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Ana Vega no escribe desde la comodidad ni desde la distancia. En La cuerda escribe desde el temblor. Desde la grieta de la memoria y el pulso de lo irrecuperable. Es una cuerda que se tensa entre víctima y verdugo, entre silencio y palabra, entre la necesidad de testimoniar y el vértigo de hacerlo. Su voz no busca la belleza complaciente: busca la verdad del cuerpo herido, la del alma que intenta todavía levantarse. Autora consolidada tras El cuaderno griego (2008), Realidad paralela (2008), Breve testimonio de una mirada (2009), La edad de los lagartos (2011), Llanquihue (2012), Al xeito del tambor (2013), Auschwitt 13 (2013), Cantar en el desierto (2015), Resiliencia (2015), Herencia (2018), Origen (2020), Fresas con carne (20219), Principio de supervivencia (2021) y Grillos en los árboles (2022). La trayectoria de Ana Vega ha sido una insistencia en los bordes: la mirada, la identidad, la memoria del trauma. La cuerda continúa esa exploración, pero desde un lugar más sombrío y también más luminoso.
El libro se abre con una dedicatoria que ya anuncia su territorio ético: “A todas las personas que algún día fueron víctimas de algo o alguien en algún momento de sus vidas”. No hay evasión posible. Desde esa primera línea, la poeta traza una geografía del dolor que no es abstracta, sino encarnada, corporal, profundamente humana. En el prólogo, Nerea Aguado la llama “incómoda Ana”. Esa incomodidad es su valor más alto: no escribir para consolar, sino para remover.
En Antártida. La soledad de las víctimas, Ana Vega levanta el primer paisaje: el del nacimiento truncado, la inocencia arrebatada, el cuerpo convertido en símbolo de la pérdida. “Algunos recién nacidos llegan a este mundo / en forma de ataúd. Sus brazos y sus diminutas piernas / parecen acomodarse a las dimensiones de la caja”. En esos versos el poema se vuelve abismo: el mundo como un lugar donde la vida, incluso en su comienzo, ya carga con la forma de la muerte. En la voz poética, la víctima no es un sujeto marginal, sino el centro alrededor del cual orbita toda la moral posible: “Porque ahora quien gobierna / es el propio verdugo / de todos los hijos asesinados / de todas las madres de este mundo”. Vega no escribe sólo de lo individual, sino de la estructura misma del poder, de la herencia del dolor que las sociedades reproducen y consagran: “Nunca se debería procurar / a quien nunca pidió / perdón alguno”, sentencia el poema, como si nombrar la falta fuese el único modo de abrir una fisura en la impunidad. Porque “No hay lugar / donde esconderse / para la víctima”.
El poder de lo inquebrantable, de lo instituido, de lo inmutable, es uno de los ejes del libro. Y sin embargo, en el temblor de ese verso, algo se resquebraja: la poesía como tentativa de fisura, como forma de resistencia: “Cómo puede quebrar la víctima / una imagen con tal carga de poder / que ni el mundo ha sabido reconducir”. En otro momento, escribe: “Poco o más bien nada, / se habla de toda esa multitud / de niños perdidos que más tarde / serán carne tierna para todo tipo / de caza, pues en el olor / de la inocencia perdida / se anticipa el sufrimiento / futuro”. El poema se convierte aquí en denuncia y profecía. La infancia es el espejo de un porvenir quebrado, el germen de un dolor que se transmite como herencia. Y luego llega el silencio, la complicidad: “profesionales que culpan / en vez de sanar, / amigos que huye, / familia que susurra / signo de silencio / con las manos sellando / la boca, / haciendo la cruz / en forma / de / indiferencia”. La imagen es brutal: el gesto de cruzar las manos para callar, de transformar la fe en mudez. El poema muestra la trama social del abandono, la red invisible de quienes, por cobardía o comodidad, sostienen al verdugo con su indiferencia: “Es la soledad de la víctima / la de la impotencia más oscura”. Y esa oscuridad es la que da cuerpo a todo La cuerda: la conciencia de que el dolor no se disuelve, de que el trauma no termina con el hecho, sino que persiste, habita, respira.
En Kolima. La cobardía del verdugo, la poeta cambia el foco. Ya no es la víctima quien habla, sino la mirada que se posa sobre quien hiere: “Perro no come perro, /…/Porque entre ellos se reconocen, / y salvan y consuelan y lamen, / y porque no hay delito / sin manada presente u oculta”. El verdugo no es nunca uno solo, la violencia es colectiva, compartida, estructural. Esa manada, la de los cómplices, la de los que callan o celebran, aparece retratada con una serenidad que espanta: “Esas criaturas / con las que charlamos / sobre el tiempo / y sonreímos / tranquilos / mientras acaricias / la cabeza / de nuestros hijos. / Y sueñan con aplastarlas / contra la pared”. La doble vida del monstruo cotidiano, la banalidad del mal en su forma más íntima. La palabra “infinita” resuena como eco moral: el mal como una forma de pereza, de no querer mirarse, de no asumir la propia sombra: “Es tan grande la cobardía de quien hiere /…/ Esa infinita cobardía. / La de toda la manada”.
