domingo, 31 de agosto de 2025

Reseña de Ana Sánchez Huéscar: ‘Pequeña’. BajAmar. 2024

 Pequeña


Tras Pecas en la lengua (Olé, 2023), en Pequeña, Ana Sánchez Huéscar afila la memoria hasta convertirla en un instrumento de reconocimiento y extrañeza. No escribe sobre la infancia: la restituye en su contradicción más profunda. Allí donde otros poetas buscan la evocación, Ana Sánchez Huéscar propone una arqueología del temblor, un descenso a la región donde el asombro convive con la herida, donde la imaginación salva lo que la vida no pudo proteger. El volumen se divide en dos secciones: Erizo de peluche marrón y Cometas en la garganta. Su poética, a ratos febril y siempre luminosa, se sostiene en una mirada que desborda incluso cuando afirma su limitación: “Soy pequeña, / mi chicle de fresa / hace pompas gigantes /…/ casi rozando el cielo / comienzo a ser / un punto negro infinito”. Ese “punto negro infinito” se convierte en una imagen cardinal: la niña que observa, que sueña, que se expande—pero también la niña que desaparece, que es absorbida por un mundo demasiado grande, demasiado ajeno. La tensión entre crecer y disolverse articula el libro entero. A veces desde la fantasía (“Yo quiero tener alas / para escapar del tiempo / antes de volver a casa”), a veces desde la lucidez más brutal. Pero incluso en su vertiente más oscura, la voz conserva un poder creador que hace que el poema sea menos refugio que posibilidad.

La autora explora la construcción de la identidad a través de figuras íntimas, particularmente la familia. El abuelo herido de sus versos aparece en un registro suspendido entre lo real y lo imaginado: “Por la pared entra / el lamento del abuelo / debe dolerle mucho /…/ El hombre de la garganta de arena / es muy guapo, pero no existe”. La infancia se vive así como un teatro donde lo cotidiano y lo imposible cohabitan con naturalidad. En esa lógica, la hermana es un origen anterior al origen—“la luz que toqué / antes de haber nacido” —, mientras Dios es un interlocutor tan presente como incómodo: “Como cuando hablo con Dios / los domingos por la mañana / y le oculto que, a veces, / me parece un poco cruel”.

Las figuras adultas aparecen con frecuencia deformadas por la violencia doméstica y el silencio. Las páginas dedicadas al alcoholismo paterno son de las más logradas del conjunto, capaces de sugerir devastación sin caer en el sentimentalismo: “El alcohol trae los gritos a casa / … / cierro el libro de Bécquer como quien cierra los oídos”. No es solo la irrupción del miedo, sino la manera en que lo literario deja de proteger, de sonar, de hacer mundo.

Entre los aciertos del libro destaca también la representación de la figura de la abuela. No es solo herencia o refugio; es una construcción identitaria fallida, un espejo insuficiente en el que buscar una esencia que no llega: “Quiero ser como Ella y llevar / una piedra preciosa dentro del nombre, / pero solo heredo su ropa usada, / y aunque tendré su aspecto de Mona Lisa / he logrado copiar su forma de reírse”. Y sin embargo, algo se transmite—una risa, un gesto, una forma de perdurar en lo mínimo.

A medida que avanza el poemario, la inocencia inicial se oscurece hacia escenas de abuso y miedo, tratadas —esto es importante— con una densidad metafórica que evita la explicitud innecesaria sin restar impacto. La niña-protagonista adquiere entonces una perspectiva consciente de su vulnerabilidad: “Soy un punto negro infinito que rasga / con uñas de felpa una silueta de humo /…/ Pero aún no, / antes, un sucio maestro / me arrancará el cuerpo de niña / para entregárselo a la lascivia”. La crudeza del verso funciona porque la autora lo enmarca en una lógica de resistencia: la voz no solo cuenta la fractura, la explica, la mira, la reconstruye.

Las reflexiones metaliterarias constituyen también parte del tejido del libro. La pregunta por el lenguaje —y por su insuficiencia— aparece en versos como: “Si las palabras no quieren // ¿Cómo limpiar este ahogo, su eco, / la terca voz de la culpa?”. El poema no se ofrece como cura, sino como espacio de fricción: entre lo que se quiere decir y lo que apenas puede nombrarse; entre la memoria y la imagen; entre el daño y la belleza. Uno de los símbolos recurrentes del poemario es el erizo de peluche marrón, que funciona como amuleto, como remiendo afectivo y como testigo del deterioro familiar. Aparece primero como un regalo inocente (“Papá me ha regalado / un erizo de peluche marrón”) y más adelante como un objeto que salva de la caída: “Antes de caer, atrapo por el aire un erizo de peluche marrón”. Entre una escena y otra, el libro entero parece ocupar ese intervalo: el tiempo que va de recibir el amor imperfecto a intentar sostenerse con él.

La segunda parte, Cometas en la garganta, profundiza en la adolescencia con una voz más consciente del propio desajuste. Se trata de textos donde la fragilidad y la rebeldía compiten sin expulsarse mutuamente. Así, la autora ironiza sobre los gestos de transgresión juvenil: “La infancia es una cosa sobrevalorada, / dice el canto afilado de un sueño aplastado. / Quiero tener aspecto de chica mala, / robar en el supermercado, / fundir bombillas, escupir, / pero no soy capaz. /…/ Solo un poema plantea / la posibilidad de ser libélula azul / a las seis de la madrugada / y con el frío a cuestas” (1988). La poesía aparece entonces como el único lugar donde esa metamorfosis es posible.

