Nacida en Buenos Aires, Andrea Aguirre tiene una sólida producción que incluye Versos por el camino (Minerva editores y Andromeda, 2002); Lunas de agua (Ediciones Antígona, 2007); Sueños de cristal (Ediciones Antígona, 2007); El ciclo lunar de los paréntesis (ÁRTEse Quien Pueda, 2012); La infancia suicida de Verónica (Qué. ÁRTEse Quien Pueda, 2013); El mapa de la existencia (Ediciones Tigres de Papel, 2015); Mujer frente al caos (La Penúltima Editorial, 2017); La cicatriz y la huella (BajAmar, 2023) y El mes de la bruma (RIL Editores, 2024) con Rubén Romero Sánchez. Este volumen que nos ocupa está marcado por el tono doliente, trágico. En Manual para sobrellevar el fin del mundo, Andrea Aguirre ofrece un libro que parece haber sido escrito desde el borde de la extinción y el comienzo de algo nuevo. No se trata de un apocalipsis de fuego ni de ciudades derrumbadas, sino del fin íntimo, microscópico, aquel que ocurre cuando el lenguaje se agota y el cuerpo deja de reconocerse en sus nombres. Desde esa grieta, la autora elabora un canto que es también un conjuro, una súplica y una ceremonia de resurrección.
En el primer capítulo, Instrucciones para cantar a los árboles, la poeta funda su territorio: una tierra de místicos extraños, un espacio que huele a incienso y palabras oscuras. “Pertenecemos a una era de místicos extraños /…/ Pertenezco a una tierra que sale del incienso y de las palabras oscuras”, escribe, y con ello se sitúa en una tradición espiritual que no busca lo divino en los cielos sino en la materia viva de la palabra. Cada verso parece emerger del humus del lenguaje, de un suelo fértil en pérdidas. El dolor es tan inmenso que siembra la tentación más tajante: “He olvidado fácilmente que una vez, / en algún momento inmemorial, / la muerte fue una alternativa demasiado confortable”; “Sería tanto alivio no sentir sobre el cerebro / el peso de las cosas”.
La voz que habita el libro se confiesa heredera de un linaje de mujeres primordiales: “Somos las hijas de la Venus de Willendorf”. Esa filiación es a la vez arcaica y subversiva: reconoce la genealogía de la fertilidad, del cuerpo, de la piedra tallada, pero también denuncia la fractura de ese cuerpo contemporáneo que ya no puede dar vida, que sangra sin fruto: “Solo puedo escribir las palabras más tristes esta noche. // Escribir, por ejemplo, que mi vientre aún no cicatriza / que el vacío le devora poco a poco la sangre /…/ Quién sabrá que alguna vez fui madre en proyecto”. En ese gesto, Aguirre convierte la escritura en un acto de duelo y de cura, como si escribir fuera la única manera de restituir un útero simbólico, un espacio donde aún pueda germinar el sentido.
El libro avanza como una travesía entre universos. El capítulo II, En este otro lugar del multiverso, abre la puerta a una poética cuántica, una especulación sobre la posibilidad de otros mundos donde la pérdida no duela, donde el tiempo no destruya. ““Existen universos simultáneos que conviven. / Lo juro /…/ Pero todo lo que existe necesita ser nombrado para ser percibido. // Por tanto, a este universo, que espera con ansia ser manifestado, / llamémoslo, en este instante, / Lugar”. La afirmación condensa la tesis esencial del poemario: nombrar es crear. El lenguaje, a pesar de su precariedad, sigue siendo el acto inaugural del ser. La tragedia que produce la herida de este libro está descrita de manera tangencial, delicada, casi de pasada, pero a la vez tan brutal como en los casos de otras poetas contemporáneas (como Tulia Guisado, por ejemplo): “Si es verdad esta teoría, / si existe ese Lugar en otro universo, / al menos, solamente una vez, / por qué no poder soñarlo / para besar sus frentes suaves / y leerles un cuento / de buenas noches”.
Ese Lugar que la autora invoca es una alternativa al sufrimiento, un plano de ternura posible: “Mamá, no tengas miedo, en este Lugar no existe la caída.” La palabra “Lugar”, escrita con mayúscula, se convierte en un espacio sagrado, una dimensión verbal donde los vínculos pueden rehacerse más allá de la muerte. Aguirre formula así, en boca de los no nacidos, una ontología del consuelo: aunque el cuerpo se desintegre, las palabras permanecen. “En este lugar / no existen los monstruos /…/ solamente las palabras / permanecen”.
Sin embargo, no hay escapismo en esta poética del multiverso. Lo que Aguirre propone no es huir del dolor, sino reconocerlo como condición de existencia y, sobre todo, de lenguaje. Cada universo paralelo no es una evasión, sino un espejo que devuelve otra forma de entender la herida. La autora sabe que incluso en los mundos posibles el cuerpo lleva su marca: “y esparcir cada fragmento malparado / en una sola gota lúcida de sangre // aquella que contiene una espesura sedosa, / el milagro que derraman toda la vida / sobre esta blancura tan terrible / del espacio que mueve a la tragedia”. El poema, entonces, no es refugio, sino laboratorio donde se destila la sangre para hacerla palabra.
