domingo, 20 de abril de 2025

Reseña de Juan José Castro Martín: ‘El Bosque Errante’. Reino de Cordelia. 2024

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Juan José Castro Martín, en El Bosque Errante, nos sumerge en un universo de resonancias poéticas donde el lenguaje se convierte en materia viva, un bosque en el que cada palabra es un vestigio de lo perdido y un eco de lo inefable, una búsqueda inextinguible del silencio humano. Galardonado con el IV Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz y con el Premio Andalucía de la crítica, este poemario explora los límites entre el silencio y la palabra, entre el éxtasis y el llanto, en una búsqueda incesante de lo trascendente.

El aliento y el barro es la primera sección de este denso volumen que nos sitúa en la creación de Adán. La creación del Hombre es vista como una pérdida anterior a la propia pérdida del paraíso, es el abandono del silencio: “Alguien se adentra hasta lo más lejano / de su cuerpo / En sus pasos se aproximan los extendidos bosques del silencio”. Para Juan José Castro, el silencio es pureza, es la esencia: “Blancura del silencio. / En lo callado / la sonante fatiga de las cosas / es la rota canción del mundo”. Antes de la confusión de lenguas en Babel, la propia articulación humana es el estigma: “Cuando todo pronuncia / un idioma distinto y escindido /de la palpitación de lo viviente /…/ No existe la frontera / entre la piel y la intemperie”. Es la añoranza, “Anida entre sus vértebras / para hibernar el tiempo sin palabras”. El filósofo –y, en cierta forma, poeta– José Luis Pardo revindicaba el lenguaje como la propia animalidad humana justo lo opuesto al poeta  y en cierta forma filósofo, Juan José Castro. Tampoco debemos olvidar, y el poeta no lo hace, la sentencia heideggeriana que encuentra en el lenguaje la casa del ser. Una casa incardinada en el claro del bosque: “Por el bosque rastrea / el ciervo esquivo del lenguaje”.

La siguiente parte lleva el nombre de El éxtasis y el llanto y consiste en una serie de monólogos dramáticos a partir de diferentes personajes: Anna Ajmátova, J. Keats, G. Tarkl, G. Kolmar, Novalis, Rilke, Vladimir Holm, Hölderlin. Castro Martín dialoga con estas figuras explorando un lenguaje que se desgarra entre la memoria y el olvido. Su poética recuerda la música de Mahler en la manera en que el sonido y el silencio se intercalan, buscando un sentido que siempre se escapa. La amalgama de voces encuentra su unidad no tanto en lo temático literalmente, como en su raíz ontológica. Todas las voces muestran una filosofía del dolor, un exilio existencial y la palabra como trampa donde se filtra lo real. “Mi lucha es con lo ausente /…/ Mi casa es mi mazmorra” (La mano y el fuego, Anna Ajmátova) puede ser la cifra de todo este itinerario: el yo poético como un ser condenado a habitar lo que ya no está, lo que no le pertenece, lo que fue arrebatado. Lo ausente es más que lo perdido: es lo constitutivo, lo que organiza la subjetividad como una herida. En la voz de Rilke se dice: “No cruzas sobre el puente sino el eco que arrastra el río /…/ Has llegado a creer en lo terrible / como intervalo mudo entre dos sílabas” (Viaje hacia el silencio) y Celan extiende esta intuición hasta el extremo: el ser solo es en lo más expuesto, allí donde todo cede, donde no hay amparo: “Dichoso el que enmudece al arrojarse / como la piedra al fondo y allí pacta / ceder a lo profundo un cuerpo apenas suyo” (La estrella declinante, Celan). Conociendo la anécdota que da origen sabemos que la estrella es la de David, símbolo de su origen y motivo para la angustia. Kolmar, en su último tren, afirma: “Estaré preparado para hacerme sustancia en mi dolor. / Gravitaré en el humo. / En lo leve seré por fin mi nombre” (El último tren, Gerturd Kolmar), revelando que solo en el desprendimiento de toda carne —en el humo, en la sustancia del dolor— puede el yo encontrar su identidad. Esta poesía cavila no sobre el ser pleno, sino sobre un ser escindido, fragmentado, muchas veces reducido a una sombra de sí mismo. En Keats, ser es perecer en la belleza, afirmación que invierte toda metafísica clásica: ya no hay una identidad fija, sino un devenir que se disuelve en su propia fragilidad: “Lo que es distinto apenas de la luz y no me pertenece / que mi vida, un saber acaso nada sin su sombra /…/ Y constante que ser es perecer en la belleza” (Escritura en el agua, última carta). O, al recrear a Nelly Sachs: “Ser es estar siempre en lo más expuesto” (El destierro).

