domingo, 27 de julio de 2025

Reseña de Juan Antonio González: ‘Noviembre desordenado’. Aliar ediciones. 2025

 Noviembre desordenado | Juan Antonio González | Aliar Ediciones


La trayectoria literaria de Juan Antonio González se ha ido consolidando en los últimos años con títulos que exploran la memoria íntima y la observación cotidiana: Historias de una casapuerta (2015), Recovecos (2018), El día menos pensado (2022) además de cuentos y poemas publicados en revistas y obras colectivas. Con Noviembre desordenado el autor roteño da un paso más en su experimentación con los géneros, pues el volumen reúne tanto prosas (un tanto noir en Lolita’s Club) como poemas, aforismos y apuntes que oscilan entre lo confesional y lo meditativo, construyendo un mapa emocional donde la memoria y el presente dialogan con intensidad:  “En el libro donde colecciono instantes, solo conservo los lugares donde estoy de tránsito, los amores pasajeros de madrugada, las calles empedradas con el rastro de desconocidos” (Carretera secundaria de 1ª Clase).

El libro es, en cierto modo, un álbum de instantes que recoge fragmentos de vida: ciudades transitadas —Baeza, Vejer, Madrid, Cádiz—, amores que se desvanecen al amanecer, calles empedradas, objetos con historia, recuerdos y ficciones que se conservan o se reinventan en la escritura. La voz poética se reconoce como nómada, siempre de paso, siempre consciente de que el tiempo no se deja fijar sino apenas rozar: “Ella acaricia las entrañas de su pasado / en aquella segunda sesión, / con la fragancia de la dama de noche / enredada en las paredes desconchadas / de ese cine de verano” (La dama de noche de un cine de verano).

La influencia de la llamada poesía de la experiencia es evidente, tanto en el tono conversacional como en la capacidad para insertar lo íntimo en un contexto social más amplio. Hay una mirada crítica hacia la ciudad contemporánea, que “desangra el corazón / de la historia de un pueblo que no quiere ser pueblo” (Penitencia), y también hacia los hábitos colectivos, en estampas tan reconocibles como las gaviotas  que devoran la basura de un verano turístico (“Mientras tanto, / las gaviotas devoran las bolsas de basura, / carroñeras de los restos de una comida / abandonada por esos que clavan sus sombrillas / como conquistadores de una nueva tierra", Breves notas veraniegas). Juan Antonio González se sitúa en esa tradición que va de Ángel González (explícitamente: “Y sobre la mesita de noche / de dejado el libro de Ángel González, / con el marcapáginas de nuestro poema: / Mientras tú existas” (La tienda de antigüedades de la calle Levante), a Luis García Montero, pero con un sello propio, donde el detalle cotidiano adquiere resonancias existenciales.

En Noviembre desordenado hay espacio para los aforismos (animalarios) que condensan intuiciones (“La hora justa siempre llega con retraso”; “De mirarse al ombligo también se sale”), y para piezas narrativas en prosa poética que funcionan como pequeñas escenas cinematográficas. Textos como La costurera de la Singer (“Te observo, sigues ahí. Cada tarde gira la rueda de esa máquina de coser, aceleras el pedal para que las costuras se sostengan en el tiempo”) o Labores de limpieza  (“De regreso al hotel, ambos hemos pensado que nunca sabremos si el tiempo ha dejado de jugar a cara o cruz con la moneda que arrojamos a la fuente de los deseos”) despliegan imágenes precisas, cargadas de melancolía y ternura, que convierten objetos comunes —una máquina de coser, una moneda arrojada a una fuente— en símbolos de la memoria compartida.

