Encarni Buendía ya había publicado Hilos en la desescalada (2022) antes de Raíces. Desde su primer temblor, el poemario parece buscar el pulso que une lo que ha sido con lo que todavía se recuerda, ese hilo casi invisible entre la materia y la evocación. No es casual que aparezca la frase inaugural: “Esta es la historia del retorno de la memoria a la ida y la vuelta”. En esa ida y vuelta, en ese vaivén de tierra y vuelo, Buendía instala su voz: una voz que sabe del origen y de la pérdida, del aceite y la raíz, del silencio y su quebradura.
El libro se abre con una resonancia que ya anuncia su doble movimiento: huir para recordar, recordar para poder huir. La autora nos sitúa en una geografía espiritual donde la memoria no es ancla sino impulso: Huida de memoria. Las citas de León Felipe y María Zambrano que acompañan esta sección no son ornamento sino declaración: el vuelo y la tierra son los polos de una misma tensión. “Volar es llevarle la contraria a la tierra. / No es fácil arrancar raíces / Brillo de aceite y mar” (Aceite). Encarni Buendía convoca en este verso una imagen de resistencia íntima: el deseo de elevarse sin olvidar de dónde se viene, el gesto obstinado de lo que se arranca sabiendo que algo del suelo siempre se queda en la piel. La voz poética explora el descenso después del ascenso, la lenta toma de tierra tras el vuelo. “Es seca la jota de Jaén, / raíz de fuerte olvido arraigado / a tierra” (Seca). Aquí, la poeta se aferra al sonido de lo árido, a la sequedad como identidad y herencia. La tierra de Jaén se vuelve símbolo del recuerdo que no cede, del olvido que no es ausencia sino sed. La poesía se pliega sobre sí misma, buscando un tono de genealogía íntima, un linaje del polvo.
La escritura parece moverse entre dos planos: lo que se dice y lo que no se logra decir. Habita la conciencia de que toda palabra es una forma de reconciliación inacabada: “Las anomalías podrían valer / para cerrar conversaciones pendientes” (Anomalías). La poesía, aquí, no es mero testimonio, sino intento de clausura, reparación posible ante lo que quedó abierto. Sin embargo, la voz no renuncia al riesgo de lo implícito, a la belleza de lo que queda a medio pronunciar. De ahí la pureza de su confesión: “El brillo queda limpio, no hay mancha posible / cuando nos hemos tragado todo el lastre / tienta, pan y aceite de lo no dicho” (Aceitinta). La autora sabe que el silencio también alimenta, que la transparencia a veces se conquista tragando oscuridad. La materia —el aceite, el pan— se convierte en metáfora de lo espiritual: el alimento del alma que aún no sabe si callar o hablar.
En Hormigas en la memoria, Buendía se pregunta por la espontaneidad y el tiempo de la palabra: “Ha de venir un tiempo / en el que los dientes se afilen / y la lengua no se deslice tarde. / ¿Cuándo se aprende al taque? / ¿La espontaneidad verbal in situ?”. En esa inquietud late la conciencia de una poética de la demora: la palabra llega tarde, pero llega. El poema se hace entonces ejercicio de espera, de aprendizaje lento del habla. Hay en Borrasca un gesto de aceptación: “Abrazo la tormenta, un otoño de luz y tormento”. La poeta no huye de la intemperie; la abraza. Es un verso que resume su manera de mirar: enfrentarse a la contradicción sin resolverla, aceptar que la luz y el tormento son inseparables. En Invierno confundido escribe: “Tú confundiste / mis labios escarchados / con mi silencio”. El silencio no es ausencia, sino lenguaje congelado. En la confusión del otro, ese que interpreta la mudez como frialdad, hay una tensión erótica y vulnerable: la dificultad de ser entendida en la hondura del frío.
El poema Sauce nos ofrece un refugio: “El bueno sentirse abrigado / cuando las siluetas se alargan / con los días y los días / con sus cálidas horas”. Aquí la voz poética se reconcilia con la lentitud. El sauce, árbol del recogimiento, cobija la nostalgia de un tiempo que se alarga, que se estira como un eco. En cambio, en Oscuro, la materia se vuelve cuerpo: “Es un pararrayos del dolor / empatía de madera / plástico en la neutrotransmisión / memoria aislante”. El verso introduce una reflexión casi científica sobre la emoción: el dolor traducido en conductividad, en energía y aislamiento. Encarni Buendía parece sugerir que la memoria es una corriente que duele, pero también protege.
La resistencia que propugna la autora no es política ni pública, sino íntima: la del cuerpo que aún pronuncia, la de la mente que se reconoce en la frontera de su propio lenguaje: “Cuando resistir es cohabitar / más allá de la lengua-cerebro, / unidos / palabra y razón se detienen en el labio / borde del camino” (Resisto). En Despedidas de asfalto la autora retoma esa conciencia temporal: “Todo lo no resuelto / vive en las páginas de carne, / luego como reflexión marchita / de un tiempo rancio / se reescribe en las blancas”. La página de carne (el cuerpo) y la página blanca (la escritura) son vasos comunicantes de una misma memoria. Lo no resuelto persiste, se reescribe, vuelve. La poesía, entonces, es el lugar donde el tiempo vuelve a ser tiempo.
