sábado, 7 de junio de 2025

Reseña de Florencia Defelippe: ‘La falla en el fuego’. Ediciones Liliputienses. 202

 

Florencia Defelippe, autora argentina de Buenos Aires, es autora de Parrhesia (2009), Las malas decisiones (2014), La falla en el fuego (primera edición de 2018), Nadie vive en esta casa (2024). En cierta forma La falla en el juego es un grado de madurez poética que combina delicadeza y precisión, ternura y conciencia crítica. En esta obra, la autora se inscribe en una tradición contemporánea de poesía íntima y evocadora, sin sentimentalismos, a la vez que instala un tono propio, hecho de imágenes súbitas y de una atención aguda al paso del tiempo, a las fisuras del recuerdo, a la experiencia de lo irreparable. En el prólogo señala Claudia Marina: “Este libro habla del tiempo de lo que no alcanza a ser, del reino de lo que se insinúa, pero no se despliega, de la promesa incumplida, y también del tiempo en que algo, alguien comienza a declinar”. De hecho, es ese abanico de interpretaciones lo que dota al libro de matices, de perspectivas diversas y de acierto.

La falla en el fuego se organiza en diferentes secciones en las que el lector recorre las ruinas de lo vivido: la infancia, el deseo, la pérdida, los vínculos y la memoria que se trenzan sin jerarquías, con una voz que no impone certezas sino que bordea lo ausente. La atmósfera que recorre los poemas se detiene en los que los gestos mínimos y las escenas domésticas se vuelven señales de una fragilidad persistente. La vida tranquila es la primera sección: “Completamos de memoria algunos hechos / sin saber si fueron ciertos o nos inventamos esos años /…/ Pienso en cómo haré / para regresar a la calma / propia del nido, cómo haré con esta furia / que viene desde el mar. / Sería igual a separar a dos amantes / que eligieron mal el tiempo de su amor” (La vida tranquila). Defelippe explora la tensión entre lo cotidiano y lo fatal. El hogar, espacio tradicionalmente asociado al refugio, se convierte aquí en un lugar de inquietud: “Mi cuerpo quedó solo / bajo la luz del sol / igual que un niño que dejó escapar / su única idea posible del mundo” (La playa, un sábado). El cuerpo aparece como lugar de inscripción del tiempo y del despojo. En el poema Jardín, una enumeración nostálgica de plantas y flores desemboca en una pregunta inquietante: “¿Y esa maleza? / ¿Cuándo creció así? /…/ ¿cuándo desaparecieron todas las flores: / el rosal ahí, trepándose a la reja con sus garras / de león, las hortensias en aquella esquina / para que no se casen las chicas solteras / el jazmín y su frescura más acá y a mis pies / los pensamientos. /…/ ¿No vieron que acá / había una nena despistada y rubia / con su camperita roja? // ¿Dónde está?” (Jardín). Esta súbita irrupción de la pérdida, casi fantasmática, atraviesa buena parte de la obra y le otorga un espesor emocional que excede la mera evocación en primera persona.

Defelippe aborda el paso del tiempo a la vez que lo considera como circular, y esa dualidad de repetición y de destino es lo que recupera lo trágico en lo cotidiano: “Bastaba que se borren / esas huellas en el cuerpo y todo / volvía a comenzar: el viaje, el sauce, / el auto y la tierra, otra vez. / El tiempo y la brea / harían todo lo demás” (La tierra otra vez). Lo cierto es que dirigiendo la mirada a las nuevas generaciones, hay constancia de que puede cambiar el destino: “nadie puede sacarles la rabia, / esa idea salvaje en los ojos” (La rabia). Las imágenes de la infancia remiten no solo a la etapa, sino al instante fundacional de toda pérdida: ese momento en que algo escapa sin retorno.

Encontramos un poema de gran ternura y belleza, Izumi: “Para ella el mundo empieza ahí, nosotros somos esas / dos adultas cansadas que hablan / sobre el tiempo y el calor. La historia de la casa es / ese primer año de su vida que recordará / porque nada hubo antes: su memoria es un dios a punto de nacer”. En él se contraponen el presente y el pasado y, a la vez, el presente y el futuro, tres generaciones a las que se enfrenta la vida. Una vida que no es siempre agradable, pero que continúa latiendo: “esta agonía de saber que conmigo / hay otras cosas / que han perdido vigencia” (Otras cosas).