A pesar de sostener que “El pretérito perfecto no existe” (Biografía de un pupitre), el tono elegíaco recorre buena parte del libro: “Las miradas perdidas en la distancia / por unos ojos que no saben dónde miran, / porque más allá de un ojalá / se lo ha llevado el viento” (Nochevieja de 1991). Hay homenajes al padre, evocaciones de amores pasados, recuerdos de cartas guardadas en un cajón o fotografías: “Anoche, en el cajón de la cómoda, / rebusqué las cartas que nos enviamos / cuando la distancia hablaba de amor” (Intimidad de un espejo); “Las fotografías son un plagio, / una mala copia de nuestros recuerdos, / el velado de un negativo / que tiramos a la basura del olvido” (Plagio). La nostalgia, sin embargo, no se estanca en el lamento, sino que se transforma en reflexión sobre la fugacidad de la vida y la necesidad de seguir adelante. En versos como “Esta mañana / hemos encalado nuestro otoño” se percibe esa voluntad de renovar lo gastado, de dar un nuevo color al paso del tiempo: “Te invento cada noche. / Pongo alas a mis demonios / para verte en esa máquina del tiempo, / entre los sueños atrapados en las redes / lanzadas al mar” (Con nocturnidad y alegoría). O incluso en el poema que da título al volumen: “Aquí arriba, arde el fuego azul de este otoño envenenado, donde hemos dejado que la nostalgia mude su piel de serpiente” (Noviembre desordenado). Esa imagen de transformación y fuego interno define una escritura que asume el desorden como forma de autenticidad. El título, Noviembre desordenado, resume bien la propuesta estética del libro: un mosaico de piezas que no buscan la linealidad sino la fragmentación, como si cada texto fuese un destello en medio de un otoño convulso.

Uno de los aciertos del libro es su capacidad para combinar lo personal con lo colectivo. Un ejemplo de lo primero podía ser La voz nocturna (“En mi garganta, seca por el deseo, / se me desgarra la boca en la tragedia / de unos besos que mis labios ignoran”) y el otro, el poema dedicado al pequeño Aylan, la más trágica imagen de la crisis migratoria, que sitúa la escritura en un plano ético, recordando que la poesía también es testimonio de nuestro tiempo. En esa misma línea, aparece la conciencia como “vecino incómodo” (Un apuntador en el foso del teatro) o la memoria histórica de una ciudad vieja atravesada por la lluvia (“Camina de luto riguroso / sin pisar los adoquines mojados / de la ciudad vieja”, La travesía de un polizonte).

La musicalidad de los versos, el ritmo pausado de la prosa poética, la capacidad para condensar imágenes poderosas en pocas líneas, hacen de Noviembre desordenado una lectura sugerente. Juan Antonio González logra que lo íntimo y lo universal se entrelacen, que una escena doméstica convoque resonancias históricas, que un recuerdo amoroso se transforme en reflexión sobre el tiempo y la pérdida: “Llega mi relevo con los ojos desnudos / y el seísmo en la voz. / Me despido en este cambio de turno / con la lluvia imperdonable  de este otoño / de un octubre sin atardecer” (Cinco curvas).

Con Noviembre desordenado confirma la madurez literaria de Juan Antonio González. Es un libro que se mueve entre la ternura y la crítica, entre la nostalgia y la lucidez, entre lo personal y lo colectivo.

 

domingo, 13 de julio de 2025

Reseña de Ana Vega: ‘La cuerda’. Uve Books 2024.

 ANA VEGA - Biografía y mejores libros | La Vanguardia


Ana Vega no escribe desde la comodidad ni desde la distancia. En La cuerda escribe desde el temblor. Desde la grieta de la memoria y el pulso de lo irrecuperable. Es una cuerda que se tensa entre víctima y verdugo, entre silencio y palabra, entre la necesidad de testimoniar y el vértigo de hacerlo. Su voz no busca la belleza complaciente: busca la verdad del cuerpo herido, la del alma que intenta todavía levantarse. Autora consolidada tras El cuaderno griego (2008), Realidad paralela (2008), Breve testimonio de una mirada (2009), La edad de los lagartos (2011), Llanquihue (2012), Al xeito del tambor (2013), Auschwitt 13 (2013), Cantar en el desierto (2015), Resiliencia (2015), Herencia (2018), Origen (2020), Fresas con carne (20219), Principio de supervivencia (2021) y Grillos en los árboles (2022). La trayectoria de Ana Vega ha sido una insistencia en los bordes: la mirada, la identidad, la memoria del trauma. La cuerda continúa esa exploración, pero desde un lugar más sombrío y también más luminoso.