La segunda mitad del libro se titula Regreso. Y en ella, el tono se dulcifica sin perder profundidad. Las citas de Machado y Juarroz funcionan como hilos de continuidad: dos poetas de la introspección que dialogan con la voz de Encarni Buendía. “Todo languidece, / se vuelve líquido en mis labios / ante tus dudas” (Miedo). El verso revela una transformación: la materia sólida se disuelve, la voz se licúa ante el temblor del otro. La duda ajena se vuelve espejo del propio desvanecimiento. Sin embargo, el Regreso no es derrota, sino reconciliación. “Me ofreces el zumo de tus manos / y la distancia generacional se acorta” (Regreso). Aquí aparece la ternura, la posibilidad del encuentro entre tiempos, entre edades. La memoria ya no es carga, sino puente.
La fe de Encarni Buendía no es trascendental, sino terrena: la fe en la continuidad del paso, en el color terroso del camino: “No quiero / azules ni promesas / solo necesito la compañía / seca de mis pasos / en el marrón seguro de la tierra / en la grieta y su borde” (Fe). La poesía se vuelve humildad, aceptación de lo mínimo, reconciliación con lo que se pisa. En Calle Suecia 4, la autora traza un recuerdo urbano que es también moral: “Recordaré siempre aquel hogar / y el momento en el que la moralidad / empezó a medirse en caracteres”. La poesía contemporánea se asoma aquí a la conciencia digital, a esa modernidad donde la ética se mide en píxeles, en signos. El verso destila ironía y melancolía: la nostalgia de una casa que ya no existe en el mismo plano que la memoria. Mezclar términos no convencionalmente poéticos como son los derivados de la ciencia ayuda a adentrarse en el universo peculiar y radicalmente contemporáneo de la poética de Encarni Buendía. Contemporáneo como la preocupación por las transformaciones de la identidad, que se hacen más visibles en Círculos: “Las frecuencias se alteran, / el compás de la memoria se confunde, / la niña se adormece / y el trazo es un nuevo orbe al que adaptarse, / una historia novata que dé cobijo a todos los cálculos”. Hay en estos versos una metáfora de la madurez: la memoria se distorsiona, pero en esa distorsión nace una nueva forma de comprensión. La niña dormida es el pasado, la historia novata es el presente que aprende a sostener el peso del tiempo.
El poema Culpable ofrece la autocomprensión como salvación: “No necesito verdugo / he aplicado a mi alma / una honda comprensión”. La poeta declara que el perdón no viene de fuera, que la redención se conquista en la mirada interior. Su poesía no busca absolución sino lucidez. En Gira al aire del mundo, la autora expone su pensamiento filosófico con tono casi científico: “Si comprendemos que el punto más próximo al Sol del planeta rojo no es fijo / o que la gravedad cambia la trayectoria fotónica / ¿por qué nos cuesta tanto verbalizar / la curvatura de las emociones?”. Aquí la metáfora cósmica se vuelve espejo del alma: el universo físico y el emocional comparten leyes de incertidumbre. Con una sensibilidad contemporánea, conecta la física del cosmos con la física del sentir.
El cierre del libro es un retorno al origen, pero ya purificado. “Finalizo en el origen / otras bocas y miradas / cavernas que engendran el mundo / cuna del lenguaje con y sin habla” (A veces). El poema no cierra, abre. El lenguaje es cuna y caverna, palabra y silencio. La autora comprende que el principio y el final se confunden, que el retorno no es clausura sino reinvención. Finalmente, en Cuando cura, el poema que da título simbólico al libro, la autora declara: “Todas mis cicatrices / forman una espiral / de libertad ya libre”. La espiral es la imagen definitiva: movimiento perpetuo, curación que no es olvido sino expansión. La libertad no se conquista, se recuerda. Es la raíz que se eleva.
Raíces es un libro que camina entre el polvo y la luz, entre el recuerdo y su pérdida. La poesía de Encarni Buendía no teme la contradicción: sabe que en el mismo verso puede convivir la aridez del olivar y el brillo del mar, la sequedad y el aceite. Su lenguaje es austero pero denso, íntimo pero consciente de su tiempo. En cada poema late una reflexión sobre la memoria, sobre el cuerpo que la sostiene y la palabra que la rescata. La autora no busca explicar, sino permanecer en la vibración de lo que aún se siente. La presencia de la tierra —Jaén, el aceite, el pan— no es decorativa: es raíz y sustento. Pero también hay vuelo, desplazamiento, vértigo. “Volar es llevarle la contraria a la tierra”, escribe. Ese verso podría leerse como la poética entera del libro: el intento de despegar sin olvidar, de sostener el cuerpo en el aire sin perder el peso del suelo. De ese equilibrio nace su autenticidad. Raíces es, en última instancia, una meditación sobre la herencia y la palabra. Sobre la dificultad de decir lo vivido, sobre la necesidad de volver al origen para entender el presente. Cada poema, incluso el más breve, se comporta como una célula viva, en diálogo con los demás. Construye una constelación de memorias que no se oponen, sino que giran unas sobre otras, como los planetas que menciona, atraídos por una gravedad secreta: la de la emoción. Porque todas las cicatrices —las suyas, las nuestras— acaban formando la misma figura: la de una libertad que ya no necesita justificarse. Encarni Buendía no pretende enseñar, sino acompañar, recordarnos que resistir, a veces, es solo eso: seguir escribiendo en la arena, incluso cuando el mar borra lo escrito.
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