Carlos Roberto Gómez Beras nació
en República Dominicana y “(re)nació” en Puerto Rico. Es catedrático, editor y
poeta. Ha obtenido en cuatro ocasiones el Premio Nacional de Poesía. Primero,
el que otorgó el PEN Internacional de PR a Viaje
a la noche (1989), Mapa al corazón
del hombre (2012) y Árbol (2017);
luego, el que recibió Errata de fe
(2015) del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Además, ha publicado: La paloma de la plusvalía y otros poemas
para empedernidos (1996); Aún
(2007, volumen que reúne los cuatro libros escritos entre 1989 y 1992); Utánad
(2008, selección en húngaro y español); Sobre
la piel del agua (2011, antología personal); Árbol (2017, publicado en serbio y español, en 2018); y Sólo el naufragio (2018). Sus poemas han
sido traducidos, además, al francés, inglés, italiano, estonio y alemán.
El título
completo es Un largo suspiro y otros
epitafios y, efectivamente, se compone de dos partes, la primera inspira
una serie de poemas en los que el deseo, el amor es el protagonista, un amor
pasional de gran intensidad lírica: “Ven, abre la puerta / abre las piezas / o
abre mis venas…”. A ratos desengañado (“Algo saben las putas / que ignoran los
conejos / quizás sentir, quizás llorar”), a ratos nostálgico (“¿Dónde se
extravió ese amuleto tibio / que algunos llaman deseo: / en qué ático, en cuán
esquina rosada?”), pero sobre todo, consciente de que el amor deja su huella no
en la memoria de los otros (“Pero nadie preguntará por nosotros / que alguna
vez fuimos eternos / como dos ánforas llenas de vino. // Pero nadie nos
dedicará una tonada, / un día festivo o una calle / porque solo estaremos
vivos”), sino en la de los cuerpos que recuerdan, como una herida es un
recuerdo, el gozo y el dolor (“Pero nada nos salvará de la alegría / enferma,
carcomida y maloliente / de sabemos libres de todo lo dicho”).
Y otros epitafios, la segunda y más
extensa sección, no se refiere literalmente, o al menos, no necesariamente de
manera literal, a epitafios sino a las marcas que deja la ausencia: “Esto no es
quejido que se pierde en la bruma / sino una mano que recoge unos insomnios /
con la luna como testigo de ese milagro” (Casi
un epitafio). Continúa el amor pasional, con el gusto tan romántico de
hibridar el amor con la muerte: “El amor con sus espesos rituales en un hábito
triste” (Seis miniaturas).
El poeta
refiere las desventuras de un amor que se resiste a desaparecer: “No invoquemos
ya los modos / del decir entre tú y yo / porque nosotros es un velo ceniciento, / que encerrado en el baúl del
ático / espero por su aliento y palabra” (Nosotros);
“No culpemos por la verdad / de estos espejismos y secuestros / al oráculo, al
deseo o al ajenjo más fino. / Sólo es real lo que nuestros cuerpos callan” (Las fiestas). En un tono confesional se
interroga: “¿Qué era?, sino mi deseo de ti / hecho rapto, herida y, luego,
vacío. / ¿Qué soy?, sino lo recuerdo de los otros que una vez pretendí ser
hasta el infinito” (Sonata). Y, con
esa misma intimidad, dialoga, interpela: “Caemos en el placer / de creernos
dichosos / en exilios, en vacío, / así como una tarde / se separa, sin
lamentos, / la barca, el horizonte y la orilla” (Ese otro otoño).
Hay un lamento
propio de cualquier epitafio que se estima en un quehacer poético: “Todo lo que
levanto con mis manos / lleva su acertijo letal y su fecha. // Vivo herido por
una amarga epifanía: / en la cura de lo bello nace del opio del deseo” (Poética). Porque, para Carlos Roberto
Gómez, amor y poema son indisolubles, uno provoca, el otro remite al primero: “Entre
la bruma de las palabras / evoco tu recuerdo que se ofrece / puñal duro, seco y
brillante” (Epitafio); “Decirmos nos
empujó al deseo. / Hacernos nos condujo a esta fe enferma” (Credo). Un dolido quejido, casi un grito
que penetra en la piel (“Tu mano corta por dentro / sobre la vida y sobre la
muerte / como una niña asustada”) y destroza: “Solo queda tu nombre deshecho, /
para recordarme que hay ausencias vivos / hechas de algo que ni siquiera es
ceniza” (S…), acierta a reconocer el
poeta.
Estos
epitafios más que la certificación de un amor que ha terminado, ofrecen el
paisaje desolado de quien se resiste a dejar el corazón aparte, quien todavía
lucha por mantener si no el amor, al menos el recuerdo de la herida: “Te busqué
sin encontrarte / porque eras intento, herida y olvido” (Una pequeña herida). Imágenes como la del naufragio o la de la
crucifixión, de la muerte, de la huida son las que pueblan este paisaje: “Como
quien contempla un naufragio / te veo flotar entre tus sábanas /…/ Por eso te
refugias en ese placer / de practicar frente a un espejo roto / esa muerte
lenta y sola que no mata” (La amante de Onán).
“Estamos crucificados al amor,
escribirían en un cadáver
exquisito,
Jesús y Sartre” (Un cadáver)
La lucha interna que se
desarrolla entre el pasado y el presente es uno de los símbolos de un amor que
no se acierta a representar más que como contradicciones: “He escapado de mi
para encontrarte. / He hurgado en ti para encontrarme. /…/ Nadie saldrá ileso
de este trámite. / Nadie saldrá ileso de este trámite. / Nadie caminará solo
por la playa. / Tú y yo nunca llegaremos a tocarnos” (Un castigo); “Y yo, ingenuo, trato de apagar tu hoguera / con el
orín sagrado de un niño muerto” (La
hoguera). El amor que se relata apunta a encontrarse en el otro y
viceversa, seré tu espejo, decía Lou Reed: “Mi mano que vuelva sobre tu espejo.
/ Mi ceniza que cruza tu frente. / Mi mirada que nombra tu fuego. / MI gota que
sangra tu lienzo. / Mi lengua que descansa en tu perla. // Tu deseo es partida
y retorno invisible” (Un retrato).
La sensación
de derrota es mucho más intensa por cuanto no sabemos cómo cerrar, cómo
terminar, como hacer desaparecer la herida: “El pasado muere en el ayer, /
pero, a veces, no sabemos cómo matarlo” (El
pasado); “He llegado hasta tu olvido /…/ He llegado hasta tu extravío /
para encontrarte en tu ausencia” (Tu olvido). Los afectos pueden ser crueles
y mucho más poderosos y sabios que la propia conciencia: “Solo el deseo sabe /
dónde el alma termina / y luego comienza, de nuevo” (Epitafio II). Un deseo encarnado, literalmente, hecho carne: “Tu
cuerpo es una frontera /…/ Tu cuerpo es el horizonte que se espeja / en el
naufragio de los días” (Tu cuerpo, mi
horizonte); “Tu cuerpo es un paisaje lavado por las lágrimas” (Tu cuerpo, mi paisaje).
Tras toda la
lucha y la derrota, dice el poeta, “Después, el mundo quedará / inerte, opaco,
lejano pero latiendo / como quedan las cosas / cuando las hemos extraviado” (Un bodegón).
La conclusión de este hermoso relato de la ausencia:
“¿Parias? ¿Suicidas? ¿Ingenuos?
Solo me queda esperar como un
faro
frente al mar vacío de tu
mirada.
Esto no es un poema, es un largo
suspiro” (El último epitafio)