domingo, 3 de mayo de 2020

¿A favor del aprobado general?


La crisis del coronavirus ha trastocado toda la vida social, ha penetrado en todos los aspectos, no solamente en lo económico. Un aspecto no menor es el relativo a la enseñanza, desde infantil hasta la universitaria se han tenido que adaptar los métodos y han surgido todo tipo de problemas. Y muchos intentos de solución.
                Lo primero que me llama la atención es la palmaria realidad de que somos necesarios los docentes. Después de muchos años escuchando que la institución de la escuela estaba estancada en el pasado, que había nacido como respuesta a la Revolución Industrial y que no había cambiado en absoluto (dios mío, qué  osada es la ignorancia). Todos esos gurús anunciaban que la enseñanza de contenidos estaba obsoleta, que todo está en la Red. Que las tecnologías de la información hacían inútil tener que aprender datos, que somos multitareas y que la enseñanza presencial iba a desaparecer. Pero no.
                Somos necesarios para guiar los aprendizajes, todas las tecnologías del mundo no sustituyen la cualidad humana de estar un grupo de alumnos con sus profesores, viéndose, interpelándose, compartiendo el espacio en un tiempo que no pocas veces se hace eterno. Y, además, de una manera un poco cínica, somos necesarios para servir de guardería. Los trabajos de los progenitores necesitan de una institución para que se haga cargo de los infantes mientras atienden las tareas propias de su edad y condición.
                Pero los tiempos son los que son y la pandemia ha trastocado cualquier intento de normalidad. Ahora nos damos cuenta de las diferencias sociales a la hora de acceder a los contenidos. Alumnos que no tienen ordenadores, que no tienen servicio de internet esos que parecían también desinteresados por lo académico y que acababan haciendo algún trabajo en la biblioteca pública. Alumnos que no tienen ni móvil con datos suficientes, ni tiempo para hacer las tareas, ni espacio para dedicarse a estudiar,  ni familia que le eche una mano. Alumnos que apenas atendían en clase y ese era el único acceso a lo académico. Yo he tenido suerte, no demasiados alumnos con dificultades están en mi centro. Los hay muchos más precarios.
                El gobierno, habida cuenta de todas estas dificultades plantea la necesidad de que se flexibilicen las actividades de evaluación y que en este tercer trimestre no se avance sino que sirva para recuperar a los alumnos que no pudieron antes aprender lo más básico. Hay que recordar que muchos dan el último estirón a final de curso, cuando ven las orejas al lobo y se ponen en serio a estudiar y a recuperar. Y salvan el expediente entre junio y los exámenes extraordinarios, que por ahora están en septiembre. Todos esos alumnos están fuera del control y del estímulo.
                Hay quienes plantean hacer tabla rasa y dar un aprobado general, todos con un aprobado. Y hay quienes se enfrentan totalmente a esta medida por diferentes motivos. Me parece un poco cínico que denuncien esa “facilidad” quienes se han aprovechado del sistema para ir aprobando asignaturas de una carrera o han obtenido un máster sin apenas pisar clase.
                Luego está la cuestión de la excelencia. ¿Qué pasa con la excelencia? Sinceramente, desde un punto de vista puramente personal, la excelencia no es el principal problema salvo para los que dependen de una nota para entrar en un ciclo formativo o una facultad. El término ya me resulta un poco cargante, lo noto demasiado apegado a una fachada honorable para poner a salvo de la chusma a los vástagos de las élites. Esos que pueden entrar en los bachilleratos de excelencia, y que, si flojean en matemáticas o en inglés, han tenido todas las clases particulares que les han hecho falta. Esos tienen su problemática, pero mayor es la de quienes están en el otro extremo.
                Me preocupan más los que se están esforzando y no llegan ni a ser mediocres. Los que han estado trabajando para que luego no les cunda. Alumnos a los que les cuesta muchísimo estudiar y más aún aprender. Porque además siempre se les exige que compensen sus carencias intelectuales con mayor esfuerzo y más tiempo, como si no fueran niños y adolescentes que necesitan mucho tiempo para desconectar. Y además,  frustrados totalmente porque, por mucho que lo intenten, no llegan ni al cinco en cada examen, en cada asignatura. Esos son los que me preocupan. A esos les podíamos ayudar cuando estábamos en clase, echarles una mano explicando, poniéndoles ejercicios o mirando con otros ojos las actividades que entregan, valorando tanto los conocimientos que demuestran como el esfuerzo que hay detrás.
