Con el prólogo José Luis García Martín, Tarja es la última entrega poética de Hilario Barrero desde Brooklyn. Y es, en última instancia, una celebración de los recuerdos y una meditación sobre la inevitabilidad de la pérdida. Hilario Barrero siempre ha escrito desde la memoria, con una poética de deseo urgente que equilibra la belleza y el dolor, permitiendo que cada poema sea una introspección honesta y conmovedora. Sus versos, a menudo oscuros, pero también luminosos, invitan a enfrentarse con sus propias cicatrices, sus propias “tarjas.” En estos poemas, el tiempo y el amor se combinan para formar un mapa de vida, donde cada línea es a la vez un lamento y un recordatorio.
La poesía de Barrero se sustenta en la experiencia personal y en la universalidad del sufrimiento y el amor, y logra una conexión inmediata y visceral. El libro está estructurado en tres secciones principales, cada una abordando temas recurrentes en su obra como el amor, la pérdida y el envejecimiento. A través de una narrativa poética que nos transporta de la niñez a la vejez, el poeta examina cómo cada experiencia deja una marca indeleble en el alma. Una tarja es una señal, una muesca, pero también la marca de reconocimiento, la contraseña que debe completarse. En su poema homónimo, introduce el concepto de la primera herida, el primer encuentro con la muerte, que se convierte en un recordatorio constante de la fugacidad de la vida. Esta experiencia inicial es el preludio de otras “tarjas” que se irán acumulando a lo largo de los años, marcando el paso inexorable del tiempo y la inevitabilidad de la pérdida: “A veces vuelve el susto a latir dentro del corazón / y sé que es la pasión que va por dentro” (Tarja).
La presencia de la muerte cada vez está más presente, pero no es sino la seña que completa el amor: “La muerte es, sobre todo, la que oxida el amor, / los dioses los culpables de tanta adversidad” (Lamento de Dido); “Lo llamabas Amor y no lo era: / era una forma torpe de celebrar tu asombro /…/ Y llegando la hora te queda todo claro: / el amor cuando abrasa es destrucción” (Los turistas de Nemeror); “Eres un muerto cuando estás enamorado /…/ Cada vez más cercano al frío de la noche / dormir por siempre y a tu lado es todo lo que pido” (Volviendo al cementerio de Green Wood). En tantas ocasiones Hilario Barrero ha descrito la pérdida como el gemelo del deseo que ahora la connotación va un paso más allá hacia el infinito: “Sobre los vidrios rotos del olvido resbala el sol / como quien se desliza a un precipicio” (The day after); “Como este miedo que tiene de perderte / ahora más que nunca: abril, amor, sombra, diciembre” (Narcisos). En fin, el miedo a que “y al leer los nombres de los muertos se encuentran con el suyo”.
Los recuerdos doloridos como en Penélope son el complemento de un balance en el que el dolor junto con el deseo han puesto su magisterio en las huellas de la vida: “todo nos iba enseñando lo que ahora sabemos: / que la vida son gestos cotidianos, recordar una calle, / las madrugadas rozando el deterioro, doce arras de piedra, / dos manos que desgastan un cuerpo de tanto acariciarlo” (Danny Boy). A pesar del tono crepuscular, Tarja es, como toda la poesía de Hilario Barrero, un canto al deseo más desgarrador: “Caminó entre explosivos, / arropó la cama para cubrir el fuero, / trazó el otro nombre es la piel del frío, / enterró a sus muertes y destruyó secretos” (Objetos perdidos). Quizás el recuerdo que todavía escuece es el de tantos amigos perdidos en la epidemia del sida, en ellos, “En el torso de aquellos ángeles apareció la contraseña” (Testigos).
En la segunda parte, El deterioro, el autor progresa y profundiza, con un lirismo hermoso y desgarrado, en esa evidencia que nos acompaña desde la cuna y de la que empezamos a ser conscientes a medida que la vida nos va hiriendo y dejando cicatrices. Esa certeza se vuelve una hoz en el cuello cuando se vislumbra una vejez, a la que acompaña un deterioro doliente, que nos conduce hasta esa última muesca que nos llevará al olvido por el desagüe de las pequeñas historias de cuantos han sido. Pero es, sobre todo, la hoz en el cuello del amor: “Sí, no lo niego, / después de la primera noche, pensé que también sería la última” (I); “Sintiendo el frío de la madrugada / como un aviso que nos llega de pronto” (VI).
El amor fue la primera herida, una tarja en el calendario de la existencia que se adhiere a la piel y que nos acompañará en el tránsito vital como una indeleble señal que permanentemente nos recordará lo inevitable, una nube de dolor que se irá extendiendo con los años a medida que se van imprimiendo en nuestro ser las sucesivas tarjetas o poemas con que la vida nos obsequia: “Ahora somos dos sombras / que tropieza con muebles y recuerdos / esperando que llegue la ambulancia / que se lleve a uno de los dos / y que vuelva la noche” (II). Habla el poeta de cómo el amor envejece, a la vez que echa la vista atrás y confirma que es amor precisamente porque envejece, porque no es eterno, porque es fugaz, porque tendrá un final: “De lengua en juglaría a régimen incompleto; / ese último beso que no tendrá respuesta” (II). Y ante esa certidumbre solo queda aguardar: “Y yo en la ventana esperando / que llegara la noche y tú con ella, /…/ Fue un milagro que te quedara para siempre” (VII).
La universalización de estos poemas tan introspectivos quiebran esa cuarta pared de las páginas. Aquel que salió de Toledo no solo descubrió la muerte, también la acompañó hasta a ese inmenso oasis de sosiego que es Prospect Park: “De joven encontraste un dolor / y desde entonces vive con él. // Ahora de viejo acierta / la imborrable contraseña de la muerte // Cuando llega la noche y están solo te pregunta: / ¿quién llena el huego que deja un dolor en el pecho?” (El vacío). No le ciega a los milagros, al latir acelerado que aflora al observar un cielo estrellado o al estallido de una palabra que nos hace felices y que se parece a la mordida del amor. Esas serán las Muescas, título de la tercera sección de Tarja. Se acumulan las referencias y las imágenes que identifican el paso del tiempo, o del amor, tanto da, con la erosión del propio cuerpo, del alma: “estás mucho de amor y no lo sabes” (II); “sin olvidar que el fuego / siempre toca madera” (Elementos). La verdad, la triste verdad asoma, aun en el amor más constante, “Después del fuego y la navaja fría, / de la certeza de un amor seguro / sientes llega la muerte de puntillas” (I). Lo que cabe es la esperanza última, la que culmina el último poema, Blending: “Al final, la pregunta: / ¿cuál de los dos ganará la partida?”.
Tarja es, en cierta manera, en una sucesión de pequeños autorretratos en los que la voz poética se refleja, con crudeza y sin ambages, en el azogue desgastado de los años pasados. Es el tiempo, con su aspereza, quien ha cincelado y quien terminará de cincelar la obra y al poeta, hundiendo más en la urgencia que acecha. El amor se ha convertido, siempre lo fue, en el élan vital y a su vez ha servido de combustible Este es un diálogo luminosamente dolorido entre el individuo y el tiempo, en el que el miedo y la certeza se hermanan en confesión sincera y lúcida.
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