Lo bello, en esta poética, es inseparable de la muerte. Trakl lo dice: “Antes de que florezca / inmensamente sobre sus párpados la muerte, / romperá a brillar bajo ellas. Las estrellas, / se perderá mi canto como pájaro en la espesura / mientras se aleja puro del crepitar del mundo” (Despedida en Gródeck). En boca de Hölderlin se pregunta: “¿Qué permanece cuando del dolor viene el canto?” (Últimas palabras de Susette Gontard). La poesía no es bálsamo, sino eco del sufrimiento. Pero no cualquier sufrimiento: uno que transforma, que grava en la carne la memoria de lo perdido, que deja una marca imborrable en el ser: “la inacabable duda de ser hombre /…/ Sin otro paraíso que el recuerdo de la belleza // que hurtaron a la vida las palabras” (La raíz de la hondura, Novalis). La insuficiencia del ser se traduce en la imposibilidad de definirse a partir de los conceptos, de la palabra: “Quise permanece en lo celeste y solo / puse en marcha un itinerario vacío de palabras” (Un sendero azul, Else Lasker-Schüler). En esta otología del silencio: la palabra como ruina.

La corriente cautiva continúa el tránsito por estos lugares que se identifican con el puente (“¿Qué tiene de nosotros un lugar”, El puente, Bámberg) y la puerta (tür y brücke en alemán): “Estas piedras como la muerte saben quiénes somos”. La travesía no es sino el dolor: “Solo el dolor arranca al ser de la callada muerte”. Lo artificial –la piedra, el puente– es la contraposición con el bosque, lo natural y se identifica con el sufrimiento: “No se halla aquí la luz sino su herida, tal vez solo la cicatriz / del silencio hecho bosque /…/ Uno ya no lacera la soledad de la materia / ni tampoco su voz siembra cosechas de infortunio / tres sílabas de fuego pues sabe qué abandona cuanto huye: / permanecer es ser lo que olvidamos” (Vysherad).

En Las voces y el letargo asistimos al desafío de nombrar y dominar, que diría Goethe. Nuevos monólogos dramáticos en los que Nietzsche amenaza con su filosofía del martillo: “Vagabundas palabras fingen un mundo y labra el zarzal del instituto a dentelladas y destellos” (El martillo y el yunque), Heidegger se refugia en el lichtung: “La casa del ser sin muros ni ventanas abiertas está a la intemperie donde se borran las palabras dejando el clavo de su ausencia” (Rastro en el bosque). Y si Camus traduce la angustia (“¿Qué noche no nació bajo tus párpados?”, La roca de Sísifo), Moreau interpela al ángel: “El ángel viajero sobre el ruido de la ciudad que agoniza no conoce el llanto aunque pronto comprenda que solo lo que perece es bello” (El ángel viajero). La única voz que sale del ámbito centroeuropeo y anglosajón es la de Vicente Aleixandre: “Déjate invadir por lo otro: impuro de silencios y roto de ruido, podrás escuchar cómo la carne se escabulle agitando la oscura maleza de latidos al hacerse transparente” (Edén en la siesta).

Tiempo, memoria y ruina son elementos  conceptuales que describen la ontología humana: “El alma, esa parte silenciosa del bosque  (…) Ama, Dios, mi nada” (Dios de lo leve, Simone Weil). Aquí se condensa un pensamiento que recorre todo el poemario: el ser solo puede afirmarse desde su desaparición. Lo que fue, lo que no puede ya ser, constituye el verdadero territorio del hombre armado con la palabra. La palabra poética aquí no aspira a la eternidad, sino a rescatar lo fugaz, lo que arde y se extingue. “Todo se exilia al pronunciarlo (…) Frágil impulso de ser, morir es existir del todo en las palabras” (El último paseo, R. Walser) y con ello reformula la ontología: el ser no preexiste al lenguaje, sino que solo se consuma en él, como una última respiración antes del silencio.