El libro se abre con una dedicatoria que ya anuncia su territorio ético: “A todas las personas que algún día fueron víctimas de algo o alguien en algún momento de sus vidas”. No hay evasión posible. Desde esa primera línea, la poeta traza una geografía del dolor que no es abstracta, sino encarnada, corporal, profundamente humana. En el prólogo, Nerea Aguado la llama “incómoda Ana”. Esa incomodidad es su valor más alto: no escribir para consolar, sino para remover.

En Antártida. La soledad de las víctimas, Ana Vega levanta el primer paisaje: el del nacimiento truncado, la inocencia arrebatada, el cuerpo convertido en símbolo de la pérdida. “Algunos recién nacidos llegan a este mundo / en forma de ataúd. Sus brazos y sus diminutas piernas / parecen acomodarse a las dimensiones de la caja”. En esos versos el poema se vuelve abismo: el mundo como un lugar donde la vida, incluso en su comienzo, ya carga con la forma de la muerte. En la voz poética, la víctima no es un sujeto marginal, sino el centro alrededor del cual orbita toda la moral posible: “Porque ahora quien gobierna / es el propio verdugo / de todos los hijos asesinados / de todas las madres de este mundo”. Vega no escribe sólo de lo individual, sino de la estructura misma del poder, de la herencia del dolor que las sociedades reproducen y consagran: “Nunca se debería procurar / a quien nunca pidió / perdón alguno”, sentencia el poema, como si nombrar la falta fuese el único modo de abrir una fisura en la impunidad. Porque “No hay lugar / donde esconderse / para la víctima”.

El poder de lo inquebrantable, de lo instituido, de lo inmutable, es uno de los ejes del libro. Y sin embargo, en el temblor de ese verso, algo se resquebraja: la poesía como tentativa de fisura, como forma de resistencia: “Cómo puede quebrar la víctima / una imagen con tal carga de poder / que ni el mundo ha sabido reconducir”. En otro momento, escribe: “Poco o más bien nada, / se habla de toda esa multitud / de niños perdidos que más tarde / serán carne tierna para todo tipo / de caza, pues en el olor / de la inocencia perdida / se anticipa el sufrimiento / futuro”. El poema se convierte aquí en denuncia y profecía. La infancia es el espejo de un porvenir quebrado, el germen de un dolor que se transmite como herencia. Y luego llega el silencio, la complicidad: “profesionales que culpan / en vez de sanar, / amigos que huye, / familia que susurra / signo de silencio / con las manos sellando / la boca, / haciendo la cruz / en forma / de / indiferencia”. La imagen es brutal: el gesto de cruzar las manos para callar, de transformar la fe en mudez. El poema muestra la trama social del abandono, la red invisible de quienes, por cobardía o comodidad, sostienen al verdugo con su indiferencia: “Es la soledad de la víctima / la de la impotencia más oscura”. Y esa oscuridad es la que da cuerpo a todo La cuerda: la conciencia de que el dolor no se disuelve, de que el trauma no termina con el hecho, sino que persiste, habita, respira.

En Kolima. La cobardía del verdugo, la poeta cambia el foco. Ya no es la víctima quien habla, sino la mirada que se posa sobre quien hiere: “Perro no come perro, /…/Porque entre ellos se reconocen, / y salvan y consuelan y lamen, / y porque no hay delito / sin manada presente u oculta”. El verdugo no es nunca uno solo, la violencia es colectiva, compartida, estructural. Esa manada, la de los cómplices, la de los que callan o celebran, aparece retratada con una serenidad que espanta: “Esas criaturas / con las que charlamos / sobre el tiempo / y sonreímos / tranquilos / mientras acaricias / la cabeza / de nuestros hijos. / Y sueñan con aplastarlas / contra la pared”. La doble vida del monstruo cotidiano, la banalidad del mal en su forma más íntima. La palabra “infinita” resuena como eco moral: el mal como una forma de pereza, de no querer mirarse, de no asumir la propia sombra: “Es tan grande la cobardía de quien hiere /…/ Esa infinita cobardía. / La de toda la manada”.