La voz poética reivindica el amor que nunca termina de perderse: “¿En el centro de qué cofre, en qué hueco / rosado y suave seguirá latiendo tu corazón?” (Perlas). Una nueva esperanza queda siempre para buscar: “Se abre frente a mí / una cadena de fuegos artificiales / arañas grises acaparan todo el cielo / y esa ausencia / permanece por más tiempo / que el instante luminoso” (Año nuevo). El amor también es tematizado como un espacio precario, en donde la belleza y la amenaza coexisten. En Los días que pasamos encendiendo el fuego, Defelippe escribe: ““Hicimos todo  / con el amor de quien hace las cosas para siempre, / porque no hay / muerte en la naturaleza y lo que el fuego se llevó / sigue su curso como las raíces se abren paso / entre la tierra o la última respiración de un pájaro / que sigue latiendo en la palma de mi mano”. Estos versos encierran una de las claves del libro: la vida como insistencia, como una corriente que persiste incluso en medio de la devastación. El fuego, más que una metáfora del fin, es aquí símbolo de transformación: destruye pero también ilumina, calienta y purifica.

La sección titulada Un mecanismo de supervivencia refuerza esta noción. El poema El desastre condensa la sensación de naufragio afectivo: “Nos quedaremos ahí / en el medio del naufragio / sin la pasión necesaria de tierra / sin un punto cero donde regresar”. La ausencia de un “punto cero”, es decir, de un origen o refugio al cual volver, se transforma en una condición existencial. No hay retorno posible; solo queda la posibilidad de seguir, con una ternura endurecida por la pérdida. La continua, pero casi imperceptible pérdida del amor, de tanto usarlo, que diría Manuel Alejandro, está descrita con una sensibilidad precisa: “Así que era esto, dijimos: / los días sin música / se adueñaron de la casa como una víspera / de algo que no veremos /…/ En qué momento abandonamos / esta guerra contra el mundo” (La víspera). Y También en el poema Los objetos: “hacemos el amor / con movimientos blancos y pausados / crecemos valientes un instante y podríamos ir ahora: / decir al mundo sobre el miedo, esa mentira”.

Uno de los grandes logros de La falla en el fuego es la capacidad de Defelippe para conjugar lo íntimo con lo universal. Sus versos, aunque anclados en experiencias personales, no caen nunca en el hermetismo. Por el contrario, abren resonancias amplias en el lector, gracias a una dicción que combina lo conversacional con lo lírico, lo concreto con lo simbólico. Así, en Paseo yugoeslavo leemos: “Abrazados, nos atamos a una forma / tranquila del amor. // No hay fotos de ese día”. La imagen —tan sencilla como poderosa— revela que hay momentos cuya intensidad escapa a cualquier registro, y que su valor reside precisamente en esa imposibilidad de fijarlos. Está también la contraposición con lo inerte, con los objetos, que permanecen donde los afectos se han perdido: “no es posible regresar y las cosas / que simplemente abandoné y dejaron / de ser mías para siempre un tender, el balde, / las macetas vacías y apiladas”. Y es que la obra de Defelippe también pone en diálogo el lenguaje poético con las materialidades del mundo: la seda, el fuego, las macetas vacías, el tender, el balde. Son objetos que no son meros decorados, sino que portan memorias, cicatrices, gestos cotidianos que se elevan a categoría poética. En Seda, la escritura se asemeja a un acto de cuidado extremo: “y calcar del otro lado / esa fina seda que tomás de los puntos / con el cuidado de un monje / que contempla el secreto / de su propia fragilidad”.

La falla en el fuego no ofrece respuestas, pero sí múltiples miradas con calculada sinceeridad. Cada poema funciona como una habitación abierta, un lugar donde el lector puede detenerse a habitar el silencio, la memoria, la pérdida y el deseo. La poesía de Florencia Defelippe conmueve desde lo esencial. Y en tiempos de ruido y urgencia, esa es, sin duda, una forma valiente de resistencia.

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