En Oymyakon. Los que miran, el poema se vuelve espejo. Ya no habla sólo de víctimas ni de verdugos, sino de nosotros, los testigos: “Podíamos hablar del experimento Milgram, / de la prisión de Stanford, / del efecto Lucifer que tan bien describe Zimbardo, / pero finalmente el poder se basa en arrebatarles / el alma”. Vega introduce la ciencia, la sociología y la psicología, pero lo hace con la contundencia del poema: el poder es despojo del alma. Aquí la poesía se vuelve juicio. No hay inocentes. La indiferencia es la forma moderna de la violencia: “La psicología de masas / se aplica cada día / sobre nosotros / sin que nadie se atreva / a alzar / ni mirada incluso. / Bastó la cobardía moral / y bastó, / tan solo, / únicamente, / un solo hecho: / la absoluta indiferencia / de todos los hombres y mujeres. / También la de / los buenos”.
La poeta entiende el trauma no sólo como herida, sino como legado: “Cabalga, en ocasiones, el trauma / de generación en generación. / De madre en madre, / abuela, hija, / amante, conductas desviadas, / en definitiva, el SECRETO”. La palabra secreto aparece: no como simple confidencia, sino como aquello que estructura la vida entera. La transmisión del silencio, la complicidad involuntaria. El poema se detiene a pensar en la raíz: no es el destino, no es la naturaleza, sino la elección. Elegir mirar o no mirar, hablar o callar: “He ahí / nuestra vulnerabilidad: / la de la elección del hombre”. Y de nuevo: “Pero son las manos las que dan forma / a la violencia, / también la boca, / la lengua que se aproxima al paladar / y lento pronuncia /…/ Y finalmente todos los que desde / ambos lados del círculo / DECIDEN no hacer / absolutamente NADA / para impedirlo”. La responsabilidad se reparte entre todos: el gesto físico, la omisión, la pasividad. El poema no acusa desde la distancia: nos involucra. Ana Vega denuncia la perversión del lenguaje: cómo el discurso del poder despoja a la víctima incluso de su nombre, cómo convierte su dolor en sospecha: “A veces, los que miran / acusan a otros de víctimas y se suele utilizar exactamente / la expresión: ‘ir de víctima’”.
El poema se vuelve ensayo moral porque nombrar es resistir, callar es participar. En la precisión del lenguaje, Ana Vega encuentra su ética: “La apropiación del lenguaje, / del discurso, / la utilización de este como símbolo / permite que la fauna más salvaje / se ampare en una de sus herramientas / más claras: / la distorsión, / la confusión de términos, / la banalidad del mal… / Aquello permite premiar / al verdugo / y castigar a la víctima, / por no decir muerte, / sufrimiento, / atrocidad, / devastación, / por no nombrar / culpables”. Y aún así, hay una posibilidad de ruptura: “El ciclo de la violencia / se detiene, al menos, un instante, / cuando alguien, en algún lugar, / intuye un dolor que no es propio /…/ y entonces decide, de manera / prácticamente inconsciente, / decir: basta”. Ese basta no es un grito heroico, sino un acto íntimo: la conciencia que se abre, la compasión que interrumpe el ciclo.
En El despertar último: La recuperación del alma violada, el libro se ilumina. No porque olvide, sino porque elige mirar desde otro sitio: “Recuperar la inocencia / del rostro devastado. / Quizá una leve sonrisa. / Un leve despertar. / Tal vez cierto florear / desde lo oscuro / hacia dentro”. El poema deja de ser denuncia y se vuelve ofrenda. La víctima se reencuentra con su propia piel. Aquí la poeta devuelve el cuerpo al centro del discurso: no hay sanación sin encarnación. El dolor no es una metáfora; es una biología de la memoria: “Poco o nada se habla de cómo el trauma / toma, habita, domina el cuerpo”; “Transforma el legado / de nuestra sangre. / Curar el trauma / que implica / el linaje. / Romper de forma definitiva / el ciclo de abuso y violencia”. En estos versos, la palabra romper suena como un acto de libertad: la decisión de no transmitir el horror, de interrumpir la cadena.
La cuerda, al final, no es la del ahorcamiento, sino la del rescate. Una cuerda que sostiene, que ata a la vida, que recuerda que del dolor también puede nacer una claridad: “Ya solo luz, / nunca oscuridad. / Y guardar / ese tesoro, / dentro”. El libro cierra con la afirmación más íntima: “Mi casa es esta piel, / este rostro, / estas manos, / estas cicatrices, / este golpe / que he transformado / en conciencia. / Y en mi casa solo yo / puedo estar”. No hay redención más honesta que esta: aceptar el propio cuerpo como morada, la herida como lugar de verdad.
La cuerda no busca consolar. Es un poema-laberinto donde cada palabra abre una pregunta y cada silencio respira como una oración. Ana Vega escribe desde la frontera entre el testimonio y la lucidez, desde el lugar donde el dolor se vuelve conocimiento. Leer este libro es asistir a una ceremonia del lenguaje, a una ética de la palabra dicha con temblor y con fuego. Porque en la cuerda de no sólo pende la víctima: también el lector, que al final comprende que la cuerda no se corta, se sostiene. Y que de ese sostén depende, quizás, la posibilidad misma de seguir siendo humanos.
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