En Oymyakon. Los que miran, el poema se vuelve espejo. Ya no habla sólo de víctimas ni de verdugos, sino de nosotros, los testigos: “Podíamos hablar del experimento Milgram, / de la prisión de Stanford, / del efecto Lucifer que tan bien describe Zimbardo, / pero finalmente el poder se basa en arrebatarles / el alma”. Vega introduce la ciencia, la sociología y la psicología, pero lo hace con la contundencia del poema: el poder es despojo del alma. Aquí la poesía se vuelve juicio. No hay inocentes. La indiferencia es la forma moderna de la violencia: “La psicología de masas / se aplica cada día / sobre nosotros / sin que nadie se atreva / a alzar / ni mirada incluso. / Bastó la cobardía moral / y bastó, / tan solo, / únicamente, / un solo hecho: / la absoluta indiferencia / de todos los hombres y mujeres. / También la de / los buenos”.

La poeta entiende el trauma no sólo como herida, sino como legado: “Cabalga, en ocasiones, el trauma / de generación en generación. / De madre en madre, / abuela, hija, / amante, conductas desviadas, / en definitiva, el SECRETO”. La palabra secreto aparece: no como simple confidencia, sino como aquello que estructura la vida entera. La transmisión del silencio, la complicidad involuntaria. El poema se detiene a pensar en la raíz: no es el destino, no es la naturaleza, sino la elección. Elegir mirar o no mirar, hablar o callar: “He ahí / nuestra vulnerabilidad: / la de la elección del hombre”. Y de nuevo: “Pero son las manos las que dan forma / a la violencia, / también la boca, / la lengua que se aproxima al paladar / y lento pronuncia /…/ Y finalmente todos los que desde / ambos lados del círculo / DECIDEN no hacer / absolutamente NADA / para impedirlo”. La responsabilidad se reparte entre todos: el gesto físico, la omisión, la pasividad. El poema no acusa desde la distancia: nos involucra. Ana Vega denuncia la perversión del lenguaje: cómo el discurso del poder despoja a la víctima incluso de su nombre, cómo convierte su dolor en sospecha: “A veces, los que miran / acusan a otros de víctimas y se suele utilizar exactamente / la expresión: ‘ir de víctima’”.

El poema se vuelve ensayo moral porque nombrar es resistir, callar es participar. En la precisión del lenguaje, Ana Vega encuentra su ética: “La apropiación del lenguaje, / del discurso, / la utilización de este como símbolo / permite que la fauna más salvaje / se ampare en una de sus herramientas / más claras: / la distorsión, / la confusión de términos, / la banalidad del mal… / Aquello permite premiar / al verdugo / y castigar a la víctima, / por no decir muerte, / sufrimiento, / atrocidad, / devastación, / por no nombrar / culpables”. Y aún así, hay una posibilidad de ruptura: “El ciclo de la violencia / se detiene, al menos, un instante, / cuando alguien, en algún lugar, / intuye un dolor que no es propio /…/ y entonces decide, de manera / prácticamente inconsciente, / decir: basta”. Ese basta no es un grito heroico, sino un acto íntimo: la conciencia que se abre, la compasión que interrumpe el ciclo.

En El despertar último: La recuperación del alma violada, el libro se ilumina. No porque olvide, sino porque elige mirar desde otro sitio: “Recuperar la inocencia / del rostro devastado. / Quizá una leve sonrisa. / Un leve despertar. / Tal vez cierto florear / desde lo oscuro / hacia dentro”. El poema deja de ser denuncia y se vuelve ofrenda. La víctima se reencuentra con su propia piel. Aquí la poeta devuelve el cuerpo al centro del discurso: no hay sanación sin encarnación. El dolor no es una metáfora; es una biología de la memoria: “Poco o nada se habla de cómo el trauma / toma, habita, domina el cuerpo”; “Transforma el legado / de nuestra sangre. / Curar el trauma / que implica / el linaje. / Romper de forma definitiva / el ciclo de abuso y violencia”. En estos versos, la palabra romper suena como un acto de libertad: la decisión de no transmitir el horror, de interrumpir la cadena.