El bosque errante no solo interroga el ser, sino que funda una ética: la de la vulnerabilidad radical. Habitar la intemperie, ser en lo más expuesto, encontrar en la herida el único lugar posible para la palabra. La poesía, entonces, no es expresión, sino exilio; no es respuesta, sino temblor. Late una desconfianza hacia este humano invento que dice Mercedes Márquez, los ángeles fríos de Sylvia Plath y una nostalgia del mundo anterior, el del bosque, que nunca está en silencio, pero que carece de la capacidad de mentir. No hay signos en el bosque, no hay engaño: “Se hace el hálito bosque en el silencio, / será materia frágil / en el sonido errante”.

Frente a la violencia del mundo, frente al crepitar de lo que se desmorona, la poesía aquí es un intento —frágil, desesperado, luminoso— de permanecer en lo que huye. Como dice uno de los versos, “permanecer es ser lo que olvidamos” (Vysherad). Y así, en esta travesía por lo leve, lo errante, lo apenas audible, el poema se convierte en ruina viva: memoria de una luz que solo queda como cicatriz: “Las palabras abdican / en lo invisible de las cosas /…/ siguiendo vas un eco: / un sonido feroz es siempre la respuesta”. Más que la palabra articulada, “Vivimos entre el éxtasis y el llanto”. O, dicho de otra forma: “Atrás el ruido, delante el silencio, / excava en tu dolor un cuerpo”. Versos como "En el áspero bosque del idioma, vestigio y laberinto, se oculta el fabuloso animal del silencio" evidencian una exploración metapoética, donde la escritura se enfrenta a su propia imposibilidad. Solo queda de verdad el sufrimiento: “Echado en un extenso escuchar, eres huésped / del mundo o de su herida”; “No menguan la niñez / ni la muerte. He nacido mi cadáver / para el fulgor gastado de una estrella // Alucinado estrépito de sílabas, / no sé qué nombre dar a lo lejano”.

La última sección, El temblor y el barro, funciona como una recapitulación. Se retoman los temas del dolor. No es psicologismo, sino ontología: el hombre es “temblor y barro” y es desde ese temblor que puede hablar, aunque sea para decir que las palabras solo abren más el silencio:   “De este dolor ser temblor y barro / resta la cicatriz que las palabras / en el letargo de las cosas abren, / como un silencio que poblara el bosque. /…/ Por el silencio viene el hombre y funda / en huellas de quietud bosques errantes”. Más que un simple poemario, Juan José Castro emprende una travesía hacia la intemperie del lenguaje, donde la poesía deja de ser un arte de la belleza para devenir lugar de resistencia y desposesión. “El silencio fue el prodigio, / repentina y fugaz morada la palabra / busca el modo en que lo interior envuelve”, resume el poeta en los versos finales, y con ello se delata una verdad fundamental del corpus: el lenguaje es siempre posterior a la pérdida. No es creación, sino vestigio. Lo que decimos, lo que escribimos, no funda sino que recuerda. La poesía aquí no es floración, sino cicatriz: “No se halla aquí la luz sino su herida” (Escritura en el agua, última carta). El bosque, recurrente en la sección El bosque errante, se convierte en imagen de este lenguaje errático, denso, donde lo que habita es un “fabuloso animal del silencio”. Esta metapoética no es celebración del lenguaje, sino confrontación con su imposibilidad. La voz “Pero la voz se astilla cuando suena / arrancando el silencio de las cosas /…/ ¿No es la desmayada de música de las cosas / a lo que clamas mundo?”. La obra se articula en una tensión constante entre la luz y la sombra, el ser y su ausencia. Como en las sinfonías de Gustav Mahler, la grandiosidad convive con lo íntimo, y la contemplación de la naturaleza se erige en metáfora de la interioridad humana. El poeta nos lleva a un territorio donde la existencia es fragilidad y fulgor, donde la niñez y la muerte son estados inalterables del alma y donde la aspiración es al silencio del bosque lleno de sonidos y armonía. Un canto errante.

 

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