domingo, 17 de agosto de 2025

Reseña de Juan Bello Sánchez: ‘Una plegaria estúpida’. BajAmar. 2024

Una plegaria estúpida 

La poesía de Juan Bello Sánchez emerge como una exploración persistente de la fragilidad humana, despojada de artificio pero cargada de una intensidad luminosa. Desde sus primeros versos, el libro se sitúa en una tradición donde lo espiritual —o, más exactamente, la intemperie de lo espiritual— encuentra cauce en un lenguaje afilado, breve, casi siempre suspendido en una vacilación esencial. No es extraño, por ello, que la obra se abra con un gesto que recuerda a Nick Cave: “Quien se acerca a Dios / lo hace con miedo. // No sabe si volverá” (En el cruce). En esa fisura entre lo divino y lo humano, entre la búsqueda y el extravío, se articula gran parte de la sensibilidad del poemario.

La voz que habla es un yo lírico que parece siempre a punto de desaparecer en lo que contempla y se desplaza por paisajes simbólicos donde la noche, la lluvia, las ventanas, los edificios abandonados y los objetos mínimos componen un mapa emocional. En este mapa, el poeta no pretende ofrecer certezas, sino registrar las señales tenues del desasosiego contemporáneo. “Pasamos la vida caminando por un bosque, / por eso no podemos ver el final, / tampoco el principio” (Deseo), afirma uno de los poemas iniciales. La metáfora del bosque, tan arraigada en la tradición literaria, adquiere aquí la forma de una topografía existencial: somos caminantes sin orientación, mortales obligados a asumir que avanzar también implica perderse.

Lo interesante es que Bello no utiliza estas imágenes para exaltar lo oscuro o lo melancólico, sino para revelar la textura de una consciencia que reconoce su propia vulnerabilidad: “Hombres y mujeres se asoman a las ventanas. / No sé si es curiosidad o la desesperanza / lo que hace que parezca / que están a punto de saltar” (Contemplación). Cuando escribe: “Lo difícil no es que ocurran los milagros, / lo difícil es permanecer despierto / y ser testigo”, despliega una poética de la vigilancia interior. El milagro no es un evento extraordinario, sino la capacidad de estar presente, de mirar sin cerrar los ojos, incluso cuando mirar —como también advierte— tiene consecuencias: “Todo se deteriora. / Mirar tiene consecuencias”. Esta tensión entre ver y soportar lo visto constituye uno de los núcleos éticos del libro.

La obra está atravesada por una meditación sobre la noche. No una noche romántica o pacificadora, sino una materia opaca, casi física: “La noche es agua turbia. / No sirve para beber”; “La noche es una venda taponando una herida, / impidiendo que nada salga / y que nada entre”; “Se hace el silencio al llegar la noche / como si pudieras reconstruirlo / con tus propias manos” (Nocturnos). Estas formulaciones condensan el estilo del autor: definiciones contundentes, aforísticas, que convierten el poema en una serie de fulguraciones conceptuales. El lector no se enfrenta a un desarrollo narrativo, sino a relámpagos de pensamiento que iluminan temporalmente un territorio emocional.

La fe y la duda constituyen otra de las tensiones constantes. En un verso notable, Bello escribe: “La fe es el ancla de un barco. / Si tenemos fe es porque no queremos / que nada nos mueva de donde estamos, / aunque el barco se hunda”. Aquí la fe aparece menos como convicción que como resistencia al cambio, una forma de inmovilidad que puede ser tanto refugio como condena. El poeta parece cuestionar no tanto la creencia como el miedo a moverse, a renunciar a una identidad o un lugar que sentimos precarios: “Uno no puede estar seguro / de que todas esas huellas le pertenezcan”. Esta mirada crítica hacia lo que se supone que sostiene —la fe, la memoria, el amor, incluso la palabra poética— recorre todo el poemario.

En este sentido el juego de lo visible y lo invisible, la certeza de los sentidos y la necesidad de creer hacen de estos poemas una reflexión de carácter epistémico enfocada desde el sentimiento: “Existen máscaras / porque la gente está dispuesta / a creer en lo que no puede ver”; “Dejar hacer a la luz / cuando regresa el día / lo inexistente se viste / para que lo veamos”. Un secreto siempre existe para ser contado, “Los secretos son cosas enormes / que no se pueden ocultar / pero se ocultan” (Secretos). La paradoja la advertimos también en cuanto al deseo. Sostiene en Una pequeña sed: “Bebo de un cuenco vacío / porque lo importante es la sed”. Reclama pues, el ansia, la motivación mucho más que el cumplimiento o la satisfacción de las acciones: “Desear es estar lejos. / Algunos deseos / ya no están disponibles / Una fuerte lluvia”. Una mirada esencial al papel de la ausencia: “Mido la ausencia / como si se tratara de una sombra /… / Por eso siempre tiene que haber una luz / encendida en alguna parte” (El jardín).