La cuerda, al final, no es la del ahorcamiento, sino la del rescate. Una cuerda que sostiene, que ata a la vida, que recuerda que del dolor también puede nacer una claridad: “Ya solo luz, / nunca oscuridad. / Y guardar / ese tesoro, / dentro”. El libro cierra con la afirmación más íntima: “Mi casa es esta piel, / este rostro, / estas manos, / estas cicatrices, / este golpe / que he transformado / en conciencia. / Y en mi casa solo yo / puedo estar”. No hay redención más honesta que esta: aceptar el propio cuerpo como morada, la herida como lugar de verdad.

La cuerda no busca consolar. Es un poema-laberinto donde cada palabra abre una pregunta y cada silencio respira como una oración. Ana Vega escribe desde la frontera entre el testimonio y la lucidez, desde el lugar donde el dolor se vuelve conocimiento. Leer este libro es asistir a una ceremonia del lenguaje, a una ética de la palabra dicha con temblor y con fuego. Porque en la cuerda de no sólo pende la víctima: también el lector, que al final comprende que la cuerda no se corta, se sostiene. Y que de ese sostén depende, quizás, la posibilidad misma de seguir siendo humanos.

domingo, 6 de julio de 2025

Reseña de Encarni Buendía: ‘Raíces’. Ediciones En Huida. 2023

 


Encarni Buendía ya había publicado Hilos en la desescalada (2022) antes de Raíces. Desde su primer temblor, el poemario parece buscar el pulso que une lo que ha sido con lo que todavía se recuerda, ese hilo casi invisible entre la materia y la evocación. No es casual que aparezca la frase inaugural: “Esta es la historia del retorno de la memoria a la ida y la vuelta”. En esa ida y vuelta, en ese vaivén de tierra y vuelo, Buendía instala su voz: una voz que sabe del origen y de la pérdida, del aceite y la raíz, del silencio y su quebradura.

El libro se abre con una resonancia que ya anuncia su doble movimiento: huir para recordar, recordar para poder huir. La autora nos sitúa en una geografía espiritual donde la memoria no es ancla sino impulso: Huida de memoria. Las citas de León Felipe y María Zambrano que acompañan esta sección no son ornamento sino declaración: el vuelo y la tierra son los polos de una misma tensión. “Volar es llevarle la contraria a la tierra. / No es fácil arrancar raíces / Brillo de aceite y mar” (Aceite). Encarni Buendía convoca en este verso una imagen de resistencia íntima: el deseo de elevarse sin olvidar de dónde se viene, el gesto obstinado de lo que se arranca sabiendo que algo del suelo siempre se queda en la piel. La voz poética explora el descenso después del ascenso, la lenta toma de tierra tras el vuelo. “Es seca la jota de Jaén, / raíz de fuerte olvido arraigado / a tierra” (Seca). Aquí, la poeta se aferra al sonido de lo árido, a la sequedad como identidad y herencia. La tierra de Jaén se vuelve símbolo del recuerdo que no cede, del olvido que no es ausencia sino sed. La poesía se pliega sobre sí misma, buscando un tono de genealogía íntima, un linaje del polvo.

La escritura parece moverse entre dos planos: lo que se dice y lo que no se logra decir. Habita la conciencia de que toda palabra es una forma de reconciliación inacabada: “Las anomalías podrían valer / para cerrar conversaciones pendientes” (Anomalías). La poesía, aquí, no es mero testimonio, sino intento de clausura, reparación posible ante lo que quedó abierto. Sin embargo, la voz no renuncia al riesgo de lo implícito, a la belleza de lo que queda a medio pronunciar. De ahí la pureza de su confesión: “El brillo queda limpio, no hay mancha posible / cuando nos hemos tragado todo el lastre / tienta, pan y aceite de lo no dicho” (Aceitinta). La autora sabe que el silencio también alimenta, que la transparencia a veces se conquista tragando oscuridad. La materia —el aceite, el pan— se convierte en metáfora de lo espiritual: el alimento del alma que aún no sabe si callar o hablar.