La conciencia del tiempo, que en Pequeña era un umbral impreciso, se vuelve recordando a la Tortuga Casiopea del Momo de Michel Ende, en una sentencia: “el tiempo es un verdugo que no acepta treguas”. Pero frente a esa certeza, la autora introduce un imaginario literario y cultural (de El guardián entre el centeno a Cumbres borrascosas, de Frankenstein a  A Memorias de África, Camelot, La Mode, Pet Shop Boys) que sitúa su experiencia en un mapa emocional compartido. No es nostalgia; es genealogía sentimental.

Los poemas que abordan la relación con el padre en proceso de abstinencia figuran entre los más descarnados y delicados del conjunto: “En el pasillo hay hilos invisibles, / pero Papá puede verlos, / los arranca del aire a manotazos” (Abstinencia). La hija trata de comprender la adicción desde el amor: “sentirme tu hija / como único destino / y comprender tu adicción, / y quererte en el desgarro, / con mi dulzura llena de paz”. La complejidad emocional de estos versos confirma la madurez poética de  Ana Sánchez Huéscar, capaz de narrar la convivencia entre el daño y la ternura sin simplificar ninguno de los dos.

En estos versos se traza una cartografía íntima donde identidad, memoria y deseo se despliegan como capas superpuestas. El viaje comienza en la evocación del origen, cuando “Al recordar el jardín de la abuela / descubro que son destinos errados / los puntos amarillos del almendro. // Y en el ombligo de la tierra, / donde lo infértil germina, encuentro / la parte de mí que no quiso nacer”. Esta sensación de raíz quebrada abre un territorio donde lo que no llegó a existir sigue latiendo como posibilidad. Del mismo modo, la experiencia del tiempo y del cuerpo se vuelve inestable, como si una fuerza exterior “Después de nevar los álamos viejos, / rozar tibieza, pero un mago / precipita silencio y tú no eres tú / y nadie es el dueño del cielo”, recordándonos que la identidad es un espejismo que se quiebra ante cualquier gesto del mundo.

La adolescencia aparece como mandato y fuga: “Mi cometido es tener dieciséis años / y esquivar la adolescencia, / es acelerar con el puño la moto roja / y escapar del mundo cuando nadie mire”. Este impulso de huida se enlaza con el aprendizaje del desgarro: “Aprendo a morder, / a desear otra vida, a borrar la mía. / Y cuando desaparezca, aprendo a escribirla”, como si la escritura fuera la única forma de existir en medio de la fractura. La necesidad de medir la herida se vuelve urgente: “Necesito conocer / el peso equivalente en papel / de mis alas rotas /…/ ¿un deseo? / Que la belleza me encuentre / cuando sienta la súbita tragedia / de morir sin haber vivido”. En esa tensión entre impulso y miedo, el yo admite a la manera de Catulo: “Amo y temo”. Y comprende que “La resignación es el estado crónico de un fracaso, / una aliada que no pregunta y acepta la adversidad”. Finalmente, la figura femenina se reconfigura en pura metamorfosis: “niña que ya es / cielo vereda… mujer infancia de tan azul”, revelando que crecer es siempre habitar un tránsito vulnerable y luminoso.

El mundo poético de la infancia se va transformando por la violencia que aparece en segundo plano. Si por un lado aparecen versos como: “Perfilo una nube como si dibujara / la distancia de tus ojos / con la cenefa de cordoncillo, / y comienza a llover, / pero no nos mojamos, porque / nosotros somos la lluvia”. En otros momentos tales Cómo detener el tiempo en tres pasos: “Tres –sumergir la infancia en agua helada / mientras sucumbe / el gorgotear / de los segundos”. Esa ambigüedad pretende ser el antídoto y la cura, la transformación, como la semilla que se rompe y hace crecer la planta: “Qué acierto saber que las semillas, / después del tiempo y del agua, / se convertirán en otra cosa, / y así, ronroneando, / una niña flota en el aire, / dormida” (Nana de seda violeta). Deja, sin embargo, un rastro de inquietud y desasosiego como solo la infancia, la terrible lucidez de la infancia, permite: “pero dejo una ranura / por la que puedes mirar / la luz irrecuperable”.

La pregunta final del libro, formulada desde la inminencia del cambio, es profundamente existencial: “Si la niña crece /…./ ¿cómo conseguiré ser pequeña hasta el fin / en el espacio mínimo de un vuelo cósmico / murciélago, atávico, y mantener mi verdad, / el daño y su duelo y su brillo? / Intento evitar la caída, / pero, si cuando alcanzo, suelto, / cuando no voy, ¿quién me sostiene?” Y en esa inquietud se resume todo su proyecto poético: no aferrarse a la infancia como mito, sino rescatar la intensidad con la que el mundo era percibido entonces. Lo pequeño, en Ana Sánchez Huéscar, no es insignificante: es un espacio de revelación, un modo de mirar que sostiene incluso en medio del derrumbe.

Pequeña compone así una obra atravesada por la imaginería de lo íntimo, lo roto y lo luminoso. Lo autobiográfico se transforma en un territorio de exploración emocional y estética, y la autora demuestra una extraordinaria capacidad para convertir lo vulnerable en símbolo, y el símbolo en voz. Su poesía, lejos de recrearse en el sufrimiento, ilumina el gesto de sobrevivir: la niña que cae y vuelve a atraparse, por el aire, un erizo de peluche marrón.

 

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