combatir el estrés, convertir los fracasos en oportunidades, facilitar la flexibilidad, ser más competitivos y  productivos, etc. –, pero no para cambiarlas” (p. 100)
Un ethos ligado a la nueva ética del capitalismo, el “ethos emprendedor” (p. 103) se está instalando en la cultura de la empresa. La valoración de la vocación, un ideal propio de profesiones liberales difícilmente se puede aplicable a repartidores o empleados de limpieza, pero incluso a ellos se les fuerza a una flexibilidad permanente. La desregulación de las relaciones laborales requiere instalar en los trabajadores los conceptos de resiliencia, adaptabilidad, autonomía en la transferencia de la responsabilidad de las empresas a los mismos trabajadores. Los resultados son, a veces, aterradores por el número de suicidios, como en ciertas fábricas de Renault.
La obsesión por la felicidad se hace central para el crecimiento personal:
“La felicidad se construye sobre una ambivalencia narrativa que combina, por un lado, la promesa de convertirse en la mejor versión de uno mismo con, por otro lado, la asunción de que ese uno mismo (el “yo”) está en estado de permanente incompletitud” (p. 122)
Por eso, convertir la felicidad en un estilo de vida, “gestionar las emociones” (curioso el uso del verbo procedente del vocabulario de administración) necesita unos “hábitos de felicidad” interiorizados y automáticos, que incluyen pautas de consumo. Es el reverso tenebroso de C. Rogers, el proceso de convertirse en persona a través de estas terapias (el colmo, las apps de coaching digital) impone una exigencia de autenticidad que no es más que convertirse en una marca. De ahí el éxito mediático de los free lances, influencers, youtubers… Todos ellos con el imperativo de ser felices, de florecimiento, proceso continuo e infinito, lanzando sin cesar nuevas dietas, experiencias… que prometen “tu mejor yo posible”.
Los postulados centrales de la ideología de la felicidad y del discurso científico insisten en:
“la felicidad como concepto científico medible; como algo puramente individualista y centrado en uno mismo; como un proceso continuo e insaciable de crecimiento; como la meta más importante que perseguir en la vida; y, por último, como el criterio más relevante para decidir sobre el valor de la propia biografía y el tamaño de los propios éxitos y fracasos” (p. 152)
Y se empieza a establecer una división entre emociones positivas y negativas, asociando de manera poco científica, las emociones positivas con las acertadas. Pero las emociones son complejas y pueden ser a la vez buenas y malas, positivas y negativas: “la ira empuja a los individuos y colectivos a oponerse a la opresión, a la injusticia y a la falta de reconocimiento” (p. 163). Sloterdijk ha insistido en su ensayo Has de cambiar tu vida en esta necesidad y también ha recalcado, en Ira y tiempo, cómo en una democracia, los partidos políticos se convierten contenedores de ira, lo que, por otra parte, les otorga la energía para emprender los cambios.
Esta consideración, por su parte, acaba por crear nuevas patologías. Seligman empezó estudiando la indefensión aprendida y, al ver que ciertos individuos se resistían, acabó postulando que “el optimismo es la causa de que ciertas personas triunfen en la vida y, entonces, el fracaso es la consecuencia de una deficiente constitución psíquica” (p 166). Es el tan traído y llevado concepto de resiliencia. Un don que parece poder aprenderse y practicarse en los diversos cursos que estos psicólogos y coaches ofrecen, pero que sin, embargo, se postula como una cualidad innata. Otro concepto en la misma línea es el CPT, o crecimiento post-traumático. El protagonista de La vida es bella es un ejemplo de que en la desgracia uno siempre puede elegir. Estos puntos de vista dan pie a descalificar a los periodistas, pensadores y ONGs que tratan los problemas sociales porque, en lugar de utilizar el pensamiento positivo, van “exagerando” el mal. Lo que es cierto, como sostienen los autores es que “reprimir las emociones y los pensamientos negativos no solo contribuye a justificar jerarquías sociales implícitas y a consolidar la hegemonía de ciertas ideologías” (p. 175-176), además, obligan a que seamos “nosotros los que tenemos que adaptarnos” (p. 180).
Queda, por supuesto la sospecha de los intereses espurios, “aunque si bien no está del todo claro cuánto han contribuido los científicos y expertos de la felicidad a mejorar la vida de la gente, no hay duda de que estos científicos, expertos y otros vendedores sí que han obtenido enormes beneficios” (p. 181). Sin embargo, quizás lo más grave es que los especialistas en pensamiento positivo son poco permeables a las críticas. Por otra parte, en la línea que recomiendan los autores, es ahora más necesario el pensamiento crítico, para analizar el mundo y plantear soluciones, “no como individuos aislados, sino como sociedad” (p. 184).
La cultura de la queja es posible que sea un callejón sin salida, pero la del conformismo es un suicidio social. Son tiempos para recordar la llamada Oración de la serenidad, atribuida al teólogo y politicólogo Reinhold Niebuhr (compañero de Hans Morgenthau): “Señor, danos la gracia de aceptar con serenidad las cosas que no podemos cambiar, coraje para cambiar las cosas que se deban cambiar y sabiduría para distinguir unas de otras”.
Notas
1.  En cierta forma recuerda un famoso chiste que se lamentaba de la situación de Cuba, en la que un extranjero pregunta a un cubano sobre diferentes aspectos y éste siempre decía: “no nos podemos quejar”. El extranjero, intrigado, inquiere, “¿por qué quieren irse entonces”, a lo que el cubano responde: “porque no nos podemos quejar”.

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