En Hormigas en la memoria, Buendía se pregunta por la espontaneidad y el tiempo de la palabra: “Ha de venir un tiempo / en el que los dientes se afilen / y la lengua no se deslice tarde. / ¿Cuándo se aprende al taque? / ¿La espontaneidad verbal in situ?”. En esa inquietud late la conciencia de una poética de la demora: la palabra llega tarde, pero llega. El poema se hace entonces ejercicio de espera, de aprendizaje lento del habla. Hay en Borrasca un gesto de aceptación: “Abrazo la tormenta, un otoño de luz y tormento”. La poeta no huye de la intemperie; la abraza. Es un verso que resume su manera de mirar: enfrentarse a la contradicción sin resolverla, aceptar que la luz y el tormento son inseparables. En Invierno confundido escribe: “Tú confundiste / mis labios escarchados / con mi silencio”. El silencio no es ausencia, sino lenguaje congelado. En la confusión del otro, ese que interpreta la mudez como frialdad, hay una tensión erótica y vulnerable: la dificultad de ser entendida en la hondura del frío.

El poema Sauce nos ofrece un refugio: “El bueno sentirse abrigado / cuando las siluetas se alargan / con los días y los días / con sus cálidas horas”. Aquí la voz poética se reconcilia con la lentitud. El sauce, árbol del recogimiento, cobija la nostalgia de un tiempo que se alarga, que se estira como un eco. En cambio, en Oscuro, la materia se vuelve cuerpo: “Es un pararrayos del dolor / empatía de madera / plástico en la neutrotransmisión / memoria aislante”. El verso introduce una reflexión casi científica sobre la emoción: el dolor traducido en conductividad, en energía y aislamiento. Encarni Buendía parece sugerir que la memoria es una corriente que duele, pero también protege.

La resistencia que propugna la autora no es política ni pública, sino íntima: la del cuerpo que aún pronuncia, la de la mente que se reconoce en la frontera de su propio lenguaje: “Cuando resistir es cohabitar / más allá de la lengua-cerebro, / unidos / palabra y razón se detienen en el labio / borde del camino” (Resisto). En Despedidas de asfalto la autora retoma esa conciencia temporal: “Todo lo no resuelto / vive en las páginas de carne, / luego como reflexión marchita / de un tiempo rancio / se reescribe en las blancas”. La página de carne (el cuerpo) y la página blanca (la escritura) son vasos comunicantes de una misma memoria. Lo no resuelto persiste, se reescribe, vuelve. La poesía, entonces, es el lugar donde el tiempo vuelve a ser tiempo.

La segunda mitad del libro se titula Regreso. Y en ella, el tono se dulcifica sin perder profundidad. Las citas de Machado y Juarroz funcionan como hilos de continuidad: dos poetas de la introspección que dialogan con la voz de Encarni Buendía. “Todo languidece, / se vuelve líquido en mis labios / ante tus dudas” (Miedo). El verso revela una transformación: la materia sólida se disuelve, la voz se licúa ante el temblor del otro. La duda ajena se vuelve espejo del propio desvanecimiento. Sin embargo, el Regreso no es derrota, sino reconciliación. “Me ofreces el zumo de tus manos / y la distancia generacional se acorta” (Regreso). Aquí aparece la ternura, la posibilidad del encuentro entre tiempos, entre edades. La memoria ya no es carga, sino puente.