                Pero hay quienes prefieren contraponer los “excelentes” a los ninis, que ni trabajan ni quieren hacerlo. Los que revientan las clases y deprimen al personal, los que son negativos, una toma de tierra para la energía docente. Si a estos se les aprueba automáticamente, ¿qué mensaje estamos mandando? Pues si fuera la norma, si todos los años se diera un aprobado general, comprendo la desilusión de muchos, especialmente de los que hablaba antes. Porque esos del cuatro y pico con todo el esfuerzo van a tener la misma nota que quienes ni siquiera tienen un bolígrafo.  Y no, no es justo.
                Mi opinión personal es que se puede tratar, como medida excepcional, un aprobado general, pero no la misma nota para todo el mundo. Podríamos subirles a esos alumnos por su esfuerzo, a los que van sobrados, también un poco más. Los que siempre sacan sobresalientes no hay manera de compensarles en la nota, pero siempre podemos hacer comentarios en los boletines.
Aspecto no menos importante es la valoración del aprendizaje por sí mismo. Si damos por superados los aprendizajes para que se pueda pasar de curso, aquellos alumnos que no se han esforzado no tendrán esos contenidos, ni habrán practicado lo suficiente, ni se les habrá abierto un poco más la mente. Eso debería ser considerado como una especie de castigo. Pero estamos demasiado acostumbrados a considerar el aprobado como el único premio, y todas las clases orientadas a conseguir la nota, en lugar de conseguir aprender más. La nota es un medio y se ha convertido en un fin. Que los alumnos lo hagan es comprensible por su inmadurez, pero el sistema, incluyendo a padres, profesores y administración parecemos solo preocupados por la calificación. De lo injusto que es poner la misma calificación a quienes no se han esforzado lo suficiente. Y, como mucho, de lo difícil que va a ser impartir conocimientos sobre la ausencia de lo que debían haber aprendido en este último trimestre.
                Ante el aprobado general, o poner la misma nota a todo el mundo, siempre recuerdo las clases de natación de Felipe, el conocido en televisión como Felipe II. Es un tipo muy divertido pero tremendamente formal en su trabajo a pesar de las bromas. Sabe qué niño está en qué nivel, cuál tiene que practicar o cuál puede pasar a la otra piscina. Cuando manda cualquier tarea, como cruzar el ancho de la piscina, a todos los niños les dice, “sobresaliente”, “sobresaliente”, “sobresaliente”. Todos reciben su sobresaliente en todo. Y, curiosamente, todos aprenden a nadar, cada uno a su ritmo, en dos semanas o en dos meses, pero todos aprenden. Porque lo importante cuando uno se apunta a los cursos de la piscina municipal es para aprender a nadar, no para conseguir el certificado. La perversión de la escuela (y en general del mundo académico) es confundir el medio y los fines. Y de eso es difícil curarnos.
                El problema de atender las deficiencias de un trimestre deberá ser tratado en el curso que viene. Soy bastante pesimista  sobre lo que aprendemos en clase. Seguro que un trimestre es demasiado y que habrá muchos contenidos que no se podrán ver nunca. Pero, tomando perspectiva, ¿cuántas cosas que aprendimos en la escuela hemos olvidado? Algún apaño podremos hacer el curso que viene, retomar algunos temas, al menos por encima, recortar los contenidos del siguiente para adecuar a tres trimestres lo que se debió dar en cuatro. Ser compasivo con quienes lo merecen y no perjudicar a los alumnos que no han tenido medios.
                Ahora, también digo que no soporto a todos esos políticos que se ponen muy dignos ellos pidiendo que se den todos los contenidos del trimestre, que se evalúe según los criterios establecidos, aunque los medios no estén preparados, que no se tenga ni un poco de consideración, que se atienda a los alumnos para que recuperen contenidos. Una evaluación “rigurosa” dice un consejero. Debería haber dicho “flexible” tanto para los alumnos como para los medios que tenemos los docentes. Para ellos la meritocracia es un dogma y una pandemia mundial no tiene por qué afectar al sustento ideológico de su supuesta superioridad.
               

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