En esa línea, uno de los versos que da título al libro resulta especialmente elocuente: “Una plegaria estúpida: / pedir que el recuerdo alcance, / que soporte las inclemencias del tiempo”. La plegaria es “estúpida” no porque carezca de sentido, sino porque es un acto desesperado frente a la erosión inevitable. El poema expone la paradoja humana: sabemos que la memoria falla, que los días desgastan lo que amamos, pero aun así nos empeñamos en sostener lo que se escapa. En este reconocimiento se cifra la humanidad más honda del libro.

Otro de los grandes hilos temáticos es la soledad. Pero no la soledad como carencia, sino como pertenencia: “Esta soledad me pertenece. / Nadie podría hacer nada con ella, / incluso si decidiese entregársela” (Las posibilidades). Hay en estos versos un acto de reclamación. La soledad deja de ser una condena para convertirse en un territorio íntimo, incluso irrenunciable. El yo lírico no la combate: la acepta, la habita y la convierte en herramienta de conocimiento. De este modo, Bello se aleja del sentimentalismo para abrazar una forma de claridad casi estoica.

Sin embargo, el libro también sabe descubrir belleza en lo aparentemente ruinoso: “También hay belleza / en esos edificios abandonados / de la zona vieja de la ciudad” (La luz última). Este gesto de encontrar luz en lo decadente es otra de las virtudes del autor. Su poesía parece decirnos que lo muerto, lo vacío, lo quebrado, todavía emite señales; que todo lo que existe tiene un resto de revelación si se lo contempla con la distancia adecuada. “Dejo que las cosas vengan hasta mí, / la mirada no se cansa. / Todo es revelación / si se espera el tiempo necesario” (Dos ríos). Esta poética de la espera, de la receptividad, le debe algo a cierta tradición contemplativa, pero aquí se formula en un lenguaje condensado, modernísimo, que no renuncia a la crudeza.

El poemario también ofrece reflexiones sobre la palabra misma. “Las palabras son piedras en el camino. / No sirven para nada. / Y, a pesar de eso, / nadie se molesta en retirarlas” (Pequeños fuegos). Esta declaración es ambivalente: por un lado, denuncia la insuficiencia del lenguaje; por otro, reconoce su persistencia. Las palabras estorban, pero también son evidencia, restos, testigos. Aunque el poeta declare su inutilidad, continúa recurriendo a ellas, como si el acto de escribir fuera una forma de aprender a caminar entre los escombros del sentido. Esta tensión entre la necesidad y la inutilidad del lenguaje da profundidad al conjunto.

La muerte aparece como uno de los pocos elementos estables, “Todo se está moviendo, / todo está cambiando de lugar. // Excepto la muerte, inamovible / como un armario de madera maciza, / una obligación” (Conozco el final). La imagen es certera: la muerte como mueble antiguo que no se puede desplazar, como peso constante en la habitación de la vida. Bello no dramatiza la muerte, pero tampoco la suaviza. La acepta como un hecho y, desde esa aceptación, reflexiona sobre cómo vivir a su lado sin caer en la desesperanza.

Llama la atención la capacidad del poeta para ensamblar metáforas inesperadas pero profundamente evocadoras. “El amor es un acordeonista ciego / tocando en una plaza” (Unas monedas para el músico). Aquí el amor es música, es incertidumbre, es belleza torpe y persistente. La imagen del acordeonista ciego es conmovedora porque sugiere una música sin dirección, pero también inevitable. Así se percibe el amor en este libro: como algo que ocurre pese a nuestra ceguera.

Finalmente, el poemario culmina en una especie de revelación oscura: “Basta encender una cerilla / para pensar que puedes ver la noche /…/ El cielo se derrumba. Sepultada el alma / tratará de hacerme creer / que aún puede salvarse” (Sepultada, el alma). La cerilla es la ilusión de claridad; la noche, el límite de lo visible; el alma, aquello que intenta sobrevivir al derrumbe. Esta tríada resume la propuesta del libro: una lucha constante entre la iluminación efímera y la sombra persistente, entre la necesidad de sentido y el reconocimiento de su fragilidad.

En conjunto, Una plegaria estúpida es un libro que piensa desde la herida, pero no se complace en ella. Su belleza reside en la precisión del lenguaje, en la capacidad de convertir objetos mínimos en interrogantes profundamente humanos. Juan Bello Sánchez ofrece una poesía que contempla, que cavila, que interroga, pero que no se impone. Es una escritura que va al hueso, que acepta la intemperie y que, en ese gesto, encuentra una forma de salvación modesta, casi secreta. Es, en definitiva, una obra que ilumina sin engañar y que deja en el lector la sensación de haber atravesado un territorio espiritual hecho de dudas, silencios y destellos.

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