La fe de Encarni Buendía no es trascendental, sino terrena: la fe en la continuidad del paso, en el color terroso del camino: “No quiero / azules ni promesas / solo necesito la compañía / seca de mis pasos / en el marrón seguro de la tierra / en la grieta y su borde” (Fe). La poesía se vuelve humildad, aceptación de lo mínimo, reconciliación con lo que se pisa. En Calle Suecia 4, la autora traza un recuerdo urbano que es también moral: “Recordaré siempre aquel hogar / y el momento en el que la moralidad / empezó a medirse en caracteres”. La poesía contemporánea se asoma aquí a la conciencia digital, a esa modernidad donde la ética se mide en píxeles, en signos. El verso destila ironía y melancolía: la nostalgia de una casa que ya no existe en el mismo plano que la memoria. Mezclar términos no convencionalmente poéticos como son los derivados de la ciencia ayuda a adentrarse en el universo peculiar y radicalmente contemporáneo de la poética de Encarni Buendía. Contemporáneo como la preocupación por las transformaciones de la identidad, que se hacen más visibles en Círculos: “Las frecuencias se alteran, / el compás de la memoria se confunde, / la niña se adormece / y el trazo es un nuevo orbe al que adaptarse, / una historia novata que dé cobijo a todos los cálculos”. Hay en estos versos una metáfora de la madurez: la memoria se distorsiona, pero en esa distorsión nace una nueva forma de comprensión. La niña dormida es el pasado, la historia novata es el presente que aprende a sostener el peso del tiempo.

El poema Culpable ofrece la autocomprensión como salvación: “No necesito verdugo / he aplicado a mi alma / una honda comprensión”. La poeta declara que el perdón no viene de fuera, que la redención se conquista en la mirada interior. Su poesía no busca absolución sino lucidez. En Gira al aire del mundo, la autora expone su pensamiento filosófico con tono casi científico: “Si comprendemos que el punto más próximo al Sol del planeta rojo no es fijo / o que la gravedad cambia la trayectoria fotónica / ¿por qué nos cuesta tanto verbalizar / la curvatura de las emociones?”. Aquí la metáfora cósmica se vuelve espejo del alma: el universo físico y el emocional comparten leyes de incertidumbre. Con una sensibilidad contemporánea, conecta la física del cosmos con la física del sentir.

El cierre del libro es un retorno al origen, pero ya purificado. “Finalizo en el origen / otras bocas y miradas / cavernas que engendran el mundo / cuna del lenguaje con y sin habla” (A veces). El poema no cierra, abre. El lenguaje es cuna y caverna, palabra y silencio. La autora comprende que el principio y el final se confunden, que el retorno no es clausura sino reinvención. Finalmente, en Cuando cura, el poema que da título simbólico al libro, la autora declara: “Todas mis cicatrices / forman una espiral / de libertad ya libre”. La espiral es la imagen definitiva: movimiento perpetuo, curación que no es olvido sino expansión. La libertad no se conquista, se recuerda. Es la raíz que se eleva.

Raíces es un libro que camina entre el polvo y la luz, entre el recuerdo y su pérdida. La poesía de Encarni Buendía no teme la contradicción: sabe que en el mismo verso puede convivir la aridez del olivar y el brillo del mar, la sequedad y el aceite. Su lenguaje es austero pero denso, íntimo pero consciente de su tiempo. En cada poema late una reflexión sobre la memoria, sobre el cuerpo que la sostiene y la palabra que la rescata. La autora no busca explicar, sino permanecer en la vibración de lo que aún se siente. La presencia de la tierra —Jaén, el aceite, el pan— no es decorativa: es raíz y sustento. Pero también hay vuelo, desplazamiento, vértigo. “Volar es llevarle la contraria a la tierra”, escribe. Ese verso podría leerse como la poética entera del libro: el intento de despegar sin olvidar, de sostener el cuerpo en el aire sin perder el peso del suelo. De ese equilibrio nace su autenticidad. Raíces es, en última instancia, una meditación sobre la herencia y la palabra. Sobre la dificultad de decir lo vivido, sobre la necesidad de volver al origen para entender el presente. Cada poema, incluso el más breve, se comporta como una célula viva, en diálogo con los demás. Construye una constelación de memorias que no se oponen, sino que giran unas sobre otras, como los planetas que menciona, atraídos por una gravedad secreta: la de la emoción. Porque todas las cicatrices —las suyas, las nuestras— acaban formando la misma figura: la de una libertad que ya no necesita justificarse. Encarni Buendía no pretende enseñar, sino acompañar, recordarnos que resistir, a veces, es solo eso: seguir escribiendo en la arena, incluso cuando el mar borra lo escrito.