El tercer capítulo, Conjuros contra el tiempo irremediable, es el corazón del libro, donde la autora enfrenta de lleno la imposibilidad del lenguaje y, paradójicamente, su poder redentor. “Inicio de los días convulsos / en que el lenguaje me estrangula / y me desahucia / con sus pezuñas tramposas de ecos / y de burlas funestas.” El lenguaje aparece aquí como una criatura viva, un animal que asfixia y al mismo tiempo sostiene. Pero Aguirre no se rinde. Reconoce la herida y la transforma: “Este libro que me late muy vivo en lo hondo / y resuena sobre los tejados / hiere como el ácaro de polvo al alérgico, / microscópicamente /…/ Hiere, como Libro que salva”. Esa frase encierra una paradoja luminosa: el dolor se convierte en salvación cuando se asume como materia de escritura. La poeta no busca consuelo, sino intensidad. El poema es una herida que brilla. El poema se escribe desde esa contradicción: la necesidad de decir y la certeza de que toda palabra es insuficiente: “Los poetas tendemos a la hipérbole / en la vida cotidiana /…/ Rezan a la forma extraordinaria / de las pequeñas cosas”.
La autora se declara una impostora del lenguaje, “una impostora / de lápices derrotados”, pero en esa confesión hay un eco de humildad que no es derrota sino resistencia. Frente a la incertidumbre, lo único posible es escribir: “En este espacio concreto / en el que escribo // –aquí– // yacen mis ganas de creer / en la conjura viva del lenguaje. // Tan amarga mi fe / como incapaz el poema”. Esa fe amarga en la palabra es el hilo que sostiene todo el libro: una creencia en la poesía como única forma de supervivencia.
El viaje culmina en el capítulo IV, Instrucciones para gritar a los árboles, donde el tono se vuelve más íntimo, casi elegíaco. Si al inicio se cantaba a los árboles, ahora se les grita: el lenguaje se ha vuelto desgarradura, pero también puente hacia los ausentes. “De este cuerpo quedan solo los estigmas /…/ De este cuerpo / solo queda la maleza, // solo quedan las palabras.” La voz poética asume su disolución, su condición de ruina, y a la vez celebra la persistencia de lo verbal como último vestigio de lo humano: “Esta niña fue una niña triste, / y es tan triste decir esto de una infancia”.
La memoria familiar atraviesa estas páginas como un río subterráneo. El diálogo con los padres que aparecen casi como figuras fantasmales, mitológicas, articula una búsqueda de reconciliación: “Te di la mano, papá, ojalá sintieras / palpitan mis dedos taciturnos sobre tu piel estática. /…/ Si hubieras estado con nosotras sabrías que existe otro universo en el que la calma es sencilla como un pájaro”. El poema es también carta póstuma, intento de contacto a través del tiempo. En esa conversación con los muertos, Aguirre convoca la ternura más pura y la pérdida más irreparable: “Os suplico, como mendiga del sosiego / en flemático proceso de cura, // no me preguntéis nunca más / por esta memoria malherida / de mi cuerpo / inhabitado, // vacío”.
El dolor se vuelve materia poética en su estado más radical: “Mamá, jamás sentiré / cómo crece un corazón / dentro de mi vientre. // … / Perdóname, mamá, por haber deseado robarte / tu nombre”. Aquí el poema ya no describe; confiesa. No hay artificio, solo el temblor de una verdad desnuda. Y sin embargo, incluso esa imposibilidad se vuelve creación: el lenguaje engendra lo que el cuerpo no pudo, aun teniendo que refugiarse en ayuda química: “Suceden las horas como rincones ebrios / por cada dosis extra de / lorazepam”. El cierre del libro deja un sabor de quietud doliente. “Eres aquello que sangra / y aquello / que silencias.” La autora parece hablarle al cuerpo, a la palabra, al lector: todos somos esa dualidad. Lo que sangra y lo que calla son las dos mitades del poema.
Manual para sobrellevar el fin del mundo es, en el fondo, una meditación sobre la escritura como acto de resistencia ante la disolución que supone una tragedia, un dolor insalvable. Aguirre no propone fórmulas para sobrevivir, sino rituales de acompañamiento: cantar, nombrar, gritar, escribir. Cada verbo es un modo de permanecer. En un tiempo donde las certezas se derrumban, la poeta ofrece irónicamente su Nueva Enciclopedia de la Incertidumbre: una guía no para entender el fin, sino para habitarlo con lucidez. Hay en este libro una tensión constante entre la fragilidad y la fe, entre la pérdida y el lenguaje. Andrea Aguirre escribe como quien abre un libro de conjuros y descubre que cada palabra pronunciada puede cambiar la materia del mundo. Su voz se sitúa en la frontera entre lo humano y lo sagrado, entre la carne y el mito, entre el dolor y la supervivencia. En un verso podría resumirse toda su poética: “El olor de la tierra mojada es garantía / de sentirse parte de este mundo inconsistente”. La autora no busca salir del mundo, aunque ansíe una realidad alternativa donde la pérdida no sucediera, sino encontrar en su inconsistencia una forma de pertenencia, curar ese dolor irreparable. La poesía, entonces, no es salvación ni consuelo, sino la manera más digna de permanecer entre las ruinas. Con Manual para sobrellevar el fin del mundo, Andrea Aguirre ha escrito un libro que late con la intensidad de lo necesario: un canto de fin del mundo que, paradójicamente, nos enseña a empezar de